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El heroico centurión de Julio César

Cuando, durante la batalla de Dirraquio (48 a. C.), Pompeyo desencadenó un tremendo ataque contra las líneas cesarianas, el coraje de un solo centurión resultaría decisivo.

El heroico centurión cesariano Esceva en la batalla de Dirraquio. © Radu Oltean/Desperta Ferro Ediciones

Fuente: Eduardo Kavanagh – Desperta Ferro Ediciones  |  LA RAZÓN
9 de agosto de 2018

Como cantara Lucano en su «Farsalia»: «Ya habían salido las águilas pompeyanas por encima de los remates de la alta empalizada, ya tenían la vía abierta hacia el universo: aquel lugar que ni con mil escuadrones juntos ni con todo el ejército de César les habría arrebatado la Fortuna, un solo hombre lo arrancó a los vencedores, impidiendo que lo tomaran, y afirmó que mientras él empuñara las armas y no estuviera aún abatido, el Magno no era el vencedor. Esceva era el nombre del héroe: militaba entre los soldados rasos antes de las campañas contra los fieros pueblos del Ródano; allí ascendido, a costa de sus muchas heridas, consigue la vid del Lacio […]».

Esceva, que habría ascendido a centurión en las campañas de la Galia, consiguió detener la huida de sus hombres apelando a su amor propio –«¿No os da vergüenza no figurar en el montón de los héroes caídos y que se os busque en vano en las piras y entre los cadáveres»– y al coraje marcial propio de la virtus romana –«A falta de vuestro honroso deber, soldados, ¿no os mantendréis en vuestro puesto al menos por rabia?»–. Él mismo defendió la brecha en primera línea: «Aquel bravo se afirma sobre el terraplén en ruinas, y primeramente hace rodar los cadáveres de las torres repletas y aplasta con los cuerpos a los enemigos de al pie del muro; todos los escombros suministran proyectiles al héroe, y amenaza al enemigo con maderos, cascotes y hasta con su propio cuerpo. Bien con una estaca, bien con una dura pica desaloja de los muros los pechos enemigos, y corta con la espada las manos del que logra tocar lo alto del vallado; cabeza y huesos machaca con una piedra, y al cerebro, mal protegido por un frágil armazón, lo hacer estallar […]».

Y luego arrojándose fuera de él, entre las filas pompeyanas: «[…] lanzó al héroe y le proyectó por encima de los batallones en medio de las armas un salto […] Entonces, comprimido entre densos escuadrones y cercado por todo un ejército, vence todavía al enemigo hacia el que vuelve su vista. Y ya la aguda hoja [de Esceva], embotada y sin filo por el espesor de la sangre, ha perdido la función de espada, quebranta los miembros sin herirlos. A aquel valiente se le echa encima toda la masa, contra él todos los dardos; ninguna mano deja de ser certera, ni hubo lanza que no diera en el blanco; y la Fortuna ve enfrentarse a una pareja sin precedentes: un ejército y un hombre».

Esceva recibió múltiples heridas: «Su fuerte escudo resuena con los repetidos golpes, fragmentos del casco abollado le abrasan las apretadas sienes y nada sujeta ya sus órganos vitales descubierto, excepto las lanzas detenidas en la superficie de sus huesos. […] He aquí que desde lejos […] viene disparada una flecha gortinia [cretense] que […] se hunde en su cabeza y en el globo de su ojo izquierdo. Rompe él los ligamentos nerviosos que retardaban la salida del hierro, arrancándose la saeta clavada con el ojo ya colgante, impertérrito, y pisotea el dardo junto con su ojo».

Todavía Esceva, su rostro desfigurado chorreando sangre, tuvo presencia de ánimo para fingir que se rendía y degollar a un enemigo que se le acercó; la providencial llegada de los refuerzos cesarianos le rescató, exánime por sus múltiples heridas. Su valor tuvo recompensa: «En los fortines no hubo un solo soldado [cesariano] que no resultara herido; cuatro centuriones de una cohorte perdieron los ojos; y, queriendo dar testimonio de su esfuerzo y de su peligrosa situación, hicieron saber a César la cuenta exacta de las flechas lanzadas contra el fortín: en total 30.000; y llevando a su presencia el escudo del centurión Esceva, se contaron en él 120 agujeros. A este, César, en atención a los merecimientos contraídos para con él y para con la República, le remuneró con 200.000 sestercios, lo elevó de la graduación de octavo centurión a primus pilus por una orden dictada al efecto, pues era notorio que el fortín se había salvado gracias a su esfuerzo; y luego a la cohorte la remuneró con doble paga, grano, vestido, alimento y condecoraciones de manera generosa».

Para saber más

«César contra Pompeyo»

Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 19

68 pp.

7€

 

16 agosto 2018 at 5:10 pm Deja un comentario

El tupé más famoso de la antigüedad

Alejandro Magno fue una referencia en el mundo romano, una figura que imitar hasta en el peinado

Detalle del mosaico de Isos en el que el conquistador macedonio, melena (y tupé) al viento, carga contra las tropas de Darío III. El mosaico, copia de una pintura griega, fue hallado en la Casa del Fauno, en Pompeya. (DEA / M. CARRIERI / Getty)

Fuente: FÈLIX BADIA LA VANGUARDIA
12 de mayo de 2017

Hace 2.000 años, para ser alguien en la alta política romana, había que parecer, emular, recordar o evocar, aunque fuera remotamente, a Alejandro Magno, el mítico caudillo macedonio que tres siglos antes había construido en tiempo récord un imperio en el sudeste de Europa y Asia. Y había que hacerlo con las obras, pero también con las formas.

Literalmente. Pompeyo, el aliado –primero– y archirrival –después– de Julio César lo creía a pies juntillas, y tras conquistar a sangre y fuego buena parte de Oriente Medio, como hiciera en su día Alejandro, asumió también el apelativo de Magno y, un detalle no tan menor como pudiera parecer, decidió lucir tupé, el característico rasgo del conquistador griego y tal vez uno de los peinados más famosos de la antigüedad.

No se trataba por supuesto de un tupé de aire rockabilly o que anticipara la opinable estética de Donald Trump, sino del peinado que los griegos llamaban ‘anastole’ (poner hacia atrás). A Alejandro se le había representado con él tanto en monedas y esculturas como en pinturas y mosaicos, como el de Isos hallado en Pompeya, en que se le representa en plena carga contra el último rey persa, Darío III.

Pompeyo Magno se hizo representar con un tupé parecido al de Alejandro, y con sus conquistas llegó incluso a emular sus éxitos. Todo ello años antes de perder, literalmente, la cabeza en las costas de Alejandría (Getty)

Para cuando, casi 300 años después, Pompeyo estaba alcanzando el cenit de su celebridad, la figura del conquistador griego se vinculaba de forma inseparable al peinado, así que le faltó tiempo para intentar acercar su imagen a la del general heleno. “Su pelo –explicaba Plutarco– tendía a levantarse en la parte de alta de su frente, y eso (…) producía un parecido, más comentado que real, a las estatuas de Alejandro”.

El detalle es algo más que una anécdota. Peinados al margen, la explotación de la imagen de los líderes y su semejanza o no respecto a los mitos del momento tuvo un papel fundamental en el despiadado juego político del fin de la república (siglo I antes de Cristo). Un uso de la imagen pública que alcanzaría años después su punto más alto ya en el imperio con el reinado de Augusto, quien gracias a ello podría cimentar su poder.

El uso de la representación del líder que se hizo en la antigüedad, recuerda a la comunicación política del siglo XX e inicios del siglo XXI: desde la icónica representación de Stalin con su mirada a lo lejos para guiar al destino del pueblo, hasta la dulcificada imagen Obama con las mangas eternamente arremangadas que transmitían su disposición a trabajar por su país.

Salvando los siglos transcurridos, este uso de la representación del líder recuerda, y mucho, a la comunicación política del siglo XX e inicios del siglo XXI: desde el culto a la personalidad en las dictaduras –la icónica representación de Stalin con su mirada a lo lejos para guiar al destino del pueblo, o los brazos cruzados de Hitler mostrando fortaleza–, hasta la dulcificada imagen de los políticos en los sistemas liberales –con las mangas eternamente arremangadas de Obama que transmitían su disposición a trabajar por su país–.

Para un político ambicioso, y en la turbulenta Roma del siglo I antes de Cristo los había a decenas, vincularse, pues, a las mayores celebridades del mundo clásico era fundamental. Pompeyo no se limitó al peinado, sino que incluso llegó a visitar la tumba de Alejandro Magno para hacerse con la capa del conquistador. También la visitaron después los emperadores Calígula, que tomó prestada su coraza, y Augusto, que, no se sabe exactamente cómo, rompió de forma involuntaria la nariz de su momia. Con este ritmo de expolio, no es extraño que la ubicación de los restos de Alejandro, suponiendo que aún existan, sea hoy uno de los grandes misterios de la arqueología.

