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Ronald Syme, lecciones de la Roma Antigua para entender el mundo actual

Ronald Syme dejó escrito un libro clásico sobre el mundo romano que sigue ayudándonos a entender el actual.

Lienzo de Vincenzo Camuccini que recrea el asesinato de Julio César a manos de un grupo de senadores. / GETTY

Fuente: GUILLERMO ALTARES  |  EL PAÍS SEMANAL
20 de abril de 2017

RONALD SYME (1903-1989) fue un latinista improbable. Nació en Nueva Zelanda, un país cuya existencia ni siquiera se sospechaba cuando Roma dominaba el mundo, y fue agente de la inteligencia británica durante la II Guerra Mundial en Turquía. Sin embargo, es autor de la obra de estudios clásicos que muchos expertos consideran la más importante del siglo XX: La revolución romana. Este libro sigue siendo extraordinariamente influyente por lo que cuenta sobre el pasado, el momento crucial tras el asesinato de Julio César cuando la República romana desapareció para convertirse en la dictadura personal de Augusto, pero también por lo que narra sobre el presente: fue publicado en 1939, justo cuando los grandes totalitarismos se estaban apoderando de Europa.

La revolución romana es la única obra de Syme que se puede encontrar todavía en castellano, traducida para la editorial Crítica por Antonio Blanco Freijero y prologada por Javier Arce, profesor de arqueología antigua en la Universidad de Lille y un profundo conocedor del mundo romano. El resto de sus libros están desgraciadamente descatalogados en inglés y alcanzan en ocasiones precios estratosféricos cuando aparece algún ejemplar de segunda mano. El primer tomo de su biografía de Tácito, un volumen desgastado, cuesta cerca de 500 euros en Amazon. Del segundo no hay noticias. Sin embargo, el interés por su trabajo nunca ha decrecido, al contrario. Gustavo García Vivas, miembro del Departamento de Historia Antigua de la Universidad de La Laguna, acaba de publicar su tesis doctoral, Ronald Syme. El camino hasta ‘La revolución romana’ (1928-1939), en la que explica la génesis de esta obra maestra.

La revolución romana es una crónica sui generis del ascenso al poder de Octaviano, el futuro Augusto; del establecimiento de su régimen y de su claque, de su grupo de seguidores o, como Syme los llama, su “facción”, palabra que en el momento en que la obra se escribe ofrece siniestras resonancias. Pero el ensayo tiene, sobre todo, la vocación de hablar de su propio tiempo, del auge de los fascismos en la Europa de su época”, explica García Vivas. La importancia del pensamiento de Syme reside en que logró cambiar la imagen de Augusto, del gobernante que construyó un imperio al dictador que destruyó una república. No es una casualidad que en estos tiempos, con la llegada a la presidencia estadounidense de Donald Trump y el empuje ultraderechista en Europa, las referencias a la obra de Syme aparezcan de forma recurrente: un artículo reciente del Financial Times invocaba al experto para hablar de la posverdad.

La importancia del pensamiento de Syme reside en que logró cambiar la imagen de Augusto, del gobernante que construyó un imperio al dictador que destruyó una república

“Las tragedias de la historia no surgen del conflicto entre el bien y el mal convencionales. Son más augustas y más complejas. César y Bruto, los dos, tenían razón de su parte”, escribió este profesor de Oxford en La revolución romana, una frase cuyo alcance va mucho más allá de los idus de marzo del 44 antes de nuestra era. Su genio consiste en someter al lector al ejercicio de comparar el pasado con el presente, pero nunca de forma forzada: casi sin darnos cuenta, nos lleva a leer en la tragedia que significó el final de la República romana lo que el propio Syme estaba viviendo.

Javier Arce, que trató mucho a Syme, escribe sobre él: “Era un hombre brillante, irónico, preciso, modesto. Le gustaban los farias y el rioja. Fue viajero, cáustico, amante de las palabras, observador, distante y trabajador: ‘There is work to be done’, decía”. La principal virtud de este gran investigador fue enseñarnos, con un estilo claro y directo, que lo que ocurrió hace 2.000 años no está tan lejos. El diario italiano La Repubblica definió recientemente su libro como “un clásico que habla de nosotros”. Cada vez más.

