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6 cosas que probablemente no sabías sobre Cleopatra

Cleopatra es una de las mujeres más famosas de la historia. Se la recuerda por su supuesta belleza e intelecto y por sus amores con Julio César y Marco Antonio.

¿Bella como Elizabeth Taylor? Las pruebas señalan que su principal atractivo era su intelecto, no su aspecto físico. GETTY IMAGES

Fuente: BBC News Mundo
18 de agosto de 2018

Se convirtió en reina de Egipto después de la muerte de su padre, Ptolomeo XII, en el año 51 a.C. y Hollywood suele retratarla como una glamorosa femme fatale.

Pero, ¿cuánto está basado en la realidad y cuánto es ficción?

En un artículo escrito para la revista BBC History, la académica Mary Hamer asegura que la mayoría de las cosas que creemos hoy sobre Cleopatra son en realidad un eco de la propaganda que creó el Imperio romano.

Hamer, autora del libro «Las señales de Cleopatra: una lectura histórica de un ícono», señala que por el hecho de ser mujer y de gobernar un país muy rico, Cleopatra -sobre todo su independencia- era aborrecida por Roma.

Cabe recordar que ella había «seducido» a dos de sus principales generales, Julio César y Marco Antonio, y luego se unió a Antonio en una guerra contra Roma.

Se sabe que fuera de Europa, en África y los países de tradición islámica, fue recordada de manera muy diferente.

Los escritores árabes se refieren a ella como una erudita y 400 años después de su muerte aún se le rendía tributo a una estatua suya en Philae, un centro religioso que atraía a peregrinos de más allá de las fronteras de Egipto.

Un busto de Cleopatra, de 40 a.C., una de las tantas imágenes diferentes que sobrevivieron de la famosa reina de Egipto. GETTY IMAGES

Hamer revela seis otros datos menos conocidos sobre la vida de la gobernante egipcia.

1 – Una belleza de fantasía

Plutarco, el biógrafo griego de Marco Antonio, afirmó que no era su aspecto físico lo que resultaba tan atractivo de ella, sino su conversación y su inteligencia.

Cleopatra tenía el control de su propia imagen y la adaptó según sus necesidades políticas. Por ejemplo, en eventos ceremoniales aparecería vestida como la diosa Isis (era común que los gobernantes egipcios se identificaran con una deidad).

En las monedas acuñadas en Egipto, mientras tanto, eligió mostrarse con la mandíbula fuerte de su padre, para enfatizar su derecho heredado a gobernar.

Las esculturas tampoco nos dan muchas pistas sobre su aspecto: hay dos o tres cabezas en el estilo clásico y varias estatuas de cuerpo entero en estilo egipcio, pero en todas se la ve bastante diferente.

2 – El «pequeño César»

Cleopatra se hizo aliada de Julio César, quien la ayudó a establecerse en el trono.

Lo invitó a hacer un viaje por el Nilo y cuando posteriormente dio a luz a un hijo, llamó al bebé Cesarión o «pequeño César».

Cleopatra invitó a Julio César a hacer un viaje por el Nilo. Luego, tuvo a su hijo Cesarión o «pequeño César». GETTY IMAGES

En Roma esto causó un escándalo. En primer lugar, porque Egipto y su cultura hedonista eran despreciados como decadentes. Pero también porque César no tenía otros hijos varones (aunque estaba casado con Calpurnia, y había tenido dos esposas antes que ella).

César acababa de convertirse en el hombre más poderoso de Roma y si bien la tradición era que la elite romana compartía el poder, él parecía querer ser el supremo, como un monarca.

Esto resultaba doblemente insoportable para los romanos porque significaba que Cesarión, un egipcio, podría eventualmente querer gobernar a Roma como el heredero de César.

3 – Cleopatra vivía en Roma como amante de Julio César cuando este fue asesinado

Junto con el pequeño Cesarión habían estado viviendo en un palacio propio al otro lado del río Tíber de la casa de César (aunque es probable que ella no residiera allí permanentemente, sino que viajara regularmente desde Egipto).

Tras la muerte de César en 44 a. C. la vida de Cleopatra y de su hijo corrían peligro y debieron irse de Roma de inmediato.

No es de extrañar que Cleopatra fuera detestada en una ciudad que se había deshecho de sus reyes, ya que ella insistía en que se la llamara «reina».

Tampoco pudo haber ayudado mucho el hecho de que, para honrarla, César había colocado una estatua de ella cubierta de oro en el templo de Venus Genetrix, la diosa que da vida, y que su familia tenía en alta estima.

4 – Tuvo cuatro hijos

Además de su hijo mayor, Cesarión, Cleopatra tuvo tres hijos más con Marco Antonio: los mellizos Cleopatra Selene y Alejandro Helios y el más pequeño de todos, Ptolomeo Filadelfo.

Bajorrelieve de Cleopatra y su hijo Cesarión en el templo Hathor en Dendera. GETTY IMAGES

Ella mandó a hacer una imagen en la pared del templo en Dendera que la mostraba gobernando junto con Cesarión. Cuando ella murió, el emperador romano Augusto convocó al joven con promesas de poder, solo para matarlo.

Se cree que tenía 16 o 17 años, aunque algunas fuentes afirman que tenía apenas 14.

Los mellizos, que tenían 10 años cuando falleció su madre, y Ptolomeo, que tenía seis, fueron llevados a Roma y tratados bien en la casa de la viuda de Marco Antonio, Octavia, donde fueron educados.

De adulta, Cleopatra Selene se casó con Juba, un rey menor, y fue enviada a gobernar Mauritania a su lado. Tuvieron un hijo -otro Ptolomeo-, el único nieto conocido de Cleopatra.

Murió de adulto por orden de su primo, Calígula, por lo que ninguno de los descendientes de Cleopatra vivió para heredar Egipto.

5 – «Agosto», el mes que celebra la derrota y muerte de Cleopatra

El emperador Augusto fundó su reinado sobre la base de la derrota a Cleopatra. Cuando tuvo la oportunidad de que se nombrara un mes en su honor, en lugar de elegir septiembre, cuando nació, optó por el octavo mes, en el que murió Cleopatra, para que todos los años se recordara su derrota.

A Augusto le hubiera gustado exhibir a Cleopatra como cautiva por toda Roma, como lo hicieron otros generales con sus prisioneros para celebrar sus victorias. Pero ella se suicidó justamente para evitar eso.

Cleopatra se quitó la vida para evitar ser usada como trofeo de victoria por Augusto. GETTY IMAGES

Cleopatra no murió por amor, como creen muchos. Al igual que Marco Antonio, que se suicidó porque ya no había un lugar de honor para él en el mundo, ella eligió morir en lugar de sufrir la violencia de ser mostrada y avergonzada por las calles de Roma.

Augusto tuvo que conformarse con utilizar una imagen de ella para su celebración.

6 – El nombre de Cleopatra era griego, pero eso no significa que ella lo fuera

La familia de Cleopatra era descendiente del general macedonio Ptolomeo, que había obtenido Egipto en el reparto después de la muerte de Alejandro. Pero pasaron 250 años antes de que naciera Cleopatra -es decir, 12 generaciones, con todos sus enredos amorosos-.

Hoy sabemos que al menos un niño de cada 10 no es hijo biológico del padre que lo cría como propio.

La población de Egipto incluía a personas de diferentes etnias y naturalmente eso incluía a los africanos, ya que Egipto es parte de África. Así que no es del todo improbable que mucho antes de que Cleopatra naciera, su herencia griega se hubiera mezclado con otras.

Además, dado que se desconoce la identidad de su propia abuela, no podemos estar seguros de su identidad racial.

 

18 agosto 2018 at 9:15 pm Deja un comentario

Cicerón, el asesinato del último defensor de la República de Roma

En el año 43 a.C., dos sicarios de Marco Antonio asesinaron al orador de 64 años mientras viajaba en su litera como venganza por la muerte de Julio César

Marco Tulio Cicerón
Abogado, político y filósofo, Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores republicanos. Busto. Galería de los Ufizi, Florencia.

FOTO: Scala, Firenze

Fuente: José Miguel Baños  |  National Geographic
12 de junio de 2018

Marco Tulio Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores de la República romana y su crítica a Julio César, a quién veía como un tirano. Esos ideales le costaron la vida cuando, tras el asesinato del dictador en el año 44 a.C., Marco Antonio se hizo con el control del Senado y desató una purga entre sus enemigos. Al año siguiente, dos sicarios del antiguo lugarteniente de César asesinaron al viejo político republicano y le cortaron la cabeza y las manos para exhibirlas en los Rostra.

El viejo orador regresa a Roma

En 48 a.C., Cicerón, de casi 60 años –edad en la que a ojos de los romanos un hombre era ya un anciano– estaba convencido de que su carrera política había llegado a su fin. Lejos quedaban sus días de gloria como abogado y azote de políticos corruptos y de enemigos del Estado, como Catilina, el patricio cuya conspiración había desenmascarado ante el Senado quince años antes. Había asistido impotente al ascenso de Pompeyo y Julio César, generales y jefes de partido que acabarían enzarzados en una guerra civil para alcanzar el poder. Cicerón criticó a ambos, sobre todo a César, por sus ambiciones casi monárquicas, contrarias al viejo ideal republicano que él mismo defendía. Tras la victoria de César sobre su rival, el orador regresó a Roma, pero apenas participó en la vida política: si en algún momento creyó que César podía restaurar la República, la realidad de los hechos desvaneció cualquier esperanza a medida que el dictador fue acumulando en su persona un poder casi absoluto.

El ostracismo político de Cicerón coincidió también con un momento personal difícil. Al poco de su regreso a Roma, a comienzos de 46 a.C., se divorció de su esposa Terencia tras treinta años de matrimonio. La mujer había dilapidado gran parte de la hacienda familiar en dudosas inversiones, lo que llevó a Cicerón a contraer un nuevo matrimonio con Publilia, una joven de buena familia de la que, sin embargo, se divorció a los seis meses. Por si esto fuera poco, a mediados de febrero del año 45 a.C., murió su hija Tulia, que acababa de divorciarse de Dolabela, un estrecho colaborador de César, y había dado a luz en enero a un hijo que también moriría poco después. A consecuencia de todos estos hechos, Cicerón cayó en una grave depresión.

Demasiados sinsabores y desgracias, que el viejo senador intentó superar, como en otros momentos de su vida, refugiándose en sus aficiones literarias. Cicerón se entregó a una actividad frenética y absorbente a la vez, ocupado en la redacción de algunas de sus obras retóricas más importantes (Bruto y El orador, por ejemplo) y, sobre todo, acometió el ambicioso proyecto de presentar la filosofía griega en latín y de forma accesible al público romano.

Mientras Cicerón se encontraba recluido en sus fincas de Astura, Túsculo, Puteoli o Arpino, un grupo de conjurados organizaba el atentado que costaría la vida a Julio César. Pese a que estaban estrechamente unidos al orador –muy especialmente Marco Bruto, sobre quien Cicerón había ejercido una decisiva tutela intelectual–, no le informaron de sus planes, quizá porque sabían de su carácter dubitativo y su renuencia a acometer acciones violentas. Cicerón estaba presente en la sesión del Senado de los idus de marzo del año 44 a.C. en la que César fue asesinado a puñaladas. Su reacción fue una mezcla de sorpresa y horror, pero también de alegría contenida: en su correspondencia privada y en los discursos que después dirigirá contra Marco Antonio –las Filípicas–, el orador manifestó su orgullo por que Bruto, al levantar el puñal que había clavado en el cuerpo de César, gritara el nombre de Cicerón como invocación por la libertad recuperada.