Para un dandi como Julio César la calvicie fue un verdadero tormento. No ayudaba que la tradición romana considerara la alopecia como un signo de mala salud y de poca masculinidad (Getty)

Julio César también veneraba la figura del conquistador macedonio. Suetonio cuenta que, cuando el que más tarde sería dictador pasó por delante de una estatua de Alejandro en Hispania, se echó a llorar. ¿La razón? Tenía en aquellos momentos 33 años, la misma edad a la que había muerto el caudillo griego, y no había alcanzado hasta el momento ningún logro con el que pasar a la posteridad. Aunque hay dudas sobre la certeza de la anécdota, lo que sí parece claro es la influencia que la imagen de Alejandro tenía en el poder establecido del momento. Quién sabe si Julio César habría deseado también lucir el legendario tupé del conquistador. Sin embargo, tenía un problema prácticamente insalvable: una calvicie precoz.

Es cierto que la imagen era un factor de primer orden que los líderes romanos se apresuraban a explotar a fondo, pero, de la misma manera, constituía un factor que los podía convertir en blanco de las críticas de sus adversarios, y Julio César los tenía en cantidades ingentes. En la cultura romana, la calvicie tenía muy mala prensa, en especial, si era prematura, porque el pelo se consideraba un símbolo de fuerza, virilidad, juventud y fertilidad, y, por tanto, se pensaba que quien la sufría adolecía de falta de esas características. “Feo es el campo sin hierba, y el arbusto sin hojas y la cabeza sin pelo”, escribió Ovidio. Por eso, uno de los grandes hombres de la antigüedad, el mismo que conquistó Galia y Egipto, y el que puso los cimientos de uno de los imperios más importantes que ha visto el planeta, vivió en realidad atormentado por su falta de cabello.

Los enemigos de Julio César se cebaron en su calvicie, Adriano expresó su amor a Grecia al dejarse barba, y Cómodo ostentó espolvoreándose oro en el pelo

El médico y licenciado en Humanidades Xavier Sierra Valentí explicaba hace unos años en un artículo publicado por la revista ‘Piel’, que Julio César pasaba largas horas intentando disimular su falta de pelo y que incluso se peinaba hacia adelante, porque no soportaba las burlas de sus detractores. Sierra añade que, según Suetonio, obtuvo permiso del Senado para llevar en todo momento la icónica corona de laurel como un honor que además le permitía disimular su falta de pelo. No obstante, no todos veían un problema en su calvicie según textos clásicos, que señalan que sus tropas, al regreso de una de sus conquistas, cantaban por las calles: “Ciudadanos, guardad vuestras esposas, traemos a un calvo adúltero”.

En cambio, la aristocracia romana tradicional veía en Julio César, además de un enemigo político, a un perfil contrapuesto a los valores conservadores de la República romana, y por ese motivo, explotaron a fondo su lado más frívolo y su fama de playboy. El que sería el hombre más poderoso de su época y uno de los militares más audaces de su tiempo era también un fashionista, pero, como explica Tom Holland en ‘Rubicón’ (Ático de los Libros), sus cinturones de color naranja y sus ropas demasiado holgadas para el gusto canónico del momento fueron aprovechados en campañas en su contra, de la misma manera que su estilo de vida. “Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres”, se decía de él en referencia a su comentada y promiscua bisexualidad.

Como todos los emperadores, en cuanto a la moda Adriano era un prescriptor de tendencias. Fue él quien puso de moda la barba en Roma, una estética que hasta entonces se consideraba bárbara en la capital del imperio (Leemage / Getty)

Si bien la alopecia no estaba bien vista, llevar barba era incluso peor porque se veía como una costumbre de bárbaros. Por eso, un ciudadano que cuidara su imagen debía pasar a menudo por el tonsor, un barbero verdaderamente temible encargado de mantener a los varones romanos dentro de la civilización. Ponerse en sus manos no parece que fuera una experiencia especialmente agradable, porque no se utilizaban cremas para el afeitado y porque el instrumental, por afilado y cuidado que fuera, distaba mucho de tener la sofisticación actual.

Así pues, los nobles romanos debían de ser personas de piel acerada, porque era muy raro que alguno de ellos renunciara a afeitarse, al menos durante el siglo I. Sin embargo, con la llegada de Adriano (76-138) y su barba ensortijada, las cosas empezaron a cambiar. Como el resto de los emperadores, este fue un verdadero creador de tendencias. Pero, como en el caso de Pompeyo o de Julio César, esas tendencias eran más que simple estética para traspasar de nuevo el umbral de la comunicación política.

Tras la muerte de su hermano Geta, Caracalla proclamó la ‘damnatio memoriae’ (que se eliminara toda referencia a él). En la imagen Caracalla de niño (derecha) y a su lado Geta, borrado (Getty)

En este sentido, la barba de Adriano era una declaración de intenciones: si el vello facial había sido considerado poco civilizado en Roma, en Grecia, en cambio, el punto de vista era el opuesto, y el nuevo emperador era un enamorado de todo lo que guardaba relación con el mundo helénico. El look adriánico se completaba con un vistoso pelo rizado, posiblemente gracias al calmistro, una herramienta que se calentaba al fuego y luego se aplicaba al pelo. Una técnica sólo para valientes.

La moda de Adriano se siguió durante mucho tiempo. Bastantes años después, al emperador Caracalla (188-217), famoso entre otras cosas por las gigantescas termas que mandó construir en Roma y por haber solucionado la rivalidad con su hermano Geta por la vía rápida –el asesinato–, se le representaba con barba y pelo rizado. Y cara de pocos, muy pocos, amigos. Cómodo (161-192), al que la tradición describe como un emperador sanguinario, paranoico y apasionado de los juegos de gladiadores –tanto que incluso llegó a lanzarse a la arena–, fue otro de los que se apuntaron a esa moda, aunque le dio una vuelta a la tuerca, al, según algunas versiones, espolvorearse el pelo con oro y hacerse representar como Hércules, en, una vez más, un mensaje político. Los tiempos habían cambiado, y donde Pompeyo dos siglos antes evocaba a un conquistador, Cómodo prefería identificarse, directamente, con un semidiós, hijo del mismísimo Júpiter.

Paranoico, sanguinario, ostentoso… a juzgar por las fuentes clásicas, el emperador Cómodo –el de ‘Gladiator’– no fue precisamente un repositorio de virtudes. En la imagen, personificado, ni más ni menos, que como el semidiós Hércules (DEA / G. DAGLI ORTI / Getty)

 

12 May 2017 at 10:47 am Deja un comentario

Las mujeres de Julio César: de Cornelia a Cleopatra

Julio César realizó numerosas conquistas amorosas y utilizó en su propio beneficio, político o económico, a todas las mujeres que conoció

César y la reina de Egipto. El general romano conoció a Cleopatra cuando, persiguiendo a su rival Pompeyo, llegó a Egipto. En el siglo XVIII, Tiépolo recreó el episodio en esta pintura. Museo Arkhangelskoye, Moscú. Foto: Heritage / Scala, Firenze

Fuente: JUAN LUIS POSADAS  |  NATIONAL GEOGRAPHIC
13 de marzo de 2017

Cayo Julio César fue más conocido por sus amantes –mujeres y hombres– que por sus esposas, y eso que estuvo prometido en una ocasión y casado en otras tres. Su vida sexual estuvo marcada por multitud de relaciones amorosas y conyugales, que no siempre es lo mismo; el historiador Suetonio contaba que sus conquistas de las Galias suscitaban menos entusiasmo durante su desfile triunfal en Roma, al término de la guerra, que sus conquistas «de las galas». Cuando leemos a Suetonio y otros autores podemos interpretar que la vida sexual de César estuvo marcada por su relación juvenil con el rey Nicomedes de Bitinia, mucho mayor que él. Todas sus historias posteriores con mujeres parecen querer borrar dicho episodio. Según otro historiador antiguo, Dión Casio, la sola mención de este hecho era lo único que le sacaba de quicio, incluso muchos años después de aquel suceso.

César cultivó una doble imagen en lo sexual: moralismo en público y liberalismo en privado. Llegó a ser Pontífice Máximo, el cargo religioso más importante de Roma, por lo que su imagen pública debía ser de la mayor santidad. Esa santidad la subrayó promulgando leyes conservadoras contra la ostentación en el vestir y en el adorno femenino; a la vez, recalcó esa imagen de tradicionalismo moral mediante algunas actuaciones contra el adulterio o contra las relaciones entre mujeres de clase alta y libertos. Pero de forma paralela cultivó una imagen muy liberal en su sexualidad, acorde con su liderazgo del bando de los populares, enfrentados al cerrado moralismo de la otra facción que dominaba la vida política en Roma al final de la República, los aristocráticos optimates.

Adiós, Cosucia

Según era costumbre en Roma, a los catorce años Julio César estuvo comprometido con una tal Cosucia, «de familia ecuestre, pero muy rica», dice Suetonio, y dos años después fue designado flamen dialis, sacerdote de Júpiter. Esto lo obligaba a casarse con una patricia, algo que no era Cosucia, y Julio César rompió su compromiso para contraer matrimonio en el año 84 a.C. con Cornelia, «hija de Cinna, cuatro veces cónsul», en palabras del mismo historiador. Lucio Cornelio Cinna era el líder de los populares después de la muerte de su aliado Cayo Mario, tío de César. En ese momento, los populares controlaban el Senado, por lo que esta unión abría a César grandes perspectivas en su carrera política. Pero la inestabilidad de la República desembocó en una guerra civil entre los seguidores de Cinna y los optimates, liderados por Sila.