 

20 abril 2017 at 7:14 pm Deja un comentario

«Commentariolum Petitionis», el manual de campaña de Cicerón que los políticos españoles deberían leer

Escrito hace más de 20 siglos, la guía de Quinto Tulio Cicerón – hermano del orador- para ganar las elecciones al consulado mantiene a juicio de expertos como los profesores Pablo Vicente Sapag y Francisco L. Lisi lecciones muy útiles para la política actual

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El famoso cuadro de Cesare Maccari, representa el momento en que Cicerón acusa a Catilina de traición ante el Senado – WIKIPEDIA

Fuente: CARLOS MANSO CHICOTE – Madrid  |  ABC
14 de mayo de 2016

El próximo 26 de junio los españoles volveremos a las urnas para elegir unas nuevas Cortes. Cada uno de los principales candidatos cuentan con equipos, que estarán poniendo en práctica sus propias estrategias con las que convencer al electorado. Sin embargo, este tipo de asesores o agentes electorales no son cosa de la modernidad, ni de nuestras democracias actuales: «Una candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos objetivos: obtener la adhesión de los amigos y el favor popular», escribía Quinto Tulio Cicerón en su «Commentariolum petitionis» dirigido a su hermano el famoso orador Marco Tulio Cicerón.

Era el año 64 a.C. y Cicerón había lanzado su campaña al consulado, la máxima autoridad política y militar de la República romana, que tenía una periodicidad anual. Para el profesor – investigador del Departamento de Historia de la Comunicación Social de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), Pablo Vicente Sapag Muñoz, este «Breviario de campaña electoral» tiene contenidos que son «aplicables» aunque adaptándolos «a una comunicación política mediatizada y de masas». A su juicio, en este contexto, «la estrella es la televisión y su complemento redes, de tal forma que lo que no aparece no existe».

Sapag señala que, en tiempos de Cicerón, «el político romano tenía que dirigirse personalmente a los electores, había cierto diálogo y tenían que llevar filtrados ciertos mensajes o políticas». Algo que contrapone a la actualidad en que observa «una política muy superficial, muy mediatizada, con poco contenido, así como con mucho eslogan o figuración». Este académico lamenta el nivel de las intervenciones de nuestros políticos y destaca que en la República romana, «te tenías que ganar al público con pieza completa de retórica, con introducción, argumentos y conclusiones…)». Al respecto, recuerda el rol esencial de la retórica en la educación de los romanos.

De campaña por el siglo I a.C.

En un contexto muy diferente, aparece este «Breviario de campaña electoral», con un evidente tono epistolar, y que junto a cuatro cartas constituyen la escasa producción literaria que nos ha llegado atribuida Quinto, aunque algunos expertos cuestionan su autoría. Al respecto, el catedrático de Estudios Clásicos de la Universidad Carlos III y director del Instituto de Estudios Clásicos sobre la Sociedad y la Política «Lucio Anneo Séneca» Francisco L. Lisi, advierte que «se trata de una correspondencia publicada, que podría estar corregida posteriormente por el propio Cicerón». El propósito no sería otro que presentarse ante la opinión pública romana como un hombre virtuoso. Especialmente, ante el asunto que marcó su consulado durante el 63 a.C., la conspiración de Catilina.

Catilina era un joven patricio populista, próximo al dictador Sila, que conspiró contra la República

Antes de alcanzar el cargo de mayor dignidad de la República, Cicerón tuvo que enfrentarse contra otros seis rivales, de los que destacaban Gayo Antonio Híbrida y Lucio Sergio Catilina. El primero sería compañero de Cicerón en el consulado – siempre se elegían de dos en dos, para que se turnaran mensualmente en las diferentes funciones y su mandato era por un año no prorrogable- y tío del famosísimo Marco Antonio, al que el orador eclipsó totalmente. Luego estaba el citado Catilina, un joven patricio próximo a otro dictador de la época de nombre Sila, que planificó un auténtico baño de sangre que acabara con la vida de los cónsules y de gran parte de los senadores. Una conspiración desbaratada por el propio Cicerón.