Guerra contra Marco Antonio

La alegría indisimulada de Cicerón por la muerte de César fue fugaz, pues fue Marco Antonio quien acabó controlando la situación en Roma: en las honras fúnebres del dictador inflamó a la muchedumbre y la lanzó contra los asesinos de su líder. Temiendo por sus vidas, Bruto y Casio abandonaron Roma.

Cicerón, obligado también a dejar la ciudad, lamentó en tonos cada vez más amargos la inactividad de «nuestros héroes» –los conjurados–, su falta de decisión desde el día mismo del asesinato de César, su incapacidad para enfrentarse a Marco Antonio y su falta de planes para el futuro. En cambio, él no estaba dispuesto a rendirse. Convencido de que se dirimía la supervivencia misma de la República, decidió erigirse en el líder del Senado en una lucha a muerte contra Marco Antonio. Como si no tuviera ya nada que perder, frente a las dudas y falta de decisión en otros momentos de su vida, Cicerón se mostró en todo momento implacable con Antonio y abogó por acciones mucho más drásticas y violentas que los propios cabecillas de la conjura, quienes, a juicio de Cicerón, habían actuado con el valor de un hombre, pero con la cabeza de un niño.

Convencido de que la supervivencia de la República estaba en juego, Cicerón se erigió en el líder del Senado en su lucha contra Marco Antonio

Aun así, cuando poco después Décimo Bruto, otro de los conjurados, desafió a Antonio desde la Galia Cisalpina, poniendo a los romanos ante la amenaza de una nueva guerra civil, Cicerón tuvo un momento de desfallecimiento. Todo le parecía perdido; la República –confesaba en una carta a su amigo Ático– era «un barco completamente deshecho, o mejor, disgregado: ningún plan, ninguna reflexión, ningún método». Desesperanzado, decidió abandonar Italia y dirigirse a Grecia. Pero no llegó a realizar este viaje, pues un inoportuno temporal lo impidió cuando ya había embarcado.

Entonces Cicerón recapacitó y decidió volver a Roma. Había recibido noticias alentadoras de que la situación estaba volviendo a cauces más tranquilos, pues Marco Antonio parecía dispuesto a renunciar a su exigencia de que Décimo Bruto le entregara la Galia Cisalpina. Además, el orador pensó que, ante la inacción de los conjurados, podría utilizar a un joven de 18 años, recién estrenado en política, como ariete en su enfrentamiento con Marco Antonio.

Octaviano entra en escena

Este joven era Gayo Octavio, nieto de una hermana de Julio César, al que el dictador había nombrado heredero en su testamento. Octavio recibió la noticia del asesinato de César mientras estaba en Apolonia (en la actual Albania), y enseguida emprendió viaje para desembarcar en Brindisi, en el sur de Italia. Una vez allí, intentó ganarse la confianza de los veteranos de las legiones cesarianas, pero también de personajes influyentes como Cicerón. Por eso, en su marcha hacia Roma se detuvo a entrevistarse con el orador en su villa de Puteoli. Allí lo colmó de atenciones, consciente de que su apoyo podía serle útil en sus planes políticos.

Cicerón se sintió halagado al ver a ese joven «totalmente entregado a mí», y se convenció de que podría utilizarlo como freno a la ambiciones de Marco Antonio. Así, cuando se enteró de que, en ausencia de Antonio, Octaviano se había presentado en Roma con los veteranos de dos legiones para hablar ante el pueblo y reivindicar sus derechos, Cicerón se mostró feliz porque, como le cuenta a su amigo Ático, «ese muchacho le ha dado una buena paliza a Antonio». El propio Octaviano lo convenció para que regresara a Roma y, con su liderazgo, encabezase la lucha contra Marco Antonio. Ya en la ciudad, Cicerón aprovechó la marcha de Marco Antonio camino de la Galia Cisalpina para, a través de sus Filípicas, convencer a los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, de que le declarasen la guerra abiertamente.

Esta enérgica actitud contrastaba con el deseo de parte del Senado de agotar las vías negociadoras e intentar convencer a Antonio de que abandonase el asedio de la ciudad de Módena, donde Décimo Bruto resistía a duras penas a la espera de las tropas del Senado. Éstas llegaron unos meses después, y en unión con las fuerzas de Octaviano obtuvieron dos victorias decisivas sobre Antonio. Al llegar la noticia se desató la euforia en Roma y Cicerón, el gran vencedor del momento, fue llevado en triunfo desde su casa al Capitolio y desde allí al Foro, a los Rostra, la tribuna de los oradores desde la que se dirigió, exultante, al pueblo romano.

Sin embargo, la alegría de Cicerón fue de nuevo efímera. Marco Antonio logró salvar parte de sus legiones y pronto estableció una alianza con Lépido, gobernador de la Galia Narbonense. Además, Octaviano, en lugar de perseguir a Antonio, decidió reclamar para sí el consulado y, cuando el Senado se negó, no dudó en atravesar el Rubicón, como hiciera su padre adoptivo César, y marchar sobre Roma con sus legiones. Impotentes, los senadores se vieron obligados a claudicar. Cicerón veía cómo de nuevo un jefe militar se aprovechaba del poder de sus tropas para pisotear la legalidad republicana. Además, Octaviano tenía motivos para recelar de Cicerón, pues había llegado a sus oídos que el orador parecía conspirar contra él: «El muchacho [Octaviano] debe ser alabado, honrado y eliminado» (laudandum adulescentem, ornandum, tollendum), decía en privado.

La huida de Cicerón

Abatido y conocedor de que la causa de la República se encontraba ya definitivamente perdida, Cicerón se retiró a sus fincas del sur de Italia. Desde allí contempló, impotente, el acercamiento de Octaviano a Lépido y Marco Antonio y la constitución del denominado segundo triunvirato. Este acuerdo no sólo era un revés político para Cicerón, sino que también lo amenazaba personalmente. En efecto, los triunviros confeccionaron una amplia lista de senadores y caballeros a los que se condenó a muerte y a la confiscación de sus bienes. La sed de venganza hizo que en esa lista no se respetaran siquiera los lazos familiares: Lépido sacrificó a su propio hermano Paulo, y Antonio, a su tío Lucio César. En el caso de Cicerón, fue Octavio quien finalmente cedió ante el vengativo Antonio. Así lo cuenta Plutarco: «La proscripción de Cicerón fue la que produjo entre ellos las mayores discusiones por cuanto Antonio no aceptaba ninguna propuesta si no era Cicerón el primero en morir […]. Se cuenta que Octaviano, después de haberse mantenido firme en la defensa de Cicerón durante dos días, cedió por fin al tercero abandonándole a traición».

Cicerón se encontraba en su villa de Túsculo acompañado de su hermano Quinto cuando supo que ambos estaban en la primera lista de proscritos. Angustiados, partieron de inmediato hacia la villa de Astura para desde allí navegar a Macedonia y reunirse con Marco Bruto, pero en un momento dado Quinto volvió sobre sus pasos para recoger algunas provisiones para el viaje. Delatado por sus esclavos, fue asesinado pocos días después junto con su hijo. Cicerón, ya en Astura, presa de la angustia y de las dudas, consiguió un barco, pero, después de navegar veinte millas, desembarcó y para sorpresa de todos caminó unos treinta kilómetros en dirección a Roma para volver de nuevo a su villa de Astura y desde allí ser conducido, por mar, a su villa de Formias, donde repuso fuerzas antes de emprender la travesía final a Grecia.

El asesinato

Demasiadas dudas. Demasiado tarde. Al enterarse de que los soldados de Antonio estaban a punto de llegar, Cicerón se hizo llevar a toda prisa, a través del bosque, hacia el puerto de Gaeta para embarcar de nuevo. Los soldados hallaron la villa vacía, pero un esclavo llamado Filólogo les mostró el camino tomado por Cicerón. Era el 7 de diciembre de 43 a.C. Plutarco describió así el momento: «Entretanto llegaron los verdugos, el centurión Herenio y el tribuno militar Popilio, a quien en cierta ocasión Cicerón había defendido en un proceso de parricidio […]. Cicerón, al darse cuenta de que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, ordenó a sus esclavos que detuvieran allí mismo la litera. Entonces, llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba; y lo hizo después de alargar el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas». Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre los Rostra, la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había sido aclamado por la multitud.

Stefan Zweig, que no sin razón dedica a Cicerón el primero de sus Momentos estelares de la humanidad, concluye su relato de este modo: «Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su República crucificada».

Para saber más

Cicerón. Anthony Everitt. Edhasa, Barcelona, 2007.

Discursos contra Marco Antonio. Marco Tulio Cicerón. Cátedra, Madrid, 2001.

Dictator. Robert Harris. Grijalbo, Barcelona, 2015.

 

El foro romano
Cicerón pronunció algunos de sus discursos más famosos en este lugar, centro político de la ciudad. En primer término, las tres columnas del templo de Cástor y Pólux, y al fondo, el arco de Septimio Severo.

FOTO: Massimo Ripani / Fototeca 9×12

 

Regreso a Roma
Esta pintura de Francesco di Cristofano, que decora la Villa Medicea en Poggio a Caiano, ilustra la vuelta de Cicerón a Roma en 57 a.C., tras el exilio impuesto por Clodio, tribuno de la plebe aliado de César.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

Las armas del escritor
Tablilla de cera, punzón y tintero de bronce del siglo I a.C. procedentes de Pompeya. Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

FOTO: Oronoz / Album

 

La ira de Fulvia
Según Dion Casio, la enfurecida esposa de Marco Antonio cogió la cabeza de Cicerón y «escupiéndole enfurecida, le arrancó la lengua y la atravesó con los pasadores que utilizaba para el pelo».

FOTO: BPK / Scala, Firenze

 

Julio César, el tirano
Cicerón creía que Julio César era un tirano que había traicionado los valores republicanos que el orador defendía. Busto del dictador del siglo I a.C.

FOTO: DEA / Album

 

De Octaviano a Augusto
El heredero de César se valió de Cicerón para afianzar su posición en la lucha de poder en Roma. Este camafeo incrustado en la llamada Cruz de Lotario muestra la efigie de Octaviano, convertido ya en el emperador Augusto.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

La muerte del dictador
Este óleo de George Edward Robertson recrea las exequias de César, que Marco Antonio capitalizó para volver al pueblo contra los conspiradores y presentarse como el nuevo hombre fuerte de Roma.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Residencia estival
Situado a 25 kilómetros de Roma, el municipio de Túsculo acogía las villas rústicas de ciudadanos romanos ricos, entre ellas la de Cicerón. En la imagen, el pequeño teatro de la localidad.

FOTO: M. Scataglini / AGE Fotostock

 

Pacto entre Marco Antonio y Octaviano
Este cistóforo de plata fue acuñado en Éfeso para conmemorar la boda entre Marco Antonio y Octavia, la hermana de Octaviano. Museo Británico, Londres.

FOTO: Scala, Firenze

 

Contra Marco Antonio
Cicerón lanzó contra Marco Antonio una serie de duros discursos, las Filípicas. Portada de una de las copias de la obra, siglo XV.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Marco Junio Bruto
El joven protegido de Julio César fue uno de los conspiradores que lo apuñaló durante los idus de marzo. Busto del siglo II. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

FOTO: Scala, Firenze

 

El gran escenario
La tribuna de los Rostra, en el foro romano, era el lugar desde donde los oradores se dirigían al pueblo. Aquí expuso Antonio la cabeza y las manos de Cicerón tras su muerte.