En un acto de respeto por su esposa y de rebeldía hacia la autoridad, Julio César rehusó y tuvo que esconderse para escapar de la muerte

Tras esta guerra en la que resultaron vencedores los optimates, y durante la cual murió el suegro de César, comenzaron las proscripciones de Sila, en las que murieron miles de ciudadanos. Como miembro del partido derrotado, César fue despojado de su sacerdocio y su herencia familiar. Sila quería que repudiara a Cornelia, hija del líder del bando perdedor, pero en un acto de respeto por su esposa y de rebeldía hacia la autoridad, Julio César rehusó y tuvo que esconderse para escapar de la muerte. Al cabo de un tiempo, Sila cedió a las presiones de las vírgenes vestales y de dos parientes de César y le retiró la pena de muerte, pero advirtió que aquel joven sería la ruina del partido optimate pues «en él había muchos Marios», según Sila.

Tras el perdón, César dejó a su mujer y a su hija en Roma y comenzó su servicio en el exterior. Fue enviado como embajador a la corte del rey Nicomedes IV de Bitinia, en Asia Menor, donde habría mantenido relaciones sexuales con el monarca. El hecho de que Nicomedes fuera mucho mayor que él sólo podía significar que César había desempeñado un papel pasivo. Los romanos denigraban a los homosexuales pasivos y se mofaban de ellos, y es probable que César publicitara una desmedida vida amorosa heterosexual para apagar la infamia de haberse deshonrado por una relación homosexual pasiva con un hombre mayor y extranjero. Él siempre negó la veracidad de la historia, que sirvió de argumento a sus detractores incluso mucho después de su muerte.

La muerte de Cornelia

Julio César mantuvo durante quince años un exitoso y feliz matrimonio con Cornelia, hasta que en 69 a.C. su esposa murió durante el parto de su segundo hijo, que tampoco sobrevivió. César presidió los funerales por su mujer y por su tía Julia, esposa de Cayo Mario, y pronunció un elogio fúnebre por Cornelia. No había precedentes de elogios para mujeres tan jóvenes y esta novedad le granjeó simpatías entre los oyentes, ya que no era frecuente demostrar públicamente el amor conyugal.

Se puede pensar que el verdadero amor de Julio César fue Cornelia, a la que no repudió ni bajo peligro de muerte. Pero a César le interesaba volver a casarse pronto para obtener riquezas y alianzas políticas y la elegida fue Pompeya, nieta de Sila, el viejo rival del padre de Cornelia. Es probable que, en aquellos años difíciles, César quisiera nadar y guardar la ropa, mientras se declaraba popular por sus acciones, intentaba dotarse de un seguro de vida con la facción contraria en esos tiempos convulsos. Sin embargo, el amor y el afecto que sintió por Cornelia desaparecieron del matrimonio con Pompeya, aunque este desinterés parece haber sido compartido por su esposa.

En el año 64 a.C. se hizo pública su relación con Servilia, la amante «a la que amó como a ninguna otra», según Suetonio. Servilia era hermanastra del gran enemigo de César, Catón el Joven, y ayudó a su amante cuando Catón le acusó de ser cómplice en la conspiración del senador Catilina contra la República. César y Servilia mantuvieron su relación hasta la muerte del primero. Algunos autores de la Antigüedad sostenían que ya habían mantenido un idilio en su juventud, del que pudo haber nacido Bruto, primogénito de Servilia y uno de los asesinos de César. Su relación volvió a salir a la luz en 63 a.C., durante la sesión del Senado en la que se debatía si aplicar la pena de muerte al proscrito Catilina, cuando César se vio obligado a mostrar una lujuriosa nota que le había mandado Servilia.

Y mientras César seguía viéndose en secreto con Servilia, se produjo un incidente que puso de manifiesto la doble vara de medir de César (y de la sociedad romana) para él y para sus esposas. Sucedió durante una festividad religiosa, cuando Pompeya protagonizó el mayor escándalo sexual y religioso de la Roma republicana.

Sacrilegio y divorcio

Aurelia, madre de Julio César, no se fiaba de su nueva nuera, y la vigilaba de cerca porque sospechaba que no era fiel a su hijo. Una noche del año 62 a.C. en la que se celebraba la fiesta de la Bona Dea –reservada a mujeres– en casa de César, entonces pretor y Pontífice Máximo, el joven aristócrata Clodio se coló en la casa disfrazado de mujer y fue descubierto por una criada; ésta llamó a Aurelia, que mandó detener al intruso. El escándalo fue mayúsculo, y, según Plutarco, «al día siguiente corrió por toda la ciudad la noticia de que Clodio había cometido un sacrilegio, por el que debía pagar no solo ante los ofendidos, sino también ante la ciudad y los dioses».

Julio César repudió a Pompeya y Clodio fue acusado de sacrilegio e, implícitamente, de adulterio contra César, que negó los cargos contra su aliado político durante el juicio. Entonces, preguntado por qué había repudiado a su esposa si no creía que hubiera cometido adulterio, respondió con su famosa frase: «Considero que los míos deben estar tan libres de sospecha como de culpa».

Tras el divorcio, César estuvo soltero algún tiempo, que no sin pareja, ya que conservó su pasión por Servilia a la que, se decía, regaló una enorme perla valorada en seis millones de sestercios, el equivalente al salario anual de una legión. También buscó placer sexual con amantes de toda condición, incluso reinas. Fuentes y rumores de la época aluden a una larga lista de conquistas y adulterios de César. Dice Suetonio que «corrompió un considerable número de mujeres de familias distinguidas», entre las que destacan Mucia y Tértula, esposas de los futuros compañeros de César en el triunvirato, Pompeyo y Craso. Más adelante, también seduciría a la reina Eunoe de Mauritania, mujer de su aliado el rey Bogud. Su importancia radicaba en que eran esposas de sus enemigos, con lo que las usaba de informantes, o de sus amigos, y le servían como refuerzo de sus alianzas. No era extraño que un acuerdo entre dos políticos quedara sellado acostándose uno con la mujer del otro.

Boda doble y triunvirato

La carrera política de Julio César continuó, y a los cuarenta años ocupó la dignidad de cónsul por primera vez. Al final del consulado, en el año 59 a.C., volvió a tejer alianzas políticas a través del matrimonio. Concedió la mano de su hija Julia a su compañero de triunvirato Pompeyo, en ese momento líder de los optimates, y él mismo se casó con Calpurnia, hija de un aliado del triunviro conservador. Su gran rival, el estricto Catón, calificó este arreglo entre los dos políticos como «la prostitución de la República con los casamientos».

Esta boda entre un cuarentón y una joven adolescente fue un intento de engendrar un varón. Desgraciadamente, el matrimonio no tuvo hijos, a pesar de lo cual César siempre manifestó un tierno amor por su mujer, afecto que fue correspondido. La pareja vivió separada casi desde el principio, ya que el «regalo de boda» de Pompeyo fue el nombramiento de César para la conquista de las Galias. En el tiempo que estuvo en campaña parece que su apetito sexual no disminuyó. Cuando celebró el triunfo en Roma, sus soldados cantaban estos versos: «Romanos, vigilad a vuestras mujeres. Os traemos al adúltero calvo; en la Galia te gastaste en putas el oro que aquí tomaste prestado».

La alianza entre César y Pompeyo se fue debilitando, y la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, terminó de romper los vínculos entre ambos. Los dos hombres se enfrentaron por el poder en una guerra civil que acabó con la victoria de César y propició su conquista amorosa más célebre, la de Cleopatra VII, reina de Egipto. Se conocieron cuando, en el año 48 a.C., César marchó a Alejandría, la capital egipcia, para acabar con la resistencia de las tropas de Pompeyo, refugiado en aquella ciudad.

En sus crónicas no perdió la oportunidad de criticar a sus enemigos por la vida disipada que llevaban allí; según él, «se habían olvidado del nombre y disciplina del pueblo romano» por casarse con alejandrinas y tener hijos con ellas. Pero en el mismo momento en que escribía esto, él vivía con una alejandrina, Cleopatra. Según Plutarco, César quedó «cautivado por su conversación y su gracia», es decir, por su inteligencia y talento (y no por su supuesta belleza). El romance con la soberana de Egipto, que constituía una relación casi de concubinato, se prolongó hasta la muerte de César. La unión con la reina más influyente del Mediterráneo hacía de César casi un rey, lo cual venía a sostener su pretensión monárquica en Roma. Además, Cleopatra le proporcionaba un apoyo económico decisivo para obtener la supremacía política en la República. Pero por encima de todo, Cleopatra dio a César el hijo varón que tanto deseaba, Cesarión. La reina, por su parte, obtuvo el trono de Egipto, que disputaba a su hermano Ptolomeo XIII.

El dictador ‘polígamo’

Julio César fue nombrado dictador perpetuo en el año 45 a.C. y acumuló más poder que cualquier otro hombre en la historia de Roma hasta el momento. Paralelamente, mantenía tres relaciones estables a la vez. Calpurnia, su esposa, fue la primera «emperatriz», ya que fue cónyuge de quien se proclamó imperator, dictador perpetuo y señor absoluto del Estado romano. Fue una mujer discreta y, a pesar de las infidelidades, siempre quiso a su marido, como demuestra el famoso episodio de su pesadilla la noche anterior al asesinato de César, cuando soñó que lo asesinaban e intentó impedir que acudiera al Senado.