Sobre los citados Catilina y Gayo Antonio, el «Commentariolum» no muestra misericordia: A ambos los considera «asesinos desde la infancia», sobre Gayo Antonio asegura que «tiene miedo hasta de su sombra» mientras que Catilina no lo tiene ni de las leyes». Del primero recuerda que tenía sus bienes embargados o que había sido expulsado del Senado por los cuestores, mientras que al segundo le culpa de «derramar la sangre» de ciudadanos honorables mientras servía a Sila o de «aniquilar el orden ecuestre» (una suerte de clase emprendedora o burguesía de la época), entre ellos al marido de su hermana Quinto Cecilio.

«Homo novus»

Pero, ¿cuáles eran las recomendaciones que le daba a Cicerón? Quinto, en la correspondencia con su hermano, le hace ver que debe presentarse como un «homo novus» u hombre nuevo – sin antepasados aristocráticos ni tradición familiar en el Senado- pero que llega a ser el primero de su familia en acceder a cargos públicos relevantes. Cicerón es bastante fiel a ese retrato: nacido de una familia plebeya, del orden ecuestre, tuvo una formación sólida en literatura, retórica o derecho y tras un breve servicio militar su creciente prestigio como abogado le permitió acceder al consulado, tras ser cuestor en Sicilia (75 a.C.) y pretor (66 a.C.).

Cicerón nació en una familia plebeya, del orden ecuestre, que logró dar a sus hijos una educación de patricio

En este sentido como «homos novus» señala su hermano tendrá que estar preparado para hablar ante cualquier público «como si en cada una de las causas se fuera a someter a juicio todo su talento». También le aconseja hacer ostentación de las amistades que posee y hacerles ver a cada uno que la campaña es el momento oportuno para devolverle el favor por haber defendido su causa o como una forma de demostrar su estima: «Juzga y sopesa las posibilidades de cada persona», para saber cómo servirte de ellas.

Todo ello, con el objetivo de ampliar su base electoral que se concentraba en el orden ecuestre, beneficiados por sus servicios como abogado, estudiantes que le tenían por maestro o su círculo de amigos. En este sentido, recomienda atraerse la simpatía de los nobles y, especialmente, la de los excónsules, para que te consideren digno del puesto al que se aspira. Porque a juicio de Quinto «las promesas quedan en el aire, no tienen un plazo determinado de tiempo y afectan a un número limitado de gente, por el contrario, las negativas te granjean indudable e inmediatamente, muchas enemistades».

El hermano de Cicerón – o él mismo- atribuyen a tres razones el que alguien vote a un determinado candidato: «los beneficios, las expectativas y la simpatía sincera». Por este motivo, le urge a rodearse de un séquito numeroso, para demostrar con qué fuerzas se cuenta de cara a los comicios, que tenían lugar en el denominado Campo de Marte, una llanura situada en torno al Tíber.

Voto secreto

Unos comicios en los que ya existía el voto secreto, de tal forma que las 193 centurias en que se dividía el cuerpo electoral, cada una organizada en 5 clases según su riqueza, escribían el nombre de su candidato favorito en una tablilla. Como recuerda el profesor Lisi (Universidad Carlos III) en aquel momento sólo tenían derecho a votar los «ciudadanos libres», ni los esclavos, ni los libertos ni las mujeres o extranjeros podían participar en este proceso. Además, una gran parte de los electores provenían de las clases más privilegiadas.

Quinto aconsejaba a su hermano que las promesas «no tienen un plazo determinado»

El breviario también habla de tipos de enemigos y de cómo intentar atraerlos con argumentos; así como de hacer que «salten a la vista» los esfuerzos por conocer mejor a los electores y sus necesidades: «No hay nada, me parece, que haga a un candidato tan popular y tan grato». ¿Cómo? Con adulación, generosidad y variando o adaptando las palabras a las opiniones de cada público. Eso sí, «aquello de lo que no seas capaz niégate amablemente a hacerlo o no te niegues», como haría un buen candidato.

Cínico o no, el hermano de Cicerón en su correspondencia constata que los hombres se dejan seducir «por el aspecto y por las palabras, antes que por la realidad de su propio beneficio»; y que es preferible que, de vez en cuando, haya gente que salga frustrada por una promesa incumplida (una mentira) que por una negativa. En resumen, recomienda que Cicerón en su campaña ofrezca «buenas expectativas» y sea tenido por «persona íntegra», que no va a ir contra los intereses de los patricios ni de las masas.