FOTO: Scala, Firenze

 

El asesinato
Este óleo de François Perrier recrea el momento en que, tras interceptar con sus hombres la litera de Cicerón, Herenio se dispone a decapitarlo. Siglo XVII. Museo Estatal, Bad Homburg.

FOTO: AKG / Album

 

12 junio 2018 at 7:24 pm Deja un comentario

Octavio: el «hijo» de Julio César que aplastó a Marco Antonio y al Egipto de Cleopatra

  • Tras varios años compartiendo el poder, el heredero del imperator se decidió a derrotar a su compañero triunviro y convertirse en el primer emperador de Roma
  • En la batalla de Actium el victorioso Agripa hizo realidad las aspiraciones del hijo adoptivo del dictador asesinado en los Idus de Marzo

«The Battle of Actium» – Lorenzo A. Castro «National Maritime Museum»

Fuente: RODRIGO ALONSO |  ABC
28 de agosto de 2017

Fue en aguas griegas -frente a la costa de Epiro- donde Octavio (quien más tarde fue conocido como Augusto) escribió para siempre su nombre en la Historia gracias a la victoria sobre Marco Antonio y Egipto en la memorable batalla de Actium (31 a.c)

El que fuera reconocido por el mismísimo Cayo Julio César como hijo adoptivo tenía-gracias a esta épica victoria- vía libre para poder ostentar todo el poder en el que fue el mayor imperio de la antiguedad. Tras largos años en los que tuvo que lidiar con los asesinos de su padre y compartir el poder con Antonio y Lépido por fin había alcanzado el lugar que -en su opinión- le correspondía como descendiente del caído imperator.

Esta es la historia de cómo un joven con genio -pero carente de grandes habilidades militares- logró convertirse en el primer emperador de Roma.

La sangre del padre

La pugna entre Augusto y Marco Antonio tuvo su origen en el magnicidio en los Idus de marzo (15 de marzo del 44 a.C) del victorioso dictador Cayo Julio César. Como explica Pilar Fernández Uriel en «Historia Antigua Universal III: Historia de Roma», los perpetradores del asesinato (el cual fue llevado a cabo en el mismo Senado) fueron incapaces de predecir el resultado de su atentado contra la vida del que fuese «imperator» de las Galias.

Es necesario explicar, en lo que a la labor de César se refiere, que los bastos territorios bajo el control de Roma requerían un cambio en el sistema político con respecto a la fórmula republicana, cuya reinstauración era el prinicipal objetivo de los magnicidas. Como expresa Fernández Uriel, la transformación iniciada por el victorioso imperator no llevaba necesariamente a la imposición de una monarquía (la cual además constituía un delito sagrado). Simplemente, el momento reclamaba la instauración de una figura fuerte y capacitada en lugar de que el poder estuviese repartido entre las distintas familias patricias.

«La muerte de César» – Vincenzo Camuccini

Al mismo tiempo, la plebe romana tampoco acogió el asesinato con satisfacción. No en vano, César había llevado a cabo varias reformas que le habían granjeado buena fama entre el «populus». Fue así como el intento de volver a lo que, ya desde inicios del siglo I a.C, se consideraba una forma de gobierno caduca acabó por explotarle a los asesinos en la cara.

Cuando se producía el asesinato de César, el joven Octavio (su hijo adoptivo posteriormente conocido como Augusto) se hallaba fuera de Roma. Estaba en Apolonia, donde recibía formación militar junto a quien sería su mayor sustento y más destacado oficial en el futuro: el héroe de Actium, Marco Vipsanio Agripa.

Marco Antonio (sobrino y lugarteniente del difunto Julio que, a posteriori, fue el máximo rival de Octavio), supo aprovechar la defunción del otrora imperator de las Galias. Como señala Pierre Grimal en «El Siglo de Augusto», en la sesión del Senado del 17 de marzo -tan solo dos días después de que se llevase a cabo el atentado- el militar y político se opuso enérgicamente a la propuesta de conceder honores excepcionales a los asesinos, a los que por otra parte mantuvo sus cargos. También logró que se respetase la obra de gobierno de César, incluso los proyectos que aún no tenían fuerza de ley.

Los homicidas -como afirma el historiador Gonzalo Bravo en «Historia del Mundo Antiguo: Una introducción crítica»- no asistieron a la sesión ya que sabían que sus acciones no contaban con el beneplácito de gran parte del Senado. Además, gracias a la habilidad de Antonio -que consiguió mediante su panegírico en los funerales de César dirigir el odio del pueblo contra los asesinos- se acabó con cualquier posibilidad de volver a la situación anterior al gobierno del imperator.

Sin embargo, no todo fueron buenas noticias para el lugarteniente de César. Octavio (heredero legítimo) supo hacerse con la lealtad de gran parte del ejército y de la mayoría de los partidarios del difunto gobernante. El objetivo era ser reconocido como el más indicado para ocupar el puesto vacante de su padre adoptivo. Mientras tanto, Antonio, logró convencer al Senado de que le otorgase el gobierno de la Galia por un espacio de cinco años.

El Triunvirato

Como explica Bravo en su obra, los sucesos del año siguiente (43 a.C) fueron claves para la evolución posterior. Antonio se decidió a marchar contra el magnicida Décimo Bruto sin contar con la aprobación del Senado, que envió tras él al mismísimo Octavio y a los cónsules Hirtio y Pansa. Fue en Mutina (Módena) donde tuvo lugar el choque entre los dos ejércitos.

Pese a la victoria de las tropas senatoriales, el lugarteniente del extinto César logró huir y unirse a las tropas del general Lépido en la Galia. Aun así, el resultado de la pugna fue sumamente beneficioso para las aspiraciones de Octavio quien, tras la muerte en combate de Hirtio y Pansa, no tenía que compartir la gloria con nadie. Al mismo tiempo, su control del Norte de Italia a raíz de su triunfo en la campaña suponía un enorme peligro a ojos del Senado. Ante la negativa a la solicitud del joven heredero a prorrogar su consulado, este decidió marchar sobre Roma y ocuparla.

Una vez forzó su elección y la de Quinto Pedio como cónsules, Octavio tomó una serie de disposiciones de suma trascendencia que fueron el embrión del posterior Triunvirato. Como explica Bravo, promulgó la «Lex Pedia», mediante la cual se declaraba la guerra abiertamente a los asesinos de César y a Sexto Pompeyo (hijo de Pompeyo Magno y oficial de la flota romana). Al mismo tiempo, ponía punto y final a la enemistad senatorial con Antonio y Lépido. Esta medida fue tomada fruto de la necesidad, ya que -como afirma Fernández Uriel- ambos contaban con la lealtad de los ejércitos provinciales.

La paz entre los tres militares tuvo lugar en las cercanías de la ciudad de Bonomia (Bolonia) en noviembre del 43. Nacía de este modo el Triunvirato, conocido erróneamente -según explica Bravo- como el Segundo Triunvirato. Tras alcanzar el acuerdo se procedió a una división de los territorios romanos entre los integrantes. De este modo, Antonio conservó el gobierno de las Galias, Lépido se hizo con el control de Hispania y la Narbonense y Octavio logró África, Sardinia (Cerdeña) y Sicilia.

Marco Antonio – Juan Carlos Soler

Según explica Bravo, fruto de la condición plenipotenciaria de los triunviros se llevó a cabo, en apenas diez años, el asesinato de unos 200 miembros del Senado y otros 2.000 caballeros. Entre estos se encontraban no pocos individuos de suma importancia a nivel histórico, como es el caso del afamado orador Cicerón (diciembre del 43). También, a partir de este punto, los magnicidas comenzaron a caer poco a poco. En el 42 Antonio logró derrotar a Bruto y Cassio en la batalla de Filipos. Agripa y Lépido hicieron lo propio venciendo a las fuerzas de Sexto Pompeyo en Sicilia (36).

Durante este tiempo -como afirma Bravo en otra de sus obras: «Poder político y desarrollo social en la Antigua Roma»- Octavio «había restado protagonismo y prestigio político a Antonio». Debido a la necesidad de estrechar lazos entre los triunviros, tuvo lugar en el 40 el matrimonio entre el lugarteniente de César y la hermana del hijo adoptivo: Octavia. También se llevó a cabo un nuevo acuerdo que reformuló el reparto territorial.

A partir de este momento Antonio gobernó en Oriente, Octavio en Occidente y Lépido en África.

En su obra, Grimal afirma que, tras la derrota del hijo de Pompeyo el Grande, Octavio decidió levantar en el interior de Roma un templo a Apolo, a quien consideraba su dios. A este respecto, existía un escandaloso mito en la época según el cual el joven triunviro habría nacido de un abrazo entre su madre -Atia- y la divinidad griega. Esta idea, que rozaba los límites de lo aceptable por la sociedad del momento, nunca habría sido negada por el protagonista.

Antonio, mientras tanto, se instaló en la ciudad de Atenas junto a su esposa Octavia (a la que acabó repudiando al poco tiempo). Como se afirma en la obra «Poder político y desarrollo social en la Antigua Roma», el lugarteniente del difunto César empleó como excusa una campaña contra los partos en el 36 (en la que fracasó dando al traste con buena parte su influencia) para partir rumbo a Egipto con Cleopatra VII. Fruto de su relación con la afamada gobernante ptolemaica tuvo dos hijos.

Señala Fernández Uriel que Antonio «fue atraído enseguida por la vida en la corte y el pensamiento de los antiguos monarcas Ptolemaicos, donde iba asimilando la ideología oriental y transformándose en un monarca helenístico con su aspecto divino». Al mismo tiempo, el heredero militar de César, se dispuso a acometer pactos de vasallaje distintos a los llevados a cabo por Roma.

Octavio no dejó pasar la oportunidad que le brindaba la extranjerización de su rival. Mediante un empleo sublime de la propaganda logró hacer pasar a Antonio por un traidor a ojos del «populus» romano. Con ese fin se hizo con el testamento del consorte de Cleopatra -el cual se encontraba en el templo de las Vestales- y lo hizo público. Según parece -como señalan varios autores- el otrora héroe militar habría puesto por escrito, entre otras cosas, que la capital debía ser trasladada a Alejandría y sus hijos serían los herederos del Imperio. Sin embargo, existe la posibilidad de que este fuese falseado por su enemigo.

En principio Octavio -como señala Víctor San Juan en «Breve historia de las Batallas Navales de la Antigüedad»- no se atrevió a declarar a Antonio enemigo del pueblo romano, pero se decidió a desposeerlo de sus cargos y magistraturas. Se daban de esta forma todas las condiciones para que la ya irremediable guerra entre Roma y Egipto fuese declarada a finales del 32 a.C.

Actium

Como explica Grimal en su obra, con el inicio de las hostilidades culminaba la preparación de Octavio, la cual tuvo como inicio los idus de marzo. De este modo el heredero de César «ya no era un señor tratando de asegurar su dominio sobre el mundo, sino el campeón enviado por los dioses para salvar a Roma y al Imperio».

Parece ser que Antonio y Cleopatra llegaron a reunir un gran ejército terrestre (San Juan lo cifra en torno a los 80.000 efectivos) así como una enorme flota conformada por unos 500 navíos. Aun así, gran parte de la nobleza romana -que en su momento había apoyado al consorte de de la gobernante egipcia- acabó por abandonarle y unirse a la causa del hijo de César. En este contexto llegamos al inevitable desenlace: la batalla de Actium (2 de septiembre, 31).

El heredero de César, a parte de contar con unas tropas parejas en número y experiencia a las de Antonio, tenía junto a él a uno de los oficiales romanos más reputados y competentes de la historiaimperial: Marco Vipsanio Agripa, quien fue el encargado de guiar a los navíos del futuro Augusto en la decisiva batalla de Actium en las costas de Epiro (Grecia).