Por su parte, tras la guerra civil, Servilia continuó sacando provecho de su larga relación con César. Compró a buen precio muchas propiedades confiscadas a los pompeyanos y obtuvo el perdón para su hijo Bruto, que había sido aliado de Pompeyo. La patricia llegó a ofrecer a César a su hija Junia como esposa, dada la esterilidad de Calpurnia. En cuanto a Cleopatra, César la había invitado a viajar a Roma en otoño del año 46 a.C., y volvió a la ciudad al año siguiente, en una estancia que se prolongó hasta el asesinato del dictador. Ambos revivieron su amor y discutieron de varios asuntos de Estado. Según Dión Casio, se declaró a la reina «aliada y amiga del pueblo romano» y se erigió una estatua de oro de la propia Cleopatra en el templo de Venus Genitrix, construido por César.

Después de los idus de marzo del año 44 a.C. Julio César dejó tres «viudas». La primera, Calpurnia, representó muy bien el papel que César exigía a las mujeres de su familia; fue discreta en el luto y la administración del testamento político de César. Jamás volvió a casarse. La segunda, Servilia, se convirtió durante unos meses en el árbitro de la política romana, mediando entre los partidarios de César y sus asesinos, entre los que, como hemos dicho, figuraba su hijo Bruto. La tercera, Cleopatra, regresó a Egipto y terminó sus días de manera trágica años más tarde, al lado de su nuevo amante y antiguo colaborador de Julio César, Marco Antonio.

 

13 marzo 2017 at 9:32 pm Deja un comentario

Los últimos romanos que resistieron en el Montgó

  • El fortín de la Penya de l’Àguila, en Dénia, acogió a los últimos soldados de Sertorio que perdieron la cruel guerra civil frente a Pompeyo y que probablemente se vieron abocados a un trágico destino
  • El Museo de Xàbia ha albergado ahora una exposición que muestra la vida militar y cotidiana de aquellos legionarios
  • La Universidad mantiene que este yacimiento constituía junto a otros ubicados en Moraira, Calp, Altea y Benidorm una línea de defensa de la costa

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Fuente: La Marina Plaza   12/02/2017
Fotografías: Ximo Bolufer, Museo Soler Blasco, Universidad de Alicante, MARQ

mapaEntre las virulentas guerras civiles que asolaron durante décadas la República Romana, una de las más desgarradas fue la que enfrentó a Sertorio con la facción más conservadora del Senado liderada por Sila. En el año 83 a.C., Sertorio, un caudillo de gran carisma, huyó de Italia y acabó por trasladar el escenario bélico a Hispania, donde aliado con las tribus locales resistió durante una década a los mejores ejércitos del mundo enviados por Roma y liderados, a partir del 77 a.C, por el gran Pompeyo.  La guerra finalizó en 72 a.C. con el asesinato a traición de Sertorio a mano de un lugarteniente.

Durante aquel conflicto hoy casi mítico, la costa de las actuales comarcas de la Marina jugaron un rol fundamental. Ante el difícil tránsito por tierra, este litoral ofrecía grandes ventajas para la navegación y de hecho uno de los principales puertos de los sertorianos fue Dianium, la actual Dénia.

Pero es que además Sertorio pretendía controlar y vigilar el tráfico de embarcaciones que navegaban en torno al cabo de la Nao, todo un referente geográfico en el Mediterráneo de la época, y para eso instaló una serie de fortificaciones al sur de Dianium ubicadas en la Penya de l’Àguila en el Montgó, la Punta de la Torre en Moraira, el Penyal d’Ifac en Calp, Cap Negret en Altea y el Tossal de la Cala ya en Benidorm.

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La actual tesis de una serie de expertos entre los que destaca la profesora de la Universidad de Alicante (UA) Feliciana Sala es que todos esos yacimientos, tradicionalmente asociados a un origen íbero, sirvieron como pequeños fortines –castella en latín– de las tropas romanas de Sertorio. Su misión, además de ejercer una labor de control del territorio era fiscalizar todas las embarcaciones que navegaban en el triángulo integrado por Carthago Nova (la actual Cartagena, y de especial interés estratégico para Sertorio pues estaba en manos de su enemigo Pompeyo), Ebusus (hoy Eivissa) y la propia Dianium.

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De entre todos aquellos fortines, el de la Penya de l’Àguila «cuenta con un especial protagonismo en la contienda al acoger el enclave que puede simbolizar la tragedia vivida por los últimos sertorianos de Dénia», explica Sala. Fueron pues los últimos rebeldes de Sertorio que aún habrían resistido en su fortaleza en el Montgó pese a que la evolución de la guerra comenzó a ser crítica para los rebeldes después de que Pompeyo los venciera en las batallas de Valentia y Sucro (en el 75).

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Muralla de la Penya de l’Àguila

Esta consideración de la Penya de l’Àguila como último foco de resistencia rebelde no es mera especulación histórica. Ya en 1963, H. Schubart intuyó que la especial disposición de las tres murallas que configuraban el fortín obedecían a una «solución crítica o de emergencia» para evitar una posible invasión inminente. Por eso, Sala acaba preguntándose: «¿Acaso no semejan [las murallas] elementos de defensa propios de un campo de batalla? ¿Acaso no se percibe una desesperada respuesta ante un ataque inminente, quizás el último reducto de los sertorianos?».

Romans contra romans, la exposición en Xàbia: cómo vivía un soldado del siglo I a.C.

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Inaguración de la exposición en Xàbia

Las palabras de Sala están extraídas de un catálogo específico para la exposición Romans contra romans que, organizada por la propia Universidad de Alicante y el MARQ, ha acogido durante estos días el Museo Soler Blasco de Xàbia y que evoca toda esta epopeya. A pesar de que en rigor la Penya de l’Àguila se encuentra en Dénia, el museo xabienc alberga numerosos materiales de metal y cerámica que a lo largo de los años han sido salvados del expolio que sistemáticamente ha sufrido este yacimiento.

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La razón, según explica el arqueólogo municipal de Xàbia, Ximo Bolufer, es que el Soler Blasco recibió dos donaciones trascendentes de restos procedentes de la Penya de l’Àguila: la primera se produjo a raíz de que a finales de la década de 1970 se abriera la controvertida pista para ascender hasta esa parte del Montgó; entonces, un residente extranjero que vivía en Jesús Pobre recogió de allí numerosos fragmentos históricos mientras en un impagable diario detallaba en qué punto exacto del yacimiento los había localizado; esos restos fueron cedidos más tarde al museo xabienc y también a mediados de los ochenta otro vecino en este caso de la propia Xàbia, Pepe Cardona, hizo lo mismo.

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Buena parte de esos materiales han integrado ahora la exposición Romans contra Romans. No son sólo parte de los pertrechos militares que cargaban los soldados, sino también incontables piezas que nos permiten conocer bastantes cosas de su vida cotidiana: platos, fragmentos de tinajas, tapaderas de ollas, lingotes, cascos, anillos, chisqueros, tachuelas, proyectiles de hierro, puntas de lanza, ánforas, placas de cinturón, cuchillos, azadas, tenazas, pinzas, hachas, pies de palangana, monedas…

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Piezas del Museo Soler Blasco expuestas.

¿Cómo era pues la vida de un soldado de Sertorio en el siglo I a.C?

La rutina diaria

La únidad básica del ejército romano era el contubernium, un grupo de ocho soldados que compartían habitáculo y deberes a rajatabla. La rutina comenzaba con el desayuno. Después, algunos hacían guardia y el resto se ejercitaban con las armas para un posible ataque. Siempre había que estar preparado.

El mantenimiento del castellum

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En la conservación del fortín además de soldados participaban carpinteros, albañiles, herreros o mozos de cuadra. También había médicos y escribas para redactar cartas y llevar cuentas. El acarreo de agua y leña era diario y se mandaba a soldados a cazar para traer carne fresca. Antes de dormir, había que limpiar todo el equipo: armas, indumentaria y la vajilla de cada legionario. También había tiempo para el ocio, como demuestra el hallazgo de fichas de juego.

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La dieta

Había tres alimentos fundamentales: el trigo, que se acarreaba desde los vecinos campos de cultivo de los íberos; y vino agrio y aceite, importados desde Roma en ánforas. La sal también era un elemento fundamental para conservar alimentos. La dieta se completaba con hortalizas, legumbres, frutas, carne fresca, miel, tocino, leche, queso, hierbas aromáticas y salazones. Cada contubernio disponía de una cocina portátil.

El salario

En los yacimientos se han hallado monedas romanas acuñadas por la República y también por ciudades íberas, forzadas por los romanos a emitir dinero para sufragar gastos de guerra.