Lectura recomendable

Para el profesor de la Universidad Carlos III, este brevario se trata de «un libro que nuestros políticos deberían leer todos los días». En su opinión, refleja perfectamente el ideal político de los romanos ya que plantea tres cuestiones importantes como conocerse a uno mismo, fijar cuál es mi horizonte («persevera todavía más en seguir el camino que te has marcado: sobresalir en la elocuencia») y qué espero o cuáles son mis metas («…como aspiras al más alto cargo de la ciudad …»).

«Un libro que nuestros políticos deberían leer todos los días», concluye el catedrático Franciso L. Lisi

En este sentido, añade que el «Commentariolum» también habla de desenmascarar las malas artes de los rivales poniéndolas en evidencia «y no a través de mentiras». En su opinión, Cicerón «idealizaba» a Platón y «era partidario de volver a la República romana primitiva» en un siglo en que ya padecía una prolongada crisis. Lo que le convertía en un conservador, enfrentado a otros prohombres de la primera mitad del siglo I a.C. como Craso, Julio César o Cneo Pompeyo, a quien apoyó en algunas ocasiones. De ahí su actuación contundente contra Catilina y sus cómplices, que le granjeará gran fama y también un exilio a Macedonia durante el 58 a.C., así como una de sus obras cumbre: las Catilinarias.

Héroe de Roma, salvador de la República , la suerte del conocido orador cambió dramáticamente al socaire de la guerra civil entre Julio César y Pompeyo. Cicerón fue ejecutado como enemigo del Estado un año después del asesinato del conquistador de las Galias, en el 43 a.C.

 

14 May 2016 at 8:00 pm Deja un comentario

Pompeyo, el «adolescente carnicero» que quiso ser el Alejandro Magno romano

Muchos romanos vieron en su carismática figura la sombra del gran conquistador macedonio. Julio César vio al principio a un aliado y, más tarde, a un rival al que solo venció tras mucha dificultad. Pese a ello, cuando los embajadores egipcios entregaron su cabeza decapitada a César, éste quedó ofendido y pidió que le otorgaran los honores debidos

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Escultura de Cneo Pompeyo «Magno» / WIKIPEDIA

Fuente: CÉSAR CERVERA > Madrid   |  ABC       18/08/2015

Cuando Julio César decidió cruzar el río Rubicón desafiando al Senado y dando inicio a la Segunda Guerra Civil de Roma, Cneo Pompeyo se puso al frente del bando de los optimates, proclamados centinelas de las viejas esencias de la República. La guerra terminó con la cabeza de Pompeyo –un brillante estratega en su juventud, que nada pudo hacer contra los nuevos vientos de la historia– arrojada a los pies del dictador romano, quien contrariado reclamó un funeral honroso para el que fue su más distinguido rival. No en vano, la suya quedó como la historia de un romano tradicional que pereció frente a la poca convencional trayectoria de Julio César. Nada más lejos de la realidad. La carrera de Pompeyo Magno, llamado el adulescentulus carnifex (el «adolescente carnicero») por su brutalidad en los tiempos de la represión iniciada por Cornelio Sila, no tuvo nada de ortodoxa hasta que precisamente alcanzó la vejez.

En muchos aspectos, la carrera de Pompeyo constituyó un vuelco radical en el camino político que se esperaba de un romano en su ascenso social. Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), con solo 23 años Pompeyo reclutó un ejército privado usando su fortuna familiar para participar en la Guerra Civil del año 88 a.C, que enfrentó a Cornelio Sila contra Cayo Mario. Se trataba de algo fuera de lo común al carecer de autoridad legal, pero Sila le dio legitimidad al estar necesitado de tropas y al vislumbrar el encanto natural del joven. Aunque el padre de Pompeyo no era un hombre nuevo ni carismático, pero sí enormemente rico, el papel político de su familia había sido poco destacado hasta entonces y prácticamente se limitaba a su participación en la Guerra Social que encumbró a Sila como héroe de la República, despertando la hostilidad abierta de Mario.

Fue en la guerra entre ambos caudillos romanos cuando el ejército de Cneo Pompeyo cobró poco a poco protagonismo a base de pequeñas victorias, entre las que destacó una gesta individual del joven romano que descabalgó y mató con sus manos a un jefe de una compañía de jinetes galos al servicio del bando de Mario. Al reunirse finalmente con Sila, el viejo romano desmontó de su caballo y recibió con grandes gestos de amistad a Pompeyo, al que llamó imperator (apelativo reservado a los comandantes victoriosos) y lo situó como su principal consejero.