Busto de Cleopatra – ABC

La victoria marítima del formidable militar ante Antonio y Cleopatra tuvo como resultado el fin de la contienda entre los dos herederos de César. La egipcia partió apresuradamente con sus naves toda vez que la batalla estaba virtualmente perdida. Por su parte, el consorte se dispuso a seguirla con rumbo a las tierras del Nilo. Como explica Bravo, el resto de su flota y ejército se unieron a Octavio, quien ahora contaba con unas 50 legiones.

Fue al año siguiente (agosto del 30) cuando el victorioso heredero llegó a Alejandría acompañado por un gran número de tropas. Ante la negativa de este a llegar a un acuerdo razonable con sus enemigos, Antonio y Cleopatra optaron por el suicidio como la salida más honrosa. No querían convertirse en el «triunfo vivo» de su rival.

Estatua de Augusto – ABC

De Octavio a Augusto

Como explica Fernández Uriel, al margen de la anexión de Egipto al Imperio romano, las consecuencias de Actium fueron mucho más importantes. A partir del triunfo de Octavio el Imperio estaba unido bajo un único «princeps»: Augusto (el nuevo «cognomen» de Octavio).

Se daba así el pistoletazo de salida a una nueva etapa de estabilidad tras las constantes convulsiones fruto de las guerras fratricidas y la inestabilidad tardo republicana.

Augusto, el primer emperador romano, acabó siendo -además de divinizado- una de las figuras más renombradas y representativas de la antigüedad. Su victoria sobre Antonio -amén de su maestría en el empleo de la propaganda- supuso que fuese reconocido como «Restitutor Pacis» (restaurador de la paz).

 

28 agosto 2017 at 10:09 am Deja un comentario

La espantada de Tiberio, el cornudo que se hartó de las órdenes de su suegro emperador

El hijastro de Augusto ejerció de apagafuegos en el imperio y estuvo la mayor parte del tiempo ausente de Roma. Lo hizo hasta que sorprendió a todos anunciando que quería retirarse de la vida pública para seguir con sus estudios en Rodas, argumentando que estaba agotado tras años de esfuerzo

Fuente: CÉSAR CERVERA  |  ABC
11 de abril de 2017

En Roma el nombre era más importante que la sangre. Los grandes hombres de Roma adoptaban a sobrinos suyos e incluso a hijos segundos de otras familias ilustres con tal de que perdurara su nombre. De ahí que la ausencia de hijos varones del primer princeps, el emperador Augusto, nunca resultara un problema urgente dado que tenía sobrinos que podía adoptar cuando quisiera, como hizo con él su tío Julio César. Su futuro heredero, Tiberio, era de hecho fruto del primer matrimonio de Livia Drusila, que se había divorciado de su primer marido estando embarazada (el marido, Tiberio Claudio Nerón, estuvo de acuerdo con la ruptura y incluso se dice que fue a la boda) para casarse con Augusto.

Tiberio fue así hijo de Tiberio Claudio Nerón hasta que las circunstancias obligaron al emperador a adoptarlo. Si bien nadie tenía claro que debía pasar tras la muerte de Augusto, que había accedido a la cabeza de Roma como supuesto salvador de la República; se daba por hecho que la familia próxima al Emperador heredaría el poder romano. Por supuesto, entre los candidatos recurrentes estaba Tiberio, Druso el Mayor (también hijo del primer matrimonio de Livia) y los nietos de Augusto, Cayo, Lucio y Agripa Póstumo. No obstante, al acercarse la muerte de Augusto la mayoría de los aspirantes habían muerto o bien habían caído en desgracia.

La familia ampliada de Augusto

Tiberio y Druso fueron preparados desde pequeños para tareas militares e iniciaron carreras públicas convencionales, es decir, con los distintos cargos que le correspondían por edad. Se les casó, además, con otros miembros de la familia de Augusto, de modo que Tiberio se emparejó con la hija de Agripa –el más fiel amigo del Emperador– y a Druso con una sobrina del princeps. Sin embargo, las necesidades políticas de Roma y la sorpresiva muerte de Agripa en el 12 a. C. obligaron a Augusto a cambiar de planes y aceleraron las carrera de sus hijos adoptivos.

El princeps necesitaba urgentemente a hombres de su confianza para hacerse cargo de aquellas tareas que hasta entonces había compartido con Agripa. A Tiberio se le forzó a divorciarse de su esposa, que le había dado ya un niño y estaba embarazado de una niña, para que se casara con la viuda de Agripa, Julia. El objetivo era cerrar aún más el círculo familiar y crear una suerte de dinastía.

En sus destinos militares, Tiberio y Druso tuvieron ocasión de aumentar su reputación y de ganarse el aprecio de las legiones. Como explica Adrian Goldsworthy en «Augusto, de revolucionario a emperador», «Tiberio tenía un carácter reservado y complejo, más sencillo de respetar que de querer, mientras que Druso era famoso por su encanto y afabilidad y no tardó en ser popular entre la gente». Augusto no ocultaba que prefería a Druso antes que a Tiberio, al que únicamente trataba con cordialidad.

Druso era enormemente ambicioso y en enero del 9 a.C se convirtió por primera vez en cónsul (un cargo de vital importancia en tiempos de la república), justo una semana antes de su 29 cumpleaños. Pero precisamente el mismo año que regresó desde Germania tuvo un accidente de caballo y de la herida resultante falleció a los pocos días. La sucesión se complicaba por primera vez.

En cuestión de cinco años Augusto había perdido a su amigo Agripa y a su hijastro Druso. En tanto, Augusto miraba cada vez con mejores ojos la opción de Tiberio para sucederle, solo por detrás de los dos nietos mayores del princeps, Cayo y Lucio, todavía en la niñez. Y Tiberio respondió, al menos entonces, dando un paso adelante y encabezando las ceremonias fúnebres de su popular hermano.

No le ayudó a ganar predominancia pública la mala relación que empezó a gestarse entre Tiberio y su esposa, es decir, entre el candidato a emperador y la hija de Augusto. Julia mostraba una actitud despectiva hacia los orígenes ordinarios de su marido, cuyo verdadero padre había sido uno de los perdedores de la guerra civil. Su estilo de vida ostentoso chocaba con la cacareada austeridad de su padre y amenazaba con perjudicar la popularidad de Tiberio que, no obstante, pasaba largos periodos de tiempo fuera de Roma. En el año 8 a.C viajó a reemplazar a Druso en la lucha contra las tribus germanas. Su éxito allí le permitió celebrar su primer triunfo en Roma ese mismo año, así como asumir el consulado de la ciudad. Julia no participó apenas en estas celebraciones.

En los siguientes años Tiberio ejerció de apagafuegos en el imperio y estuvo la mayor parte del tiempo ausente. El problema básico es que, si bien entonces parecía el sustituto perfecto del princeps, solo lo iba a ser hasta que Cayo y Lucio alcanzaran la edad adulta. En el mejor de los casos su papel sería algún día el de regente. Y tal vez previniendo la ingratitud que le aguardaba, Tiberio sorprendió a todos anunciando que quería retirarse de la vida pública para seguir con sus estudios en Rodas, argumentando que estaba agotado tras años de esfuerzo.

Augusto le negó por completo esta posibilidad pero, tras una huelga de hambre de cuatro días, tuvo que resignarse. El emperador condenó la actitud de su yerno por huir de sus responsabilidades, e incluso fingió estar enfermo para retrasar el viaje, si bien le dejó marchar finalmente acompañado por un pequeño grupo de amigos.

El adulterio de Julia se convirtió en un asunto público cuando César Augusto lo llevó al Senado e hizo que un cuestor leyera una carta entre Julo y su distinguida amante.

A sus 57 años, Augusto se quedaba sin su principal asistente, su mano derecha y su más distinguido comandante en activo. La decisión de Tiberio fue vista por él como una traición personal que tenía pocas explicaciones lógicas. Goldsworthy recuerda en el mencionado libro algunas de las razones con las que se especuló en su tiempo para explicar la espantada de Tiberio: ¿estaba celoso de Cayo y Lucio?, ¿no soportaba ya más vivir con Julia? Lo más probable es que no compartiera los planes del Emperador sobre su futuro y que haber pasado ocho de los últimos diez años fuera de Roma le pesaran en el cuerpo. Sus tareas no le gustaban y prefería renunciar a todo antes que seguir un día más así. Si había obedecido era por responsabilidad. Mientras Tiberio partía a su particular exilio, Julia cavó su propia tumba a base de escándalos. En el año 2 a.C, el Princeps encontró evidencias de que su hija mantenía relaciones adúlteras con varias personas, incluidos personajes de orígenes oscuros. Los rumores más extremos afirmaron que Julia se prostituía en las calles y planeaba divorciarse de Tiberio para casarse con Julo Antonio, el hijo de Marco Antonio, viejo enemigo de Augusto. El adulterio de Julia se convirtió en un asunto público cuando César Augusto lo llevó al Senado e hizo que un cuestor leyera una carta entre Julo y su distinguida amante. La verguenza cayó sobre todos los implicados.

El princeps había usado siempre a su familia como ejemplo del adecuado comportamiento romano y no iba a permitir que su hija estropeara su discurso. Adelantándose a una más que probable sentencia de muerte, Julo Antonio se suicidó y varios amantes de Julia partieron al exilio. Julia, por su parte, fue condenada al exilio en una diminuta isla de Pandataria, donde le estaba prohibida la compañía masculina, los lujos y el vino. Tras cinco años, se le permitió trasladarse a una villa más cómoda cerca de Regio, pero el emperador nunca le perdonó por su actitud desenfrenada. Si la esposa del César debe ser honrada y parecerlo, su hija lo debe ser todavía más.

Tiberio seguía en Rodas cinco años después de su retiro, pero su melancolía ya se había pasado para entonces. En esas fechas ya había escrito a Augusto varias veces, sin respuesta, pidiendo indulgencia para su exmujer Julia (el exilio fue acompañado del divorcio) y que le permitieran regresar a Roma como ciudadano privado.

En Rodas asistía a conferencias y debates y era tratado con respeto gracias a que Livia había asegurado para él el rango indefinido de legado. No obstante, para que Augusto no le viera como una amenaza dejó de vestir como un militar y adiestrarse en montar a caballo y el manejo de las armas.

La muerte de los nietos recuperan a Tiberio

La situación de Tiberio continuó sin cambios hasta la muerte de los dos nietos del Princeps. Lucío César murió de una enfermedad contagiosa el 20 de agosto de 2 d. C. en Marsella de camino a un destino en Hispania, a donde se le enviaba para ganar experiencia militar. Al año siguiente, Cayo César acudió a sofocar una rebelión en Armenia y fue herido a traición cuando fue a negociar en persona con los rebeldes. En los siguientes meses la herida no mejoró y, dando muestra de un comportamiento errático, escribió a Augusto, su padre legal, para que también él pudiera retirarse de la vida pública. El 21 de febrero del siguiente año falleció.

Villa de Tiberio en Sperlonga, a mitad de camino entre Roma y Nápoles.

A sus 45 años, Tiberio regresó a Roma sin que le fuera reservado ningún papel público. Fue con el tiempo que Augusto trazó un nuevo plan de sucesión que explicaba por qué había autorizado su vuelta: primero Tiberio adoptaría a su sobrino Germánico (el hijo del fallecido Druso) y posteriormente Augusto adoptaría tanto a Tiberio como a Agripa Póstumo (el nieto maldito del princeps). No había precedentes de una adopción de un excónsul de 45 años adulto, y menos dentro de una adopción triple, pero a situaciones desesperadas se necesitan soluciones arriesgadas. Tiberio Julio César fue adoptado con ese nombre en una ceremonia en el Senado en la Augusto afirmó un enigmático: «Lo hago por el bien de la res publica».