El desenlace: de la esperanza de Mitríades a la guerra eterna

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Pirata cilicio

Los piratas cilicios pusieron allá por 75 a.C. a Sertorio en contacto con Mitríades VI, rey del Ponto, en el Mar Negro. El objetivo, negociar un pacto para hostigar desde los dos extremos opuestos del Mediterráneo a la poderosa Roma. En aquel año, Lucio Magio y Lucio Fannio, dos miembros de la facción popular del Senado a la que pertenecía Sertorio, llegaron al puerto de Dénia a bordo de un myoparo tripulado por estos piratas cilicios, cuya flota es muy posible que también estuviera amarrada en el Tossal de la Cala, el Penyal d’Ifac, Cap Negret o la Punta de la Torre.

Tal alianza no obtuvo resultados fructíferos y como ya se ha contado Pompeyo ganó el conflicto. Pero aún así, la República Romana no se libró de nuevas guerras civiles incluida la que un Pompeyo ya mucho más veterano disputó y perdió frente a Julio César entre el 49 y el 45 a.C.

 

12 febrero 2017 at 1:47 pm Deja un comentario

Zeugma, la fascinante ciudad que atrae a arqueólogos de todo el mundo

Un grupo de investigadores ha encontrado tres nuevos mosaicos en la ciudad turca

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Zeugma (YouTube)

Fuente: LARA GÓMEZ RUIZ > Barcelona  |  LA VANGUARDIA
21 de enero de 2017

Un grupo de arqueólogos ha descubierto tres nuevos mosaicos en la antigua ciudad griega de Zeugma, que se encuentra en la actual provincia turca de Gaziantep, muy cerca de la frontera con Siria. Los mosaicos, increíblemente bien conservados, se remontan al siglo II a.C.

Los arqueólogos no se sorprenden de dicho hallazgo. Zeugma fue considerado uno de los centros más importantes del Imperio Romano de Oriente. En los últimos tiempos, esta antigua ciudad ha proporcionado múltiples descubrimientos, entre ellas, más de 2.000 casas que se encontraban en condiciones extraordinariamente buenas pese al paso de los siglos.

Hasta el año 2000, la antigua ciudad estaba completamente sumergida bajo el agua

Hasta el año 2000, la antigua ciudad estaba completamente sumergida bajo el agua hasta que un proyecto para excavar la zona recibió fondos de varias fuentes. Todavía hay muchos recovecos por excavar, incluyendo 25 casas todavía subacuáticas. Los arqueólogos, emocionados y motivados por lo que puedan encontrar, ven un reto sacar a la luz todos los tesoros de la época.

El Museo de Mosaicos de Zeugma, en Turquía cuenta con la colección de mosaicos más grande del mundo y ha logrado desplazar en el ranking al Museo del Bardo, en Túnez. Fue abierto al público el 9 de septiembre de 2011, tras los múltiples hallazgos arqueológicos que aparecieron en las excavaciones.

Zeugma fue una ciudad próspera por encontrarse en la Ruta de la Seda. La ciudad, que en su día habitaba cerca de 80.000 habitantes, fue fundada por el general del ejército de Alejandro Magno, Seleuco Nicátor, en ambas orillas del río Éufrates.

En torno al año 64 a.C. fue conquistada por Pompeyo, que la entregó al rey de Comagene, Antiokhos I. Años más tarde, fue integrada en el Imperio romano, siendo bautizada como Zeugma, que significa “puente”, en referencia a la construcción levantada sobre el río Eufrates, que la comunicaba con Apamea, la ciudad situada en la otra orilla del río.

Su riqueza ha originado múltiples campañas de excavaciones que se han sucedido con intensidad en la última década. Los expertos aseguran que todavía queda un gran número de mosaicos por descubrir en la zona. Motivados por ello, varios equipos de arqueólogos se desplazan anualmente para llevar a cabo sus investigaciones.

 

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22 enero 2017 at 12:49 am 1 comentario

¿Qué se puede hacer con Ategua?

La presión social para que el yacimiento no desaparezca cumple tres lustros

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Un visitante al yacimiento de la barriada periférica de Santa Cruz – ARCHIVO

Fuente: R. C. M.  |  ABC Andalucía
24 de noviembre de 2016

Un duro día de invierno, hace más de 2.000 años, los soldados de Julio César lucharon en una cruenta batalla contra los discípulos de su máximo rival, Pompeyo Magno, en el asedio del granero de Corduba, también conocido como la vetusta ciudad de Ategua. La cruzada se libró con la victoria de los cesarianos que puso fin a la sabida Bellum Hispaniense o Guerra de Hispania y dio la fama a la metrópoli romana, a día de hoy situada en la campiña cordobesa, en la barriada periférica de Santacruz, del término municipal de Córdoba.

La grandeza de Ategua, con el paso de los años y de la multitud de civilizaciones que fueron pasando por la provincia cordobesa, pasó a ser un conjunto de restos arqueológicos de varias épocas de la Edad Antigua, de las cuales sobreviven artículos bien conservados. La conservación de estos vestigios contrasta con la postura de las administraciones que permite escasas visitas al yacimiento. Una postura criticada por los historiadores y arqueólogos ya que «si estuviese abierta daría riqueza social y económica la zona este de Córdoba, contrarrestando con el Oeste en el que está Medina Azahara», apuntó José Clemente Martín, catedrático de la UCO, en las XIV Jornadas Culturales sobre el Yacimiento Arqueológico de Ategua.

En Filosofía y Letras

Estas jornadas son organizadas, desde hace más de diez años, por la asociación Amigos de Ategua para luchar por la puesta en valor de los restos arqueológicos de esta urbe, situada junto al cortijo de los Castillejos de Teba. Ayer se celebró su sesión en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Córdoba. A esa sesión asistieron alumnos, principalmente del Grado de Historia, y catedráticos de varias ramas de conocimiento que han trabajado en Santa Cruz en un movimiento de presión que cumple 15 años.

Tal y como dicen en su descripción la Asociación de Amigos de Ategua, estas jornadas son «una cita con la historia y la arqueología que, sin duda ayudará a comprender lo que fuimos, para entender mejor lo que somos y construir, con acierto, nuestro futuro». Por este motivo, la principal preocupación de arqueólogos e investigadores que han trabajado en el yacimiento es crear una comisión de trabajo interdisciplinar que «plantee una actuación sistemática que dure 25, 30 o 50 años porque la investigación de Ategua es lo que se merece», apuntó con fuerza en su discurso José Clemente.

 

25 noviembre 2016 at 9:55 pm Deja un comentario

La guerra de las Galias: La contienda que encumbró a César

Entre los años 58 y 52 a.C., Julio César lideró a las legiones romanas hasta sojuzgar a las tribus galas, un choque que demostró la superioridad logística, estratégica y armamentística del ejército romano

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La conquista de la ciudadela de Alesia por Julio César y sus legiones dio la victoria final a los romanos frente a los galos. En la imagen, el asedio de Alesia visto por Henry Motte. Siglo XIX. DEA / ALBUM

Por Borja Pelegero. Historiador y arqueólogo, Historia NG nº 141

Ambicioso vástago de una familia de la más rancia nobleza romana, César protagonizó un espectacular ascenso político en Roma, que lo llevó en el año 59 a.C. al máximo cargo de la República, el de cónsul.

A los 42 años había demostrado su habilidad en las intrigas, su tirón entre el pueblo y también, como propretor en la Hispania Ulterior, sus dotes de administrador. Pero para ponerse a la altura de sus rivales de la aristocracia romana, en particular de Pompeyo, le faltaba un triunfo militar indiscutible. Con este objetivo en mente –pero también con el de engrosar su fortuna personal con un abundante botín–, logró que lo nombraran gobernador de la Galia Cisalpina, lo que le daba el mando sobre cuatro legiones y la posibilidad de emprender una campaña de conquista contra los pueblos que habitaban la Galia libre, provincia que también le fue atribuida.

A principios de marzo de 58 a.C., César ocupó su nuevo cargo. Durante los ocho años siguientes sometió al dominio romano, en una serie de audaces campañas, buena parte de los territorios de las actuales Francia y Bélgica, e incluso realizó incursiones en Britania y Germania. Al acabar su mandato, César había extendido las fronteras de la República romana hasta Europa central y se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de Roma. Sin embargo, la guerra de las Galias no fue un paseo militar para César y sus tropas, pues los galos ofrecieron una enconada resistencia y derrotaron a los romanos en varias ocasiones. La lucha contra los galos constituyó un desafío militar mayúsculo que puso de manifiesto por qué el ejército romano fue el más poderoso y eficaz de la Antigüedad.

Líder carismático

El liderazgo del propio Julio César fue una de las claves del triunfo romano en las Galias. El estilo de mando de César puede resumirse en tres palabras: agresividad, velocidad y riesgo. En el mundo antiguo, los generales romanos tuvieron una merecida fama de combativos, pero incluso entre ellos César destaca como un comandante extremadamente agresivo. Su método en las operaciones militares era siempre el mismo: encontrar al ejército enemigo y destruirlo. Ya fuesen los helvecios en busca de nuevas tierras, los germanos del rey Ariovisto intentando asentarse en las Galias o el rebelde galo Vercingétorix, César logró acorralarlos y acabar con ellos.