El joven verdugo de Cornelio Sila

Ambos consiguieron encadenar una serie de victorias que terminaron con la ocupación de Roma y la proclamación de Sila como dictator rei publicae constituendae («dictador para el restablecimiento de la República), sin limitación de tiempo alguno. Como hizo Mario años atrás, el nuevo régimen aplicó una sangrienta represión política que incluía una amplia lista de proscritos clavada en el Foro. Quien aparecía en esta lista debía perder todos sus derechos como romano y morir, siendo perfectamente legal que fuera a través de un método violento. Las cabezas de cientos de proscritos terminaron decorando las paredes del Foro y sus bienes pasaron a ser propiedad de Sila y del Tesoro, que, sin embargo, se mostró muy generoso en el reparto con sus seguidores. Entre estos beneficiados se encontraba Cneo Pompeyo, conocido entonces como el adulescentulus carnifex (el «adolescente carnicero»), o «el joven verdugo», por recrearse en exceso en la persecución y tortura de los senadores señalados en la lista.

Aunque la Guerra Civil había terminado con la toma de Roma, algunos de los generales del fallecido Mario se negaron a entregarse y continuaron la lucha en las provincias periféricas. Durante la campaña que Pompeyo acometió con éxito en Sicilia contra el rebelde Perperna, recibió por primera vez un título oficial, dado que el Senado le entregó el imperium de propretor. Ejerciendo este cargo se produjo un amago de levantamiento en Sicilia, donde las tropas de Pompeyo se ofrecieron a acompañarle a Roma a derrocar a Sila por lo que consideraban una serie de muestras de ingratitud hacia el general que tanto había regalado al dictador. Sin embargo, Pompeyo se mostró leal al dictador y cuando regresó a Roma le fue concedido el título de Magno («el Grande»), lo cual alimentó aún más las comparaciones con el general macedonio Alejandro Magno, y, tras mostrarse Sila inicialmente reticente, le concedió un triunfo. Nadie antes lo había celebrado en una edad tan temprana y, quizás por influencia de su inmadurez, Pompeyo se empeñó en que quería hacerlo en un carruaje tirado por elefantes. Desistió al descubrir que la estrechez de una parte del itinerario impedía el uso de estos animales.

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La huida de Pompeyo después de Farsalia, por Jean Fouquet / ABC

A continuación, Pompeyo Magno se negó a aceptar el cargo de senador que Sila le ofreció y, en cambio, prefirió seguir su carrera al margen del cursus tradicional, el cual estipulaba restricciones de edad en función del cargo. Por el contrario, decidió casarse con la hijastra de Sila, lo cual supuso un trágico golpe para su primera mujer Antistia –que había perdido a su padre en la guerra civil asesinado por casarse con Pompeyo– y dio un impulso a su carrera política. Al fallecimiento de Sila, Pompeyo se aseguró de que el cadáver de su suegro recibiera los debidos honores y no se produjeran disturbios, aunque no pudo evitar que el excónsul Lépido se levantara contra el Senado. Así y todo, el hombre que siempre se había resistido a seguir una carrera convencional respondió a la llamada de auxilio del Senado y se encargó de derrotar a Lépido.

Algunos de los partidarios de Lépido se refugiaron en Hispania, donde Quinto Sertorio –discípulo de Cayo Mario– seguía resistiendo desde los tiempos de la Guerra Civil sin que ninguno de los generales de Sila pudiera hacer nada para evitarlo. Hábil político, Sertorio instituyó un Senado local y conservó las formas de gobierno romanas, titulándose únicamente procónsul. Así se ganó la adhesión de los pueblos de las Hispanias y se convirtió en un rival militar solo a la altura de Pompeyo Magno. El discípulo de Mario contra el de Sila. Frente a la negativa de los dos cónsules designados a ir a Hispania, Pompeyo, de 28 años, fue nombrado pro consulibus (enviado «en lugar de ambos cónsules») y destinado a la provincia más occidental de la República. Pese a que en los primeros encuentros Sertorio dio severos correctivos a su joven rival, poco a poco fue perdiendo terreno y quedó sumido en una guerra de desgaste que no podía ganar. El general exiliado no estaba perdiendo la guerra pero ya era evidente que jamás podría ganarla. Una afición desmesurada por el vino y un humor depresivo fueron brotando en Sertorio. En el año 72, Perperna, mano derecha de Sertorio, organizó un banquete donde el general y su guardia fueron emborrachados y posteriormente asesinados. Perperna quiso continuar la guerra, pero Pompeyo no tardó más que un instante en derrotarlo.