El hijo del Princeps perdió su independencia y ganó un saco de trabajo duro e ingrato. En la siguiente década siguió activo militarmente, apagando fuegos

Tiberio demostró estar a la altura de esta nueva oportunidad y durante el resto de su vida actuó con respeto hacia Augusto. «No debes tomarte muy a pecho que todo el mundo diga perrerías de mí; debemos estar satisfechos si podemos evitar que nadie nos haga daño», recomendó en una ocasión Augusto a Tiberio, en una de sus muchas recomendaciones de padre a hijo. El hijo del princeps perdió su independencia con la adopción y ganó un saco de trabajo duro e ingrato. En la siguiente década siguió activo militarmente, apagando fuegos por todo el imperio. No en vano, la muerte de Germánico en 19 d. C. le dejó a él, con permiso del defenestrado Agripa Póstumo, como único heredero del imperio.

El princeps murió en Nola a la avanzada edad de 76 años. Tiberio –que se hallaba presente junto con Livia en el lecho de muerte de Augusto– asumió la cabeza de Roma y pudo escuchar de primera mano las últimas palabras de Augusto: «Acta est fabula, plaudite» (La comedia ha terminado. ¡Aplaudid!).

Mientras terminaba la función para Augusto, un centurión de la Guardia pretoriana viajó a la isla donde permanecía apartado Agripa Póstumo con la misión de asesinarle. Le sorprendió sin armas y, «aunque se defendió con valor, hubo de ceder después de una obstinada lucha». Murió con 26 años. A su regreso a Roma, el centurión acudió con normalidad a informar a Tiberio como correspondía por ser su comandante, salvo porque éste negó enérgicamente que él hubiera dado la orden de matar a Agripa. Puede que dijera la verdad y que fuera una orden directamente dada por su madre o incluso por Augusto antes de morir. Eso daba igual. Ya solo estaba Tiberio, el emperador.

Julia murió de malnutrición, poco tiempo después que Augusto, en 14 d. C.

 

18 abril 2017 at 7:39 am Deja un comentario

La «Damnatio memoriae», el infame castigo del Imperio romano a no haber nacido nunca

Se sabe que los asirios, los hititas, los babilonios, los persas y después los egipcios (véase el ejemplo de Hatshepsut o Akenatón «El faraón hereje») ya había aplicado penas similares

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Fuente: CÉSAR CERVERA  |  ABC
22 de noviembre de 2016

Los romanos reverenciaban a sus ancestros, decoraban sus villas con episodios heroicos de los más eminentes y velaban porque los apellidos fueran legados de generación en generación, aunque hubiera que recurrir a hijos adoptivos para salvarlos. La memoria familiar era uno de los ejes de la sociedad romana, hasta el extremo de la condenada al olvido se situaba en la cúspide de los castigos más crueles. Los romanos imaginaban la historia de la humanidad como un lugar cuyas páginas más oscuras podían, simplemente, ser arrancadas y sustituidas por nuevas.

El nombre moderno de este castigo «Damnatio memoriae» significa literalmente «condena a la memoria». Es decir, condenado a no haber existido nunca. Se trataba de un castigo reservado para determinadas personas que los romanos querían borrar por completo de cualquier forma de recuerdo, ya fuese en textos, grabados, murales, estatuas e incluso música popular

La «abolitio nominis», que prohibía que el nombre del condenado pasara a sus hijos y herederos, y la «rescissio actorum», que suponía la completa destrucción de su obra

Este castigo del período imperial, no en vano, tenía su origen en varios mecanismos para provocar la muerte civil en tiempos de la República. Entonces existían la «abolitio nominis», que prohibía que el nombre del condenado pasara a sus hijos y herederos, y la «rescissio actorum», que suponía la completa destrucción de su obra política o artística. Ese fue el caso de Marco Antonio, cuyas estatuas fueron derribadas a su muerte por orden de su último enemigo, César Augusto, según Plutarco:

«Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio».

Emperadores contra el Senado, la venganza

No fue hasta el Imperio romano cuando se llegó a un nuevo nivel de perfección en el borrado de la memoria. El «damnatio memoriae» era una herramienta legal al alcance del Senado y una forma de que la aristocracia se cobrara su venganza contra los abusos del Emperador una vez hubiera fallecido. El proceso solía ir acompañado de la confiscación de los bienes del difunto «damnificado», el destierro de su familia y la persecución y exterminio físico o moral de sus partidarios. Además se decretaban anuladas las leyes que hubiera sacado adelante o éstas se le achacaban a sus sucesores.

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El Emperador Cómodo era conocido por sus ostentosos espectáculos y su constante enfrentamiento con el Senado

No obstante, la mayoría de estas condenas fueron consecuencia de las represalias de los nuevos Emperadores, en su mayoría responsables de la muerte de sus antecesores, y de su afán de consolidarse en el poder. Así fue el caso de Publio Septimio Geta, hermano menor de Caracalla, que fue asesinado por su hermano y posteriormente recibió el infame castigo. Muchos de sus seguidores fueron asesinados y su legado borrado del mapa. Por su parte, a la muerte Maximiano, en el año 310, su sucesor impulsó un damnatio memoriae por el que se ordenó la destrucción de cualquier elemento público que le hiciera alusión.

De otros emperadores se conocen procesos directamente vinculados con su mala relación en vida con el Senado. Por ejemplo, a la muerte de Domiciano, el Senado emitió la condena y autorizó que sus monedas y estatuas fueron fundidas, sus arcos derribados y su nombre eliminado de todos los registros públicos. En este mismo sentido, Nerón fue declarado «enemigo del Estado» por el Senado aún antes de su muerte y varias de sus representaciones destruidas.

De Cómodo, el Emperador gladiador, el Senado decretó su damnatio memoriae tan solo un día después de ser ahogado en el baño por uno de sus libertos. Aquella condena le convirtió en enemigo público, ordenando el derribo de sus estatuas y la eliminación de su nombre de los registros públicos.

En el otro extremo, cabía la posibilidad de que el Senado se reuniera para elevar a la categoría de divino al emperador fallecido. El Apoteosis era el equivalente de reconocer que el Emperador estaba en proceso de «ascender al cielo de los dioses». En este caso el personaje pasaba a ser reconocido como un dios –véase el caso del divino Julio César o el augusto Octavio– se celebraban lujosos funerales en su honor, se le erigían templos e incluso se les reconocía como un astro del firmamento (catasterismo).

Estas «damnationes minores» podíar ser establecidas por senados locales, de alcance mucho más limitado

Más allá de los altares y los tronos, esta condena también iba dirigida a ciudadanos corrientes que hubieran cometido crímenes especialmente censurables, sobre todo aquellos relacionados con la traición al Emperador o al Senado. Tal fue el caso de Lucio Elio Sejano, favorito de Tiberio, al que se le acusó de liderar un amplio complot contra su soberano. O el caso del ex cónsul y gobernador Cneo Calpurnio Pisón en 20 d.C., quien se suicidó tras ser responsabilizado de la muerte de Germánico. A consecuencia de ello, el Senado dictó un senadoconsulto que proponía borrar su nombre de los documentos oficiales y confiscar sus bienes.

En este sentido, las conocidas como «damnationes minores» podíar ser establecidas por senados locales, de alcance mucho más limitado y cuyas razones rara vez tenía que ver con motivaciones políticas.

Del Antiguo Egipto a la Edad Media

No fueron los romanos los primeros ni lo últimos en atentar contra la memoria. Se sabe que los asirios, los hititas, los babilonios, los persas y después los egipcios (véase el ejemplo de Hatshepsut o Akenatón «El faraón hereje») ya había aplicado penas similares a los romanos. En muchas de estas culturas quienes no tenían nombre no podía existir y, por lo tanto, borrar el nombre de un personaje del recuerdo suponía impedirle disfrutar de una vida en el más allá.

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«El Papa Formoso y Esteban VI», por Jean-Paul Laurens

Siguiendo con la tradición romana, en la Alta Edad Media, el Papa Esteban VI ordenó que el cadáver del Papa Formoso fuera exhumado para someterlo a un juicio por sus pecados. Además de borrar su legado y anular sus decisiones como pontífice, el nuevo Papa orquestó la espeluznante escena de juzgar a un cadáver en avanzado estado de descomposición, en lo que hoy es conocido como el Sínodo del Terror.

Otros muchos personajes históricos han aspirado a borrar de un plumazo todo rastro de sus rivales. Todavía en el siglo XX varios dictadores han impuesto borrados colectivos, «vaporizaciones», diría George Orwell en su novela «1984». Sin ir más lejos, el régimen de Stalin prohibió toda mención de los nombres de sus enemigos y eliminó a éstos de la prensa, libros, registros históricos, fotografías y documentos de archivo. La lista de «personajes incorrectos» afectó a León Trotsky, Nikolái Bujarin, Grigori Zinóviev y a otros líderes políticos que fueron cayeron en desgracia a ojos del dictador.

La cuestión es ¿tuvo alguna vez éxito pleno estas condenas? ¿Alguien ha logrado borrar todo rastro de un personaje a lo largo de la Historia? Evidentemente sería imposible saberlo. Si funcionó y consiguieron borrar la memoria de un personaje o pueblo sería hoy un desconocido. Sin embargo, la experiencia de miles de años ha demostrado que se necesita algo más que recortar una fotografía o romper una estatua para eliminar un legado vital. Resulta una tarea sumamente difícil la de destruir en tantos trozos a sus enemigos.

 

22 noviembre 2016 at 9:13 am Deja un comentario

Pérgamo, la ciudad helenística que quiso competir con Atenas

Entre los siglos III y II a.C, durante la dinastía de los atálidas, Pérgamo gozó de su época de máximo esplendor. En ella se alzaron los templos helenísticos de mayor envergadura, como el altar de Zeus y el santuario de Atenea, que durante años fue motivo de disputa.

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La exposición del Museo Metropolitano de Nueva York contará con una amplia colección de esculturas de la época helenística. Entre ellas hay bustos de bronce, de terracota y de mármol. El de la imagen data del siglo II a.C y forma parte de las reliquías que el museo de Pérgamo de Berlín ha cedido para la exhibición. SMB / Antikensammlung

Fuente: Laura Fernández  |  NATIONAL GEOGRAPHIC     13/04/2016

Ubicada en la actual Turquía, justo enfrente de la isla de Lesbos, Pérgamo guarda en su antigua acrópolis las ruinas de las antiguas construcciones que la hicieron situarse como una de las urbes más brillantes y poderosas del imperio de los atálidas. Fue durante los siglos III y II a.C, cuando lo tenía todo: una rica industria de manufacturas de pergamino, una buena situación geográfica dentro de la ruta del comercio marítimo del Mediterráneo y unas infraestructuras suficientemente amplias como para acoger a los artistas helenos que buscaban nuevos horizontes donde desarrollar su arte más allá del estilo clásico. Pérgamo ansiaba ser la nueva Atenas de Pericles.

Tras la muerte de Alejandro Magno, en el año 323 a.C, el imperio quedó totalmente fragmentado. El poder comenzó a dividirse en pequeños reinos, siendo las ciudades de  Alejandría, Antioquía o Pérgamo las que empezaron a ganar peso. Al frente de esta última se sitúa Filetero, el primero de la dinastía atálida a quien Lisímaco confió la ciudad legándole un tesoro. Aunque en sus inicios estuvo bajo el control seléucida, con la derrota de Seleuco, Filetero tuvo total autonomía para expandir su poder e iniciar la majestuosa obra con la que Pérgamo quedaría señalada en el mapa.