Otro elemento básico del estilo cesariano de hacer la guerra fue la velocidad. En el caso de la guerra de las Galias, su habilidad para mover el ejército con gran rapidez tuvo especial trascendencia, ya que le permitió compensar su principal debilidad, el hecho de estar en franca inferioridad numérica ante sus enemigos. Un ejemplo excelente lo tenemos en la campaña del año 57 a.C. contra los pueblos belgas. Cuando los romanos se encontraron, cerca de Bibrax, con un enorme contingente de tribus belgas, César se negó durante varios días a librar una batalla campal contra sus enemigos, sabedor de que éstos no podrían permanecer mucho tiempo en el lugar dada su incapacidad para garantizarse el abastecimiento de comida. Y en efecto, cuando las tribus se dispersaron para retornar a sus bases, César actuó raudo y condujo su ejército a marchas forzadas, primero contra la capital de los suesiones y después contra la de los belóvacos, hasta conseguir la rendición de ambos pueblos. A continuación invadió el territorio de los nervios y, aunque éstos le atacaron por sorpresa, los derrotó en el río Sabis. De esta manera, combinando velocidad y agresividad, César, con un ejército de 40.000 soldados, consiguió derrotar a una coalición que contaba con casi 300.000 guerreros.

Asimismo, César asumió a menudo unos riesgos que para otros generales hubiesen sido inaceptables. No hay duda de que muchos de estos peligros estuvieron perfectamente calculados, como lo demuestra el hecho de que nunca sufrió una derrota estrepitosa. Pero hay ocasiones en que rozó el desastre. Entre los años 55 y 54 a.C. condujo parte de su ejército a sendas expediciones a la isla de Britania. Empeñado en acrecentar su fama en Roma, César descuidó la preparación de la invasión y menospreció el peligro que suponen las frecuentes tormentas de verano en el canal de la Mancha. En ambas campañas perdió parte de su flota y a punto estuvo de quedar atrapado en Britania, pero la suerte no le abandonó y pudo regresar al continente con la mayor parte de su ejército.

Afortunadamente para César nunca tuvo que enfrentarse a todos los galos en bloque, ya que éstos se encontraban divididos en más de cuarenta pueblos independientes. A fin de cuentas, la vida política de los pueblos galos, con diversas facciones de nobles compitiendo ferozmente entre sí por el poder y el prestigio, no era muy diferente de la de la propia Roma, y César aprovechó su experiencia para explotar hábilmente estas divisiones.

Un ejército disciplinado

César sabía que el resultado final de sus campañas dependía de sus tropas. Por ello, fue lo que actualmente calificaríamos como un excelente motivador, capaz de conseguir que sus hombres se entregasen en cuerpo y alma a cada tarea, ya fuese una marcha, un asedio o bien una batalla.

El ejército romano de entonces era heredero de las reformas llevadas a cabo medio siglo antes por el cónsul Cayo Mario –pariente de César por matrimonio con su tía Julia–, que lo habían convertido en una fuerza casi profesional. En consecuencia, los soldados romanos se sometían a una disciplina muy dura. La historia del cónsul Tito Manlio Torcuato, quien más de tres siglos antes había hecho ajusticiar a su propio hijo por haber abandonado la formación para enfrentarse en combate personal contra el campeón de un ejército enemigo, probablemente sea falsa, pero los legionarios de César la conocían y se la creían. Puede que los soldados romanos no fuesen, individualmente, más valientes o más fuertes que sus rivales galos, pero colectivamente eran más disciplinados. Por todo esto las unidades romanas eran más eficaces en combate que las galas y, sobre todo, eran mucho más capaces de superar situaciones adversas.

Quizás el ejemplo más claro lo tengamos en la batalla del río Sabis, en 57 a.C. En ella los belgas sorprendieron a los romanos mientras construían un campamento fortificado. El ataque debió de suponer una gran sorpresa para los legionarios, pero su profesionalidad y entrenamiento les permitieron superar la emergencia. César ordenó a sus tropas formar una línea de batalla, cosa que tuvieron que hacer en los pocos minutos que tardaron los belgas en cruzar el Sabis. Los legionarios tuvieron que formar allí donde se encontraban, agrupándose alrededor de los centuriones y estandartes más cercanos. El resultado final fue una rotunda victoria romana.

Los galos demostraron en todo momento un coraje asombroso, como ilustra un incidente ocurrido durante el asedio de Avaricum, la capital de los bituriges. Los romanos habían construido una rampa que les permitió acercar las torres de asalto a la muralla de la ciudad. Los defensores galos debían destruirlas o la plaza estaría perdida, así que un guerrero intentó incendiarla, pero fue abatido por el proyectil de un escorpión, una pequeña catapulta empleada por los romanos. A continuación, uno tras otro, tres guerreros más ocuparon su lugar, muriendo todos en el intento. Sin embargo, pese a estos actos de valentía individual, las unidades galas carecían del grado de cohesión interna y la disciplina que tenían las romanas, por lo que fueron derrotadas por éstas en la mayoría de batallas campales.

La valentía de los centuriones

Quienes en último término garantizaban la cohesión de las legiones eran los centuriones. Cada legión contaba con sesenta de estos oficiales, al mando de una centuria de ochenta hombres. En combate se esperaba de ellos que dieran ejemplo de valor y desprecio a la muerte ante sus hombres, y está claro que a menudo lo hicieron, a juzgar por la proporción de bajas anormalmente alta que sufrieron en algunas batallas. Precisamente uno de los ejemplos más extremos que se conocen se produjo durante la campaña de César en la Galia en el año 52 a.C. Al contar sus muertos después de un asalto fracasado a la capital de los arvernos, Gergovia, los romanos descubrieron que habían perdido casi 700 legionarios y 46 centuriones. Dicho de otro modo, los legionarios habían sufrido un 14 por ciento de bajas frente al 76 por ciento de los centuriones.

Los Comentarios sobre la guerra de las Galias, la obra que escribió el propio César para glorificar sus conquistas en las Galias, están repletos de historias heroicas protagonizadas por centuriones. Por ejemplo, Publio Sextio, pese a llevar varios días enfermo y sin comer, formó junto con otros centuriones ante la puerta de un campamento el tiempo suficiente para organizar la defensa, luchando hasta que se desmayó por las graves heridas recibidas. Marco Petronio, en el fracasado ataque a Gergovia, murió mientras protegía la retirada de sus hombres, que pudieron salvarse gracias a su sacrificio.

Pero el caso más sobresaliente es el de los centuriones Tito Pulón y Lucio Voreno. César los presenta como dos oficiales que se enzarzaron en una competición para demostrar ante el ejército cuál de los dos era el más valiente. El punto culminante se alcanzó en el invierno de 54 a.C., cuando los dos formaban parte de la legión que fue asediada en su campamento por los nervios. Durante un ataque a la base romana, el centurión Tito Pulón salió del campamento y se enfrentó en solitario a un grupo de guerreros nervios, siendo seguido inmediatamente por Lucio Voreno. En una lucha desesperada, los dos centuriones se salvaron la vida mutuamente y consiguieron regresar vivos al campamento romano sin que, en palabras de César, «pudiera juzgarse cuál aventajaba en valor al otro».

Maestros en la guerra de asedio

La superioridad tecnológica fue también determinante en la victoria final de los romanos, en particular en lo que se refiere a la conquista de ciudades. La ciencia militar romana del momento conocía un gran número de tácticas y máquinas de asedio que podían utilizarse en los asaltos a fortalezas, como torres móviles, artillería y arietes. Antes de ello, los soldados realizaban inmensas obras de circunvalación para aislar a las ciudades atacadas, un trabajo para el que estaban particularmente entrenados por su hábito de construir campamentos fortificados para pasar la noche siempre que se encontraban en territorio enemigo.

El ejemplo más conocido y más espectacular de cerco a una ciudad gala fue el de Alesia. Para tomar la ciudad donde se había refugiado con su ejército Vercingétorix, el líder de la gran revuelta del año 52 a.C. contra el dominio romano, César ordenó rodearla con una circunvalación de 16 kilómetros. Ésta consistía en una muralla con torres cada 25 metros y protegida por dos fosos, uno de ellos lleno de agua. Frente a los fosos había una zona de trampas que incluían estacas aguzadas clavadas en agujeros en el suelo y pequeñas púas metálicas escondidas entre las hierbas. Para defenderse de la llegada de un ejército galo de rescate, César construyó una línea de contravalación de 21 kilómetros, concebida para proteger a su ejército de los ataques desde el exterior. Finalmente, César derrotó tanto al ejército sitiado en Alesia como al ejército de rescate enemigo, pese a que en conjunto le superaban ampliamente en número, y no es exagerado afirmar que las fortificaciones de campaña tuvieron un papel clave en la victoria. En última instancia los legionarios eran tan peligrosos empuñando la dolabra, una herramienta mezcla de pico y hacha usada en las tareas de asedio, como el gladius, la espada corta.

Así pues, la combinación de un ejército casi profesional dirigido por un general brillante y con gran capacidad para tomar ciudades resultó ser demasiado para los galos. Cada vez que se enfrentaron a los romanos en batalla campal fueron derrotados, mientras que los romanos, por su parte, culminaron con éxito todos los asedios que emprendieron, menos el de Gergovia. Esto no debe hacernos creer que el resultado de la guerra estaba decidido de antemano. En varias ocasiones la situación de César y su ejército en las Galias se asemejó a un gigantesco castillo de naipes: una sola derrota podría haberlo derribado. Pero lo que de verdad importa es que esto nunca sucedió y las conquistas de César cambiaron para siempre la historia de las Galias y de la propia Roma.