Siempre presente para robar la gloria final

De regreso una vez más victorioso a Roma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión de los esclavos. En el año 73, un grupo de ochenta gladiadores encabezados por un esclavo tracio llamado Espartaco, escapó de una escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas de el Vesubio, donde pronto levantó a miles de esclavos en favor de su causa. Frente al genio militar de Espartaco, que convirtió la maraña de esclavos de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares, el Senado encargó a Marco Licinio Craso que se hiciera cargo de la campaña.

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Crucifixión en la antigua Roma / ABC

Craso era uno de los hombres que se habían alineado con Sila durante la Guerra Civil y cuya máxima cualidad, más allá de sus rígidos, casi crueles, métodos para mantener la disciplina, era su monstruosa fortuna tallada a golpe de apropiación de los bienes de proscritos. Sea como fuere, Craso venció a Espartaco, que fue reducido cuando se dirigía a matar al cónsul romano, y capturó a 6.000 esclavos, que hizo crucificar por intervalos a lo largo de la Vía Apia. Pompeyo utilizó el hecho de que había derrotado a un par de miles de esclavos durante la huida para adueñarse de la victoria. Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión, mientras Pompeyo incluyó la campaña contra los esclavos en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania.

Ya como cónsul, Pompeyo se puso como objetivo terminar con la piratería que azotaba el Mediterráneo y que vivía su edad de oro con la convulsión de Roma. Los piratas asaltaban impunemente embarcaciones y muchas ciudades de las costas de Grecia y Asia hasta las de Italia y España. Entre otros ilustres patricios que fueron secuestrados por los piratas, destaca un Julio César adolescente que pasó 38 días cautivo. Es por esta razón que Pompeyo fue nombrado comandante de una fuerza naval extraordinaria para lanzar una campaña contra los piratas con poderes que se extendían por todo el Mediterráneo y hasta 50 millas tierra adentro. En un alarde logístico, el Alejandro Magno romano dividió el Mediterráneo en trece regiones separadas, cada una bajo el mando de uno de sus legados, y en cuarenta días expulsó a los piratas del Mediterráneo occidental. Las fuerzas de Pompeyo barrieron poco a poco a los piratas del Mediterráneo en lo que supuso una de las mayores demostraciones militares de capacidad organizativa en la Antigüedad.

En 74 a. C, Pompeyo –siempre tentado a emular a Alejandro Magno– aprovechó el estallido de la Tercera Guerra Mitridática, entre el Ponto, dirigido por su rey Mitrídates VI, y Roma, para reclamar también un mando extraordinario sobre el Mediterráneo Oriental. El hecho de que la guerra ya se encontrara en un fase avanzada –favorable a los intereses romanos–, como ocurriera con la rebelión de Espartaco, hizo que muchos vieran en la irrupción de Pompeyo un nuevo intento por llevarse las glorias de otros, en este caso a costa de Lucio Licinio Lúculo, un estratega de excepcional talento pero que fue incapaz en ningún momento de ganarse la estima de sus soldados.

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Entrada de Pompeyo al templo de Jerusalén / WIKIPEDIA

Con los fondos y la libertad que el Senado negó a Lúculo durante años, el Alejandro Magno romano venció fácilmente a Mitrídates y lo forzó a internarse en el corazón de Cólquide (en la actual Georgia). Sin descuidar la persecución del rey huido, Pompeyo desplazó sus intereses hacia Tigranes y Armenia, donde obligó al rey Trigranes a pagar su apoyo a Mitrídates con un durísimo tratado en favor de Roma. Su siguiente paso le llevó al reino del soberano Oroeses de Albania, en cuya batalla más decisiva se afirma que Pompeyo luchó en combate singular contra el mismísimo hermano del rey, al que mató siguiendo la mejor tradición de Alejandro Magno. También Oroeses tuvo que aceptar las duras condiciones de Roma. En esa misma campaña, Magno todavía encontraría tiempo para intervenir en la guerra civil que estalló en el reino asmoneo de Jerusalén. Después de tres meses de asedio, Pompeyo conquistó la emblemática ciudad de Jerusalén.