La joya más preciada de Pérgamo, la biblioteca, fue obra de Atalo I, el tercer rey de la dinastía

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Las esculturas son una de las expresiones artísticas más representativas del helenismo. Durante los siglos III y II a.C, Pérgamo fue una de las ciudades más importantes en su producción. Generalmente la temática giraba sobre los guerreros, antiguos dioses griegos como Atenea o personajes de la mitología de la época. Este centauro de la imagen, que formará parte de la colección expuesta en el Museo Metropolitano de Nueva York, data del año 160 a.C y pertenece al museo de Historia del Arte de Viena. 

El lugar escogido para levantar la acrópolis fue un premonitorio sobre el valle del río Selinus, a 335 metros sobre el nivel del mar. Las pendientes del terreno propiciaron que la ciudad estuviera escalonada, aunque para optimizar sus vistas y el espacio de sus edificios se levantaron terrazas artificiales en ella. Esta obra de ingeniería supuso una revolución en la arquitectura de la época, ya que era la primera vez que se buscaba la integración de la ciudad en su paisaje. El resultado fue una polis de tres niveles que se fue completando durante los cuarenta años del gobierno de Filetero y con la aportación de sus sucesores.

La parte más alta de Pérgamo estaba destinada a la vida religiosa, residencial y militar. Filetero la consagró a la diosa Atenea, la victoriosa diosa guerrera cuyo santuario ocupó el centro de su explanada. En sus alrededores levantó su palacio, así como las diferentes dependencias donde vivirían los soldados. La joya más preciada de Pérgamo, la biblioteca, fue obra de Atalo I, el tercer rey de la dinastía. Los atálidas eran bibliógrafos y siempre habían mostrado una gran preocupación por la cultura. Este hecho les llevó a coleccionar más de 200.000 títulos, muchos de ellos de la época de Eumenes II, que años más tarde Marco Antonio se llevaría como regalo de bodas a Cleopatra. La mayoría de los textos fueron copiados en pergaminos, creando así una gran industria de exportación.

La biblioteca de Pérgamo fue la segunda más grande e importante del mundo antiguo, solo superada por la de Alejandría. Sus interiores también sirvieron como escuela para estudios gramaticales, aunque enfocados a la filosofía estoica. Este auge cultural, sumado a la riqueza de su industria, atrajo a numerosos artistas dispuestos a cambiar el estilo clásico griego por las influencias que Alejandro Magno había dejado antes de su muerte. La ruptura arquitectónica quedó reflejada en el afamado altar de Zeus, construido durante los años 180 y 160 a.C bajo el reinado de Eumenes II. Este monumento constituye una de las obras helenísticas más importantes de su tiempo. Entre sus particularidades destaca su friso, que en vez de haber sido esculpido en lo alto del edificio como en el estilo clásico, se situó en el zócalo de la columnata para que pudiera ser contemplado al detalle. En él se representa una gigantomaquia, la batalla entre los dioses olímpicos y los titanes, pues es una alegoría del triunfo de las nuevas dinastías helenísticas sobre las antiguas polis griegas.

En su mejor época, la ciudad de Pérgamo llegó a albergar hasta 60.000 habitantes. Contaban con el teatro más grande del mundo, con capacidad de hasta 10.000 espectadores, y con una terraza desde donde se obtenían las mejores vistas del valle. En uno de sus laterales se ubicaba el templo dedicado a Dioniso; mientras que la parte más alta estaba coronada por el de Trajano. La ciudad media albergaba los gimnasios, además del santuario de Deméter. Su parte más llana, ocupada por la actual ciudad de Bérgamo, estuvo destinada a los barrios residenciales. Tras pasar por varias manos, su último rey, Atalo III, legó Pérgamo a los romanos, quienes la convirtieron en la capital de su imperio en Asia Menor para controlar el Egeo.

La ciudad de Pérgamo llegó a albergar hasta 60.000 habitantes y contó con el teatro más grande del mundo, con capacidad de hasta 10.000 espectadores

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Pintura sobre la acrópolis de Pérgamo realizada por Friedrich von Thiersch en 1882. En ella se puede observar cómo era la ciudad en su época de máximo esplendor. Entre los edificios que sobresalen se encuentra el afamado altar de Zeus, que ocupa la inmensidad de la explanada; el santuario de Atenea, la diosa de la ciudad; y la biblioteca, la segunda más importante del mundo antiguo después de la de Alejandría. SMB / Antikensammlung

Su decadencia no llegó hasta años después, cuando Tiberio Sempronio Graco propuso repartir los tesoros de Pérgamo entre los romanos. El Senado rechazó la oferta y, a la muerte de Graco, la ciudad sufrió varias revueltas que le hicieron perder parte de su patrimonio. Occidente no descubrió el altar de Zeus hasta el siglo XIX, momento en el que arqueólogos alemanes lo compraron a los otomanos por un precio irrisorio. Su incalculable valor fue objeto de disputas. Stalin se hizo con él durante la Segunda Guerra Mundial y no fue hasta 1959 cuando fue devuelto a Alemania como pieza clave del Museo de Pérgamo, situado en la isla de los museos de Berlín. Desde 2014 este afamado altar se encuentra en restauración, por lo que ha sido retirado de la exposición. Para conocer la historia de Pérgamo y poder contemplar algunas de las joyas que todavía hoy se conservan habrá que viajar hasta Nueva York.

El MET inaugura una exposición sobre Pérgamo

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La colección sobre Pérgamo del Museo Metropolitano de Nueva York incluye joyas, accesorios y otros enseres encontrados en la antigua acrópolis y que datan de la época helenística. Este ornamento de oro para el pelo, en cuyo centro se puede ver esculpido el busto de Atenea, es original del siglo II a.C. Es propiedad del museo Benaki de Grecia. 

El Museo Metropolitano de Nueva York inaugura el próximo 18 de abril una exposición con más de 260 piezas bajo el nombre de Pérgamo y los reinos helenísticos de la Antigüedad. Una amplia colección de arte de la época helenística con la que transportar al visitante a los tiempos de la dinastía atálida a través de su legado. Entre las diferentes obras se encuentran esculturas de bronce, mármol, terracota, joyas de oro, muestras arqueológicas de Pérgamo originales, elementos arquitectónicos, decorativos y hasta una representación de Atenea. También hay espacio para conocer la historia de Pérgamo, el antiguo imperio de Alejandro Magno y el periodo helenístico a través de la réplica de las obras de artistas de la época como Lisipo.

La exposición, que estará abierta hasta el 17 de julio, ha contado con la colaboración del Museo de Pérgamo de Berlín, que ha cedido un tercio de la colección, además de piezas procedentes de otros países como Grecia, Túnez, Marruecos, Estados Unidos o Italia

13 abril 2016 at 5:15 pm 1 comentario

El día que César Augusto rompió la nariz del cadáver de Alejandro Magno

Mientras el cortejo fúnebre con los restos de Alejandro se dirigía a Macedonia, Ptolomeo se apropió de ellos y se los llevó a Egipto. Allí levantó una enorme tumba, conocida como el sema, en Alejandría

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Alejandro combate contra el rey persa Darío III en la batalla de Issos – La Casa del Fauno de Pompeya

Fuente: CÉSAR CERVERA  |  ABC     17/03/2016

El Segundo Triunvirato en la historia de Roma repartió el control de la República en tres, entre el joven César Augusto, Lépido y Marco Antonio. Éste último hizo de Egipto su fortín y de Cleopatra, antigua amante de Julio César, su mejor aliada. La lucha entre los tres vislumbró la supremacía de César Augusto, quien concluyó el conflicto viajando en persona a Egipto, tierra de héroes mitológicos y mortales, a forzar el suicidio de Cleopatra y hacer un poco de turismo.

Representación de Cleopatra

Representación de Cleopatra

Tras forzar el suicidio de Marco Antonio, Cleopatra albergó durante unos días la esperanza de que la nueva fuerza hegemónica le mantuviera con vida. César y la egipcia finalmente se vieron frente a frente en una reunión donde Cleopatra, presumiblemente, rogó por su vida invocando el amor que había sentido en el pasado por el tío de Octavio, Julio César. No era suficiente. César buscaba cambiar la relación entre Egipto y Roma, más control político, así como apoderarse del tesoro de Cleopatra.

Una de las posibilidades que barajó el Princeps fue emplear a la egipcia como trofeo de guerra y hacerla desfilar en el triunfo (la forma en la que se celebraban las grandes victorias en Roma) que esperaba organizar a su regreso. No obstante, se corría el riesgo de que el pueblo romano viera un acto de crueldad en obligar a una mujer a participar en estos actos, que terminaban con la ejecución pública de los caudillos vencidos.

Cleopatra, la última griega en Egipto

La mejor opción es que Cleopatra siguiera los pasos de Marco Antonio, aunque por el momento a César Augusto le convenía que siguiera con vida. Como narra Adrian Goldsworthy en la biografía «Augusto: de revolucionario a emperador» (La Esfera de los libros, 2015), dio órdenes de que siguiera con vida y, cuando comprobó que se había suicidado empleando el veneno de una serpiente, ordenó llamar a médicos y especialistas en venenos. Nada se pudo hacer por su vida ni por los partidarios que dejaba a su espalda. La carga de impuesto aumentó y tres legiones quedaron acantonadas allí, lo que suponía que Egipto estaba en proceso de convertirse en una provincia romana.

Estatua de Augusto

Estatua de Augusto

«Cleopatra tuvo la fortaleza de ánimo para mirar a su destruido palacio con calmada expresión y el valor para manejar las serpientes de afilados colmillos, dejando que su cuerpo bebiera su negro veneno (…). No le arrebatarían su realeza, ni la obligarían a enfrentarse a un burlón triunfo: mujer humilde no era», cantó Horacio sobre la muerte de la princesa. La egipcia no era humilde ni nada parecido. Con ella murió la dinastía macedónica que fundó en el año 323 a. C. Ptolomeo I Sóter, uno de los generales de Alejandro Magno. Tras la guerra abierta entre los sucesores de Alejandro Magno, Ptolomeo se declaró gobernante independiente, nombrándose a sí mismo Rey de Egipto. Cleopatra y su dinastía eran griegos; en tanto, su posición en Egipto siempre fue precaria y requirió de una enorme simbología para sostener su legitimidad.

Mientras el cortejo fúnebre con los restos de Alejandro se dirigía a Macedonia, Ptolomeo se apropió de ellos y se los llevó a Egipto. Allí levantó una grandilocuente tumba, conocida como el sema, en Alejandría (la más famosa de las 50 Alejandrías fundadas por el conquistador). El sarcófago era en su origen de oro, si bien Ptolomeo IX lo reemplazó por cristal con el objetivo de sacar más fondos. Así la halló Julio César cuando peregrinó a la tumba de su héroe de juventud. En el año 48 a. C, Julio César llegó a Alejandría, después de haber perseguido a su enemigo Pompeyo, y tuvo ocasión de ver los restos.

La tumba se pierde en la historia

Su heredero político, César Augusto, también visitó la tumba en un acto plagado de propaganda. Decidió ver los restos del conquistador y para ello ordenó que fueran sacados de su tumba, adornando el cadáver con flores y una corona de oro. Según las fuentes del periodo, cuando Augusto estiró la mano para tocarle la cara a Alejandro le rompió de forma accidental un pedazo de nariz.