Para saber más

César, la biografía definitiva. A. Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.
El armamento y la táctica militar de los galos. J. Moralejo. Universidad del País Vasco, 2012.
La guerra de las Galias. Cayo Julio César. Gredos, Madrid, 2000.

6 octubre 2015 at 7:27 am 1 comentario

Celtius Severus, un legionario romano nacido en Arkaia

La romanización de Álava fue más profunda de lo que muchos creen. Este militar nació en Suestatium, el pueblo que ahora se denomina Arkaia, perteneciente a Vitoria, y sirvió en el Ejército romano, como tantos otros de sus vecinos

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Un legionario romano, en la exposición del Bibat

Fuente: FRANCISCO GÓNGORA  |  El Correo    14/04/2015

Se llamaba Celtius Severus y fue un legionario romano nacido en la ciudad de Suestatium, lo que actualmente conocemos como el pueblo de Arkaia, o sea, término municipal de Vitoria. No lo llamaremos primer vitoriano del que conocemos su nombre para no caer en un anacronismo puesto que aún faltaban casi 7 siglos para que la antigua Gasteiz fuera un núcleo poblado. En un magnífico blog (enklabe.blogspot.com.es), el arqueólogo Ismael García apunta que el primer gasteiztarra del que conocemos su nombre se llamaba Álvaro Gonzálvez de Gasteiz y aparece en el Cartulario de San Millán que data del año 1089.

La romanización fue más profunda de lo que muchos creen. Álava era precisamente una tierra de paso obligado para las cohortes legionarias que labraron a sangre y fuego el mayor imperio de la Antigüedad. Y uno de los datos que vamos conociendo es la intervención de los lugareños de todos los rincones en aquel Ejército. Lo subraya el profesor de la UPV Juan Santos Yanguas en su artículo «El Ejército romano y los vascones», dentro del volumen de la Fundación Sancho el Sabio de la colección Besaide dedicado a Los Ejércitos.

Las primeras noticias de soldados vascos se refieren a los voluntarios vascones del Ejército cartaginés de Aníbal cuando cruzó los Pirineos y los Alpes, camino de Roma. Era el año 218 antes de Jesucristo. Pero el profesor Yanguas afina más y pone nombre a Severus en base a una inscripción votiva –referente a una ofrenda ritual– procedente del pueblo de Angostina «en la que se menciona a un oficial de un cuerpo auxiliar, Celtius Severus, que desempeñó el cargo de «custos armorum», un cargo perteneciente al grupo de oficiales de menor graduación de las tropas auxiliares. En este caso el que dedica la ofrenda hace constar el nombre de su ciudad: Suestatium (Arkaia).

No se sabe en qué cuerpo auxiliar prestó servicio este oficial, si se trataba de una cohorte o de un ala de caballería. Tampoco se sabe si esa unidad auxiliar fue reclutada entre los várdulos o los caristios –los pueblos de la época– o tiene otro origen étnico. Pero, sea como fuere, lo que se constata es la presencia de soldados que están contribuyendo a difundir los modos de vida romanos adquiridos por ellos durante sus años de servicio. Se convierten así en agentes efectivos de la romanización.

Se conoce además, cuenta Yanguas, otra inscripción, en este caso procedente de Iruña, la Veleia de los romanos, en territorio caristio, de un jinete (Licinius) de un ala de caballería (alae V, sin sobrenombre por la fractura de la inscripción) con un nombre, además, que puede estar indicando su origen étnico (Cantaber).

Sin enfrentamientos con los vascones

Santos Yanguas señala que no hay noticias en las fuentes antiguas de ningún enfrentamiento entre el ejército romano y los vascones que, a grandes rasgos, ocupaban el territorio de la actual comunidad de Navarra. Tampoco hay noticias de ningún nombre de jefe indígena, como ocurre con otras zonas del Valle del Ebro (Indíbil y Mandonio), o del Norte (Coroccota entre los cántabros), ni tampoco de grupos de guerreros organizados como los de Numancia o los lusitanos de Viriato. Casi lo mismo se podría decir de las poblaciones más al norte (autrigones y várdulos). El actual territorio alavés estaba entonces formado por estas cuatro tribus: berones, al sur, várdulos al noreste, caristios al norte y autrigones al oeste.

Además de las legiones que conocemos, las tropas romanas estaban formadas por tropas auxiliares de nativos, con menos derechos que los ciudadanos romanos, pero que también se beneficiaban de algunos como el ius connubii o derecho a contraer matrimonio legal, cuando se licenciaban después de 25 años. A partir de Claudio, pasaron a tener el mismo derecho de ciudadanía. A través de algunas inscripciones sabemos que en el año 89 antes de Cristo se concede la ciudadanía romana por méritos de guerra a soldados originarios de varias ciudades hispanas, algunos vascones entre ellos. Los generales romanos como Pompeyo utilizaron estas estrategias para buscar apoyos frente a sus enemigos.

El historiador Tácito habla de algunas unidades auxiliares vasconas que reclutó Galba contra sus enemigos, entre ellas la cohors II Vasconum civium romanorum. Hay referencias a esta unidad en Gran Bretaña, en Budapest o Mauritania. La epigrafía también habla de dos cohortes de caristios y várdulos, pueblos ligados a la geografía alavesa, lo que hace pensar que los indigenas de entonces siguieron su destino en estas fuerzas, principalmente en Britania, defendiendo el famoso Muro de Adriano.

Está acreditado que los vascones también fueron alistados en cuerpos especiales como las cohortes pretorianas y urbanas, que serían el equivalente a las fuerza policiales en el interior de Roma. Juan Santos Yanguas documenta testimonio de vascones que participaron en esas tropas procedentes, especialmente de Calagurris. Apunta, incluso, que Augusto llegó a tener una guardia personal de vascones calagurritanos.

Más información sobre Suestatium en la exposición en Bibat Museo de Arqueología hasta el verano. Muy recomendable

 

14 abril 2015 at 4:59 pm 1 comentario

Marco Licinio Craso: de prófugo a millonario

Tras sobrevivir a la guerra entre Sila y Cina, Craso amasó una inmensa fortuna gracias a la confiscación de las propiedades de sus enemigos y sus oscuros negocios inmobiliarios

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Marco Licinio Craso representado en este busto de mármol como un hombre maduro. Museo del Louvre, París.

Por Pedro Ángel Fernández Vega. Doctor en Historia Antigua, Historia NG nº 135

Marco Licinio Craso ha pasado a la historia como el hombre más rico de Roma, aunque quizá fuera igualado por su colega y rival Pompeyo, y tres décadas después fue superado por Augusto. En lo que no tuvo rival, a juicio de los historiadores antiguos, fue en su codicia ilimitada y en la falta de escrúpulos de que hizo gala para amasar su fortuna. Si a lo largo de su carrera su patrimonio pasó, según Plutarco, de 300 talentos a 7.100 fue gracias a su oportunista participación en la especulación inmobiliaria en tiempos de proscripciones políticas.

Su linaje era de origen plebeyo, pero ilustre. Su antepasado Publio Licinio Craso fue pontífice máximo y cónsul en 205 a.C. junto con Escipión el Africano, el vencedor de Aníbal, y fue apodado Dives, «el Rico». La familia se había integrado en la nobilitas, la aristocracia compuesta por patricios y plebeyos de la que se nutrían las filas de la clase política, pero su fortuna menguó considerablemente. Plutarco cuenta que la casa del padre de Craso era modesta y que él y dos hermanos suyos, ya casados, comían en la misma mesa. Craso, que se casaría con la viuda de uno de estos hermanos, mantendría toda su vida unos hábitos frugales que contrastaban llamativamente con los ostentosos derroches de otros patricios.

El padre de Craso desarrolló una destacada carrera política, que le llevó a ser nombrado cónsul en el año 97 a.C. y censor en 89 a.C. Esto provocó que se viera envuelto en las luchas por el poder en esos años. En 87 a.C., Sila dio un golpe de Estado y ocupó Roma militarmente, pero cuando partió a luchar en Oriente contra Mitrídates, sus rivales, Cina y Mario, tomaron el control de la ciudad y lanzaron una feroz persecución contra los partidarios de Sila. Entre éstos se encontraba el padre de Craso, que se suicidó; uno de sus hijos también murió a manos de los nuevos dueños de Roma.

La hora de la revancha

Craso logró abandonar Roma, donde su vida corría peligro, y se refugió en Hispania. Temeroso de que incluso allí pudieran capturarlo, se escondió durante ocho meses en una cueva cerca de Málaga, junto con tres amigos y diez esclavos. Un cliente de su familia le llevaba la comida y también le procuró la compañía de dos esclavas. Craso únicamente volvió a Roma cuando Cina fue asesinado, en 84 a.C. Sin duda, esta experiencia traumática marcó su carácter y quizá fomentó en él, como un modo de resguardarse frente a los enemigos, la avaricia y la codicia que tantos le censuraron.