En el apogeo de su gloria, Pompeyo volvió a Roma a celebrar su tercer triunfo en el año 61 a. C., en su 45 cumpleaños. Con parte del mastodóntico botín acumulado durante años, el veterano romano financió la construcción del primer teatro de piedra de Roma, un complejo de un tamaño superior a todos los monumentos triunfales hasta entonces conocidos en la ciudad. Y aunque se encontraba en su momento cumbre, durante su ausencia habían surgido nuevos poderes emergentes en Roma que le obligaron a ceder terreno ante un viejo rival, Craso, y su joven protegido, Julio César. Sin embargo, en algún momento de ese mismo año, Pompeyo formó una alianza política secreta con ambos. Para estrechar estos lazos, contrajo matrimonio con la hija de Julio César y, a pesar de la diferencia de edad, fueron extremadamente felices hasta la prematura muerte de ella. De hecho, la alianza fue muy lucrativa para los tres, pero cuando falleció Craso en una demencial e innecesaria campaña contra los partos Julio César y Pompeyo comenzaron un distanciamiento que acabó enfrentándolos en una nueva guerra civil.

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Representación pictórica de los emisarios egipcios presentando la cabeza de Pompeyo a Julio César / ABC

Pese a que el veterano romano alardeó de que solo haría falta que diera una patada en el suelo para que brotaran legiones por toda Italia y se unieran a su causa, lo cierto es que las recientes victorias de Julio César en las Galias habían alterado las simpatías del pueblo. Cuando el bando de los optimates se vio obligado a huir de Roma sin ni siquiera presentar batalla, varios senadores se permitieron la chanza de comentar que quizás había llegado la hora de que Pompeyo pateara el suelo. La guerra contra Julio César alcanzó demasiado mayor a Pompeyo, que finalmente consiguió reunir un ejército en su querida Grecia, pero no fue capaz de ganarle el duelo militar al genio emergente. Tras la batalla de Farsalia el 9 de agosto del 48 a. C, Pompeyo y el resto de conservadores se vieron obligados a huir sin rumbo para salvar sus vidas. Con la intención de pedir ayuda al faraón Ptolomeo XIII, Pompeyo llegó a las costas de Egipto y envió emisarios al rey a la espera de respuesta. No obstante, los egipcios le cortaron la cabeza y se la llevaron, junto con su sello, a César a modo de obsequio. Nada pudo ofenderle más a César, que se encargó de perseguir y ejecutar a los responsables de una muerte tan cruel y deshonrosa.

18 agosto 2015 at 10:08 am 2 comentarios

Querido presidente, así se gobierna un país. Guía antigua para políticos modernos

CicerónBusto de Cicerón

Peio H. Riaño | El Confidencial 27/08/2013

Hay vidas que la HBO deja escapar sin sacarles partido. La de Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) es una de ellas. Aunque aparecía de refilón en la carísima serie Roma (2005), la trayectoria política de Cicerón podría haber dado para una versión romana de El ala oeste de la Casa Blanca, en la que se recrearía su ascenso al cargo de cónsul, el más elevado de toda la república romana. Pero no llegó en un buen momento: la economía se había estancado y el desempleo se había convertido en una amenaza para la estabilidad política. Una vieja historia que no caduca. El uso y el abuso del poder han evolucionado poco en dos mil años.

Durante su consulado, Pompeyo, Craso y Julio César formaron un triunvirato con el que gobernar Roma entre bastidores. Cicerón no quiso unirse al pastel ilegítimo, pero trató de mantener buenas relaciones con todas las partes. Así que una vez despojado de todo poder –y herido en su orgullo-, comenzó a escribir sobre cómo debía dirigirse un gobierno.

En aquellos numerosos ensayos, tratados y cartas en los que ponía reglas, aconsejaba y delimitaba, siempre a partir de su propia experiencia, dio respuesta a cuestiones que, lamentablemente, todavía no se han resuelto: ¿Cuáles son los pilares de un gobierno justo? ¿Qué régimen es