La visita del Emperador de turno a la tumba de Alejandro se convirtió en «protocolaria» con el paso de los siglos. Algunos, como Cayo Calígula, que la conoció en un viaje con su padre de niño, se apoderaron de distintos objetos presentes (en su caso de la coraza de Alejandro). Por el contrario, Septimio Severo ordenó sellar el acceso a la tumba al ver lo poco protegida que estaba, en el año 200 d. C.

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Augusto visita la tumba de Alejandro (Sebastien Bourdon, 1643 – Museo del Louvre)- Wikimedia

Con la decadencia del Imperio romano, Alejandría se vio azotada por distintos saqueos y revueltas, que terminaron por perder el rastro de la tumba del general. Si bien hay evidencias de que todavía en el siglo IV la tumba seguía en su lugar original, no se puede constatar que saliera intacta, en el 365, del gran terremoto seguido de un tsunami gigantesco, que provocó estragos en las regiones costeras y ciudades portuarias de todo el Mediterráneo oriental.

En Alejandría los barcos fueron levantados hasta los tejados de los edificios que quedaron, lo que hace probable la destrucción del mausoleo del Soma. Esto no significaba, sin embargo, que los restos se perdieran en los saqueos o en el terremoto. Libanio de Antioquía mencionó en un discurso dirigido al Emperador Teodosio, que el cadáver de Alejandro estaba expuesto en Alejandría. El cadáver podría haber sido retirado y separado del sarcófago, lo que explicaría que la expedición de Napoleón lo hallara vacío en el siglo XIX.

17 marzo 2016 at 11:43 am Deja un comentario

Cuídate de los idus de marzo

  • César recibió 23 puñaladas en el Teatro de Pompeyo
  • Recibió varios avisos y premoniciones, pero no les hizo caso

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Fuente: Víctor Bejega  |  Diario Digital de León  15/03/2016

Pocas figuras han trascendido la Historia como Cayo Julio César, y pocos asesinatos son tan famosos. Miles de páginas se han escrito sobre su persona, sus logros, su muerte. Relatos históricos y fantásticos, e incluso aportes desde la Arqueología, con el descubrimiento en 2012 de los restos del Teatro de Pompeyo, donde se produjo el crimen.

Las luchas políticas de Roma durante el último siglo habían sido duras. Dos facciones, optimates y populares, se habían configurado en defensa de intereses diversos. Los optimates, representantes de la aristocracia más reaccionaria e inmovilista. Los populares, apoyados en las crecientes clases populares de Roma. Personajes tan relevantes como los hermanos Graco, Cayo Mario, Sila o Cneo Pompeyo, habían jugado un importante papel en esta lucha fratricida.

Vincenzo Camuccini, "Morte di Cesare", 1798,

La debilitada facción optimate, sin embargo, consideraba que la acumulación de poder de César, tanto político como religioso, eran el paso previo a la reinstauración monárquica. Con esa premisa, Cayo Casio Longino lidera un complot para asesinar a su enemigo.

A pesar de numerosos avisos y premoniciones, César se dirigió hacia el Foro la mañana de los idus de marzo (15 de marzo actual) del año 44 a.C. Dirigido hacia el Teatro de Pompeyo, bajo el engaño de presentarle una petición, Servilio Casca le tira de la toga y lanza la primera cuchillada. Según los autores antiguos, César respondió tratando de defenderse y llamando a su agresor villano y sacrílego, tanto por agredir al Pontifex Maximus como por portar armas en el Senado. Le siguieron 22 puñaladas más, de un grupo de 60 senadores entre los que se encontraba Marco Junio Bruto.

El gran hombre, cayó al suelo empapado en sangre, justo debajo de una estatua de Pompeyo. Según algunos autores, César gritó «Bruto, ¿tú también, hijo mío?«, según Plutarco, simplemente se cubrió la cabeza con la toga. La noticia del asesinato recorrió Roma, generando un clima de tensión. Los asesinos huyeron rápidamente, mientras que los partidarios de César, temerosos de la magnitud del complot, tardaron en reaccionar para recuperar el cuerpo.

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La reacción popular ante la muerte de César fue magníficamente aprovechada por Marco Antonio, a través de un discurso fúnebre incendiario, que consiguió que los asesinos huyeran de Roma. El cadáver de César fue incinerado y la plebe arrojó cientos de objetos para reavivar la hoguera. Había muerto el hombre, había nacido la leyenda.

Su muerte desencadenó una nueva etapa política, apasionante, con una carrera por vengar el asesinato y derrotar a los optimates, pero también por erigirse heredero de Julio César y constituirse como la primera figura de Roma, que culminaría con el establecimiento del Imperio de la mano de Cayo Julio César Octaviano, Augusto.

El legado de Cayo Julio César, llega a nuestros días. Sus proyectos políticos y militares fueron desarrollados durante el Imperio, fue divinizado, creó la base del actual calendario y su figura sigue fascinando más de dos mil años después.

15 marzo 2016 at 2:38 pm 1 comentario

Herodes «el Grande», el Rey de la Biblia que fue acusado de la Matanza de los Inocentes

Empleó métodos brutales para mantener el poder en Judea, pero no fue ningún sádico y no autorizó ninguna matanza de recién nacidos. De hecho, Herodes sentó las bases para el esplendor económico de su reino y lo abrió a la romanización

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«La Masacre de los inocentes», obra de Dionigi Bussola, ubicada en la Capilla de San José, en la Cartuja de Pavía. / WIKIPEDIA

Fuente: CÉSAR CERVERA > Madrid  |  ABC    28/12/2015

Es difícil encontrar a un rey hebreo, en concreto de Judea, que despertase tantas antipatías como Herodes I «el Grande». Hasta el punto de que la Biblia le sitúa tras la salvaje orden de ejecutar a los niños nacidos en Belén con el propósito de matar a Jesús, «un recién nacido a quien los magos de oriente designaron como el rey de los judíos». Sin embargo, los historiadores romanos presentan un retrato favorable a este gobernante, sin ocultar que empleó métodos brutales para alcanzar el poder. La expansión económica que vivió la región en esas fechas refrenda que fue un buen administrador.

El origen de la hostilidad de los hebreos hacia Herodes I estuvo causada porque ellos le consideraban un rey extranjero. Si bien su linaje era idumeo –una región histórica semítica al sur de Judea–, la profunda división hebrea entre sectas religiosas le alejaba de las simpatías de los habitantes de Judea. En ese tiempo, las tres principales sectas religiosas judías (farisea, saducea y esenia) no estaban de acuerdo prácticamente en nada. Al contrario, sobre Herodes –del que se dijo que tenía una educación helenística y que su madre era árabe nabatea– coincidieron las tres sectas religiosas en identificarle como un elemento intruso y peligroso.

Fue nombrado procurador de este reino por Julio César

Herodes se valió del apoyo de fuerzas extranjeras, especialmente de los romanos, y de un contexto de inestabilidad política para alcanzar el poder. Desde el año 63 a.C., la República de Roma había hecho de la antigua Judea un reino vasallo (que abarcaba Samaria, al norte, y Edom, al sur) y en el año 47 a. C. Herodes fue nombrado procurador de este reino por Julio César. A través de este cargo, el idumeo planeó la eliminación de la estirpe judía de los asmoneos (descendientes de los macabeos), que había reinado hasta ese momento en Judea.

Quizás gran parte de la fama de cruel de este rey hebreo está relacionada con los métodos que aplicó para desplazar del poder a los asmoneos y mantenerlo después bien agarrado. En el año 40 a. C., consiguió de Marco Antonio –triunviro de Roma y poseedor de la parte oriental del Imperio romano– el título de rey de Judea y logró que fueran degollados Antígono II y su familia, los asmoneos, así como cuarenta y cinco partidarios del antiguo régimen. Eliminaba de esta forma a todos los posibles aspirantes a arrebatarle la corona.

Un periodo de gran esplendor económico

Los puñales y el veneno nunca abandonaron del todo la corte. Su segunda esposa Mariamna, de la estirpe de los asmoneos, también fue ejecutada por orden de Herodes, que nunca dudó en derramar sangre de su propia familia si veía peligrar la corona. Tras matar a Mariamna, eliminó a dos de sus hijos (Aristóbulo y Alejandro), atendiendo a rumores de conspiración contra su persona, levantados por otro hijo, Antípater, a quien ejecutó tiempo después por intentar envenenarle.

Con el respaldo económico de Roma, Herodes puso en marcha una política para el desarrollo del comercio y de la agricultura y un ambicioso plan de construcciones. Bajo su reinado, que sentó las bases para la expansión económica que vivió la zona en las siguientes décadas, se reconstruyó el Templo de Jerusalén, se levantó la fortaleza Antonia, un palacio real, un anfiteatro, un teatro y un hipódromo, y se fundó la ciudad de Cesarea, un emplazamiento portuaria de carácter occidental construida en honor al dueño del Imperio, Cayo Julio César Octavio Augusto.

Herodes vendió parte de las riquezas palaciegas para comprar trigo en la hambruna del año 25 a. C.

Ninguna iniciativa parece que le sirviera para mejorar su imagen pública de hombre violento, lascivo –se dice que llegó a tener 15 hijos– y nada respetuoso con las tradiciones hebreas. Este oscuro retrato, de hecho, pocas veces correspondía con la figura histórica que narran los romanos. Pues sabemos que, según los cronistas de Roma, Herodes fue un monarca lo bastante sensible con su pueblo como para deshacerse de parte de las riquezas palaciegas y comprar trigo común durante la hambruna del año 25 a. C.

No en vano, sus fuertes lazos con Roma demuestran que también sabía ser sutil cuando convenía. Esto se hizo patente cuando Octavio Augusto, tras vencer a Marco Antonio y Cleopatra en la batalla de Actium (31 a.C.), llamó a su presencia a Herodes, quien había sido un activo partidario del enemigo mortal del primer Emperador de Roma. El gobernante hebreo se ganó rápido la confianza de Augusto y mantuvo excelentes relaciones con él. Así, el reinado de Herodes es también recordado por los grandes esfuerzos para la romanización del pueblo judío. El palacio real acogió a poetas, filósofos, historiadores, maestros de retórica, bajo la influencia romana, que impulsaron un periodo de auge cultural en la región.

Matanza de los inocentes: ¿realidad o mito?

La figura de Herodes es sobre todo conocida por ser el gobernante que ordenó la Matanza de los Inocentes que narra el Evangelio de Mateo (2:16-18). Un hecho atroz que tiene su antecedente directo en el episodio protagonizado por el gran enemigo del pueblo elegido: los egipcios, quienes ordenaron supuestamente asesinar a los bebés hebreos y forzaron a la familia de Moisés a esconderle en el río.

«Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos», narra San Mateo sobre el edicto supuestamente dictado por el gobernante hebreo que buscaba a acabar con la amenaza política de un niño designado como «el rey de los judíos».

Sin embargo, la Matanza de los Inocentes no aparece mencionada en los otros evangelios ni en textos del periodo, lo cual ha llevado a plantear si el episodio tuvo realmente lugar o pudo ser una malinterpretación de otro suceso. El historiador bíblico Daramola Olu Peters en sus análisis del texto defiende que se trata de una mala traducción de la palabra «matanza» y podría ser solo el asesinato de algún hijo de los aspirantes a ocupar el trono. Otros estudiosos vinculan la presunta matanza con el asesinato de los tres hijos de Herodes o alguna de las purgas que llevó a cabo el monarca durante su ascenso al poder.