El acceso al poder de Lucio Cornelio Sila tras el asesinato de Cina devolvió a Craso la libertad perdida y lo situó en un lugar preferente de la política. Ahora, los perseguidos eran los de la facción enemiga. Contra ellos Sila aplicó el procedimiento de la proscripción: la inscripción en una lista pública de las personas declaradas fuera de la ley, a las que cualquiera podía matar y cuyas propiedades eran confiscadas. Nada menos que 40 senadores, 1.600 caballeros y 4.000 ciudadanos sufrieron esta condena. La subasta de sus bienes atrajo a muchos compradores en busca de oportunidades, entre ellos Craso. Refiere Plutarco que «cuando Sila se apoderó de la ciudad y puso a la venta las propiedades de los que iban pereciendo a sus manos, ya que las consideraba y denominaba botín y quería que la mayoría de los notables compartieran este sacrilegio, Craso no se abstuvo de coger ni de comprar». Así fue como Craso empezó a participar de un colosal y lucrativo negocio: la expropiación, incautación y compra de propiedades urbanas de ricos ciudadanos a precios irrisorios; éste fue el origen de su fortuna.

El negocio del ladrillo

Craso se aprovechó de otra medida de Sila: el nombramiento de 300 senadores más entre los caballeros, los equites, la clase empresarial y de negocios, con lo que la curia pasó a tener 600 miembros. Estos nuevos senadores necesitaban cultivar una imagen noble y digna y se mostraron muy interesados por las grandes mansiones y fincas de los senadores caídos en desgracia. Al modo de un avezado promotor inmobiliario, Craso les revendió las mansiones requisadas con un gran margen de beneficio.

Otra estrategia de Craso subraya aún más su imagen de negociante sin escrúpulos. Plutarco lo expone con nitidez: «Como veía que los incendios y los derrumbamientos de casas eran un mal endémico e inevitable en Roma –debido a que los edificios eran muchos y muy pesados–, se dedicó a comprar los edificios incendiados y los próximos a éstos, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de su temor e incertidumbre; de manera que la mayor parte de Roma estaba en sus manos». Al mismo tiempo, creó un equipo de quinientos esclavos arquitectos y constructores para apuntalar los edificios y desescombrar las parcelas, y luego alquilaba o vendía las viviendas. No hacía edificios nuevos, pues aseguraba que «los aficionados a la construcción se arruinan ellos mismos sin necesidad de enemigos».

Esclavista y usurero

Craso poseía también haciendas en Roma y en la península Itálica así como minas de plata, tal vez en Hispania. Pero, según Plutarco, «todo esto no era nada en comparación con el valor de sus esclavos». Craso se preocupó personalmente de que recibieran una formación especializada en tareas diversas –«lectores, escribas, plateros, administradores, camareros…»– y les confió cada tarea con autonomía, entendiendo que ése era el mejor modo de rentabilizarlos, aunque consciente de que él mismo debía controlarlos a todos. Los esclavos le sirvieron como bienes preciados y liquidables, y para llevar la gestión de su emporio.

Gracias al inmenso capital que amasó, Craso actuó también como prestamista. Generalmente cobraba intereses altísimos, pero tenía a gala perdonárselos a sus amigos, aunque cuando vencía el plazo del préstamo reclamaba su devolución con gran dureza, tanto que «el don resultaba más oneroso que una gran cantidad de intereses», dice Plutarco. Los préstamos eran también un medio de ganarse aliados políticos; de ahí, por ejemplo, los 830 talentos que prestó a Julio César en los inicios de su carrera política.

Pese a su codicia, Craso supo ganarse el favor popular para lograr sus objetivos electorales. Cuando en el año 71 a.C. fue elegido cónsul, tras su éxito en la represión de la revuelta de Espartaco el año anterior, quiso mostrarse especialmente pródigo: «Consagró a Hércules el diez por ciento de sus bienes –explica Plutarco–, ofreció un banquete al pueblo y de sus propios fondos procuró a cada romano una provisión de grano para tres meses». Esta generosidad le ayudó a conseguir los votos necesarios para ser elegido censor, cargo que desempeñó diplomáticamente: no revisó ni censuró a senadores, caballeros ni a ciudadanos.

Atrapado en Siria

En los años siguientes, Craso tendría un papel destacado en la política romana. En el año 59 a.C. formó parte del primer triunvirato, junto con Pompeyo –su gran contrincante– y César. Su segundo consulado con Pompeyo, en el año 55 a.C., le abrió el camino a una ambiciosa empresa, la guerra contra los partos en Oriente, de la que esperaba obtener un gran botín de guerra. Pero la campaña se saldó con una desastrosa derrota en la batalla de Carras. A su término, instado por sus hombres a negociar con el vencedor, Craso marchó al campamento enemigo, donde fue apresado y ejecutado.

Los historiadores antiguos ofrecen dos versiones sobre el fin de Craso. Según Plutarco, sus captores le cortaron la cabeza y la mano y las enviaron al rey parto. Dión Casio recoge la leyenda de que los partos, conocedores de la reputación de su presa, le habrían derramado oro fundido en su garganta para aplacar su insaciable sed de riquezas.

Para saber más

Vidas paralelas (vol. V) Plutarco. Gredos, Madrid, 2007.

«Especulación inmobiliaria en Roma»  Historia National Geographic N.º 49.

13 abril 2015 at 9:03 am Deja un comentario

Dénia reactiva la negociación para poder expropiar su antiguo foro romano

  • Chelet asegura que se dialoga con los propietarios de l’Hort de Morand para poder pagarles la parcela, tasada en 13 millones, en parte con dinero y en parte con otros terrenos adscritos al programa de la ronda perimetral
  • La ciudad lleva lustros anhelando adquirir el suelo bajo el que permanece enterrada la urbe de Dianium

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Fuente: La Marina Plaza   04/04/2015

Por enésima ocasión, el Ayuntamiento de Dénia se ha trazado un plan para poder cumplir con un viejo sueño: expropiar los terrenos de l’Hort de Morand, en cuyo subsuelo descansan desde hace siglos los restos del antiguo foro romano de la ciudad de Dianium, surgida probablemente en el siglo I a.C y que cobró destacada importancia en la centuria siguiente. El concejal de Planificación Urbanística, el popular Vicent Chelet, anunció esta semana que se han entablado negociaciones con los propietarios de la parcela, ubicada entre Ronda de Muralles y la avenida Miguel Hernández para llegar a un acuerdo de expropiación. Ese sería el primer paso del sueño. El segundo, comenzar las excavaciones para que el trazado de la antigua urbe romana al fin vea la luz.

El empeño nunca ha sido fácil. Los terrenos son muy caros y es esta dura circunstancia la que desde hace lustros dificulta la expropiación de l’Hort de Morand. De hecho, una sentencia del TSJ de 2013 tasó el valor de la parcela en 13 millones de euros. Y aunque ese dictamen está recurrido en casación ante el Tribunal Supremo, no existen demasiadas esperanzas de que la cantidad se rebaje. De ahí que, según Chelet, el ayuntamiento negocia pagar parte del valor del suelo en dinero y la otra en especies: estos es, con terrenos que saldrían del suelo que el consistorio obtendría cuando vea la luz el programa de la ronda perimetral, al que l’Hort de Morand ha quedado adscrito por ese motivo. Para que ese programa urbanístico salga adelante, Dénia debería contar con un nuevo Plan General.

Aunque los detalles de la negociación todavía no están cerrados, Chelet agregó que el diálogo avanza por buen camino «ya que los propietarios son una familia de Dénia de toda la vida y muy sensibles a esta cuestión histórica». El suelo de l’Hort de Morand es de especial protección.

El conflicto en los tribunales tiene su origen en el año 2002, hace más de una década. Gobernaba entonces el PP con Miguel Ferrer como alcalde y el ayuntamiento inició el expediente de expropiación de la parcela donde ya Juan Antonio Morand y Roc Chabàs hallaron hacia 1870 los primeros restos romanos de incalculable valor. En 2009, los propietarios solicitaron que el ayuntamiento culminara aquel proceso de expropiación, y solicitaban 28 millones de euros por los terrenos. Finalmente, el TSJ rebajó la cifra hasta los 12.978.262 euros. La antecesora de Chelet en la cartera de Planificación Urbanística, la centrista Pepa Font, también había emprendido ya negociaciones con los propietarios. 

Sertorio, Pompeyo y el posterior esplendor imperial

Las catas arqueológicas que se han podido realizar en los últimos años, a raíz de que el ayuntamiento pudiera adquirir una pequeña porción de 2.700 metros cuadrados de los terrenos, no hacen sino confirmar la sospecha de que bajo la tierra de l’Hort de Morand puede haber aún tesoros que permitirían sacar a la luz el esplendoroso pasado de Dianium. En las guerras del último siglo de la República romana, este puerto fue base de Sertorio en su lucha contra Pompeyo y el Senado. Y ya después, en la era imperial, se erigió en una de las ciudades referencia del comercio en todo el Mediterráneo. Las investigaciones han constatado que la arena de la playa llegaba entones hasta el actual Hort de Morand, pese a que en la actualidad éste está separado del puerto por el barrio de Baix la Mar.

4 abril 2015 at 9:28 am Deja un comentario

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