El historiador Favio Josefo, hostil al monarca, pasó por el alto la barbarie

Las exageradas cifras no ayudan. Según los estudios demográficos, el poblado de Belén, donde nació Jesús, tenía en el año 4 a.C de 300 a 1.000 habitantes, de ellos solo habría entre 7 y 20 menores de dos años. Es por ello que, aunque hubiera tenido lugar la matanza, no pudo tener las dimensiones descritas en la Biblia. El que hubiera sido un asesinato aislado o de poca trascendencia podría explicar la razón de que el historiador Flavio Josefo, que siempre presentó a Herodes como un tirado cruel, pasó por alto semejante barbarie.

Favio Josefo fue el principal responsable de alimentar posteriormente la leyenda negra sobre Herodes, que en muchos casos elevaba a la exageración las actuaciones del monarca. El relato que hace sobre la muerte del idumeo no escatima en detalles escabrosos y se deleita en su sufrimiento. A los 70 años Herodes murió, «castigándole Dios por los crímenes que había cometido», y fue sepultado en el Templo Herodiano, descubierto en el 2007 por un grupo de arqueólogos.

Con su fallecimiento, Judea pasó a ser una provincia gobernada directamente por Siria. Y esta situación desencadenó una revuelta inmediata que fue reprimida con gran brutalidad por los soldados romanos, pero que se alargaría intermitentemente hasta el sitio de Jerusalén del año 70 d. C.

28 diciembre 2015 at 6:25 pm Deja un comentario

La misteriosa enfermedad que torturó al emperador César Augusto hasta los 40 años

Cuando todo parecía dispuesto para el final del Princeps, el griego Antonio Musa modificó el tratamiento dando lugar a una recuperación casi milagrosa. El médico lo curó con algo tan sencillo como aplicar baños de agua fría

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Estatua de César Augusto en la Ciudad del Vaticano, Roma. / MUSEO CHIARAMONT

Fuente: CÉSAR CERVERA > Madrid  |  ABC        11/09/2015

Cuando en el año 44 a.C. Julio César fue asesinado por un grupo de senadores, Cayo Octavio era un adolescente completamente desconocido recién adoptado por el dictador romano. Nadie pensó que aquel imberbe fuera en serio en su pretensión de continuar con el legado de su padre político. Cayo Julio César Octavio, sin embargo, consiguió en poco tiempo alzarse como uno de los tres hombres más poderosos de la República –formando inicialmente el Segundo Triunvirato con Marco Antonio y Lépido– y más tarde logró gobernar en solitario como Princeps («primer ciudadano» de Roma), para lo cual adquirió la consideración de hijo de un dios. No en vano, una extraña dolencia le recordó, una y otra vez, que era mortal hasta el punto de casi costarle la vida cuando rondaba los 40 años. Sola la intervención de un médico griego evitó que la historia de Roma cambiara radicalmente. Todavía hoy, los investigadores médicos debaten sobre la naturaleza de esta intermitente enfermedad hepática o si, en realidad, se trataban de distintas dolencias no relacionadas entre sí.

El joven Octavio quedó muy pronto huérfano de padre. El patriarca, Cayo Octavio Turino, fue un pretor y gobernador de Macedonia al que, siendo un prometedor político, le alcanzó la muerte de regreso de Grecia a causa de una enfermedad que le consumió de forma súbita en Nola (Nápoles). Curiosamente, Augusto falleció mientras visitaba también Nola muchas décadas después. Numerosos autores apuntan incluso a que murió en la misma habitación en la que falleció su padre. Así y todo, se conocen pocos detalles de la dolencia que causó la muerte del padre y es difícil relacionarla con la que afectó a su hijo.

El niño que «le debe todo a un nombre»

Demasiado joven para participar en las primeras fases de la guerra civil que llegó a Julio César al poder, Octavio se destacó por primera vez como centro de la atención pública durante la lectura de una oración en el funeral de su abuela Julia. Como Adrian Goldsworthy narra en su último libro «Augusto: de revolucionario a emperador» (Esfera, 2015), los funerales aristocráticos eran por entonces acontecimientos muy importantes y servían a los jóvenes para destacarse a ojos de los miembros ilustres de la familia, como ocurrió en esa ocasión con Julio César. El tío-abuelo de Octavio decidió a partir de entonces impulsar la carrera del joven, que desde su adolescencia empezó a mostrar síntomas de una salud quebradiza. Cuando ya había cumplido la mayoría de edad, el dictador destinó a Octavio a Hispania en la campaña militar contra Cneo Pompeyo, pero debido a una enfermedad sin precisar por las fuentes llegó demasiado tarde para participar en el combate. Impregnado de escaso espíritu militar, el joven romano empleó repetidas veces, ya fuera cierta o no, la excusa de sus problemas de salud para alejarse del lugar de la batalla.

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Pintura de la muerte de Julio César en 44 a. C, por Vincenzo Camuccini. / ABC

A la muerte de Julio César, Octavio –«un niño que le debía todo a un nombre», como le definían sus enemigos– no era todavía apenas conocido ni siquiera entre los partidarios del dictador fallecido, quienes veían en Marco Antonio al verdadero hombre a seguir. Tras levantar un ejército privado y ponerse al servicio de los propios conspiradores que mataron a su tío, Octavio se enfrentó inicialmente a Marco Antonio y Lépido, dos generales hostiles al Senado a consecuencia de la muerte del dictador. No obstante, los tres acabaron uniendo sus fuerzas, en el conocido como Segundo Triunvirato, contra los Libertadores, el grupo de senadores que habían perpetrado el magnicidio. Luego de aplicar una durísima represión política, el Triunvirato acorraló a los Libertadores y sus legiones en Grecia y emprendió en el año 42 a.C. la definitiva campaña militar en estas tierras. El desembarco se produjo en Apolonia, donde Octavio enfermó gravemente sin que se conozca hoy la naturaleza de sus síntomas. La dolencia, una vez más, impidió que Octavio participara en plenitud de condiciones en la batalla que puso fin a la guerra.

Los hechos ocurridos en batalla de Filipos, entre los cabecillas del bando de los Libertadores –Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino– y el Triunvirato, dio lugar durante el resto de la vida de Octavio a comentarios malintencionados sobre su pobre actuación. O no tan malintencionados. Como apunta el historiador Adrian Goldsworthy, «Octavio no se comportó como cabía esperar de un joven aristócrata romano al frente de una batalla». De hecho, no apareció por ningún lado. Lo que hoy podríamos llamar la versión oficial aseguró que seguía enfermo y prefirió dirigir la batalla desde la retaguardia trasladándose en litera de un lado a otro, aunque la realidad es que cuando las tropas de los Libertadores consiguieron derrumbar el frente que debía dirigir Octavio e internarse en el campamento enemigo no encontraron por ningún lado al joven. En este sentido, la versión más probable es que ni siquiera se encontrara en el campo de batalla, sino escondido en una zona de marismas cercana recuperándose de su enfermedad en un periodo que se prolongó hasta tres días.

El hijo de un dios que era mortal

De una forma u otra, Marco Antonio consiguió dar la vuelta a la situación y acabar finalmente con el conflicto. Puede que Octavio no fuera un buen militar, pero era un hábil político. Tras repartirse el mundo entre los tres triunviros, Octavio fue consolidando su poder desde Occidente, mientras Marco Antonio desde Oriente caía en los brazos de Cleopatra y fraguaba su propia destrucción política. Lépido, por su parte, se limitó a dar un paso atrás. En el año 31 a.C, Octavio se vio libre de rivales políticos tras derrotara a Marco Antonio, al que primero había desacreditado con una agresiva campaña propagandística, e inició el proceso para transformar de forma sigilosa la República en el sistema que hoy llamamos Imperio. Lo hizo, sobre todo, valiéndose del agotamiento generalizado entre una aristocracia desangrada por tantas guerras civiles sucesivas. Octavio pasó a titularse con el paso de los años Augusto (traducido en algo aproximado a consagrado), que sin llevar aparejada ninguna magistratura concreta se refería al carácter sagrado del hijo del divino César, adquiriendo ambos una consideración que iba más allá de lo mortal. Sin embargo, los problemas de salud de Augusto –como el esclavo que sujetaba la corona de laurel de la victoria de los comandantes victoriosos durante la celebración de un Triunfo– le recordaban con insistencia que era mortal.

 Retrato de Augusto portando un gorgoneion. / ABC

Retrato de Augusto portando un gorgoneion. / ABC

La dolencia que torturó de forma intermitente la vida de Augusto tuvo su punto clave a la edad de 40 años. En el año 23 a.C, Augusto era cónsul por undécima vez, algo sin precedentes en la historia de Roma, y tuvo que hacer frente a una seria epidemia entre la población derivada del desbordamiento del río Tíber. Coincidió esta situación de crisis con las guerras cántabras y con el episodio más grave de la extraña dolencia de cuantos registró en su vida. Ninguno de los remedios habituales contra sus problemas de hígado, como aplicar compresas calientes, funcionó en esta ocasión; y todos, incluido él, creyeron que su muerte era inminente. Así, Augusto llamó a su lecho a los principales magistrados, senadores y representantes del orden ecuestre para abordar su posible sucesión, aunque evitó de forma premeditada nombrar a alguien concreto.

Cuando todo parecía dispuesto para el final del Princeps y del sistema que trataba de perpetuar, la llegada de un nuevo médico, el griego Antonio Musa, modificó el tratamiento dando lugar a una recuperación casi milagrosa. Musa lo curó con hidroterapia alternando baños de agua caliente con compresas frías aplicadas en las zonas doloridas. El agua fría y ese médico griego habían salvado su vida, por lo que Augusto le recompensó con una gran suma de dinero. El Senado, en la misma senda, concedió a Musa una nueva suma de dinero, el derecho a llevar un anillo de oro y erigió una estatua suya junto a la de Esculapio, el dios de las curas. Las muestras de agradecimientos se completaron con la decisión senatorial de dejar exentos del pago de impuestos a todos los médicos.

Ni siquiera hoy está claro cuál fue la naturaleza exacta de la enfermedad que hostigó al Princeps en los diferentes periodos de su vida, aunque lo más probable visto con perspectiva es que no fuera una única dolencia, siendo su salud siempre fue muy frágil y propensa a vivir momentos de colapso. En su largo historial médico registró problemas de eccema, artritis, tiña, tifus, catarro, cálculos en la vejiga, colitis y bronquitis, algunos de los cuales se fueron enconando con el tiempo para convertirse en crónicos, al tiempo que sentía pánico por las corrientes de aire.

Busto de Tiberio. / WIKIPEDIA

Busto de Tiberio. / WIKIPEDIA

Augusto, en cualquier caso, no volvió a sufrir más problemas de hígado ni registró estados graves más allá de algún catarro primaveral. Al contrario, el Princeps murió en Nola a la avanzada edad de 76 años, lo cual generó el problema contrario al que le había preocupado en su juventud: ¿Quién de los sucesores señalados en diferentes periodos viviría tanto para sobrevivir al longevo romano? Desde luego Marco Vipsanio Agripa –el más fiel de sus aliados y el hombre señalado para sucederle cuando a punto estuvo de fallecer en el año 23 a.C– no pudo hacerlo y fue él quien murió en el 12 a.C. Muy diferente fue el caso del hijastro de Augusto, Tiberio Claudio Nerón, que, habiendo caído en desgracia décadas atrás, tuvo tiempo de recuperar el favor del Princeps antes de su fallecimiento. Tiberio –que se hallaba presente junto con su esposa Livia en el lecho de muerte de Augusto– asumió la cabeza de Roma y pudo escuchar de primera mano las últimas palabras de Augusto: «Acta est fabula, plaudite» (La comedia ha terminado. ¡Aplaudid!).

11 septiembre 2015 at 8:44 am Deja un comentario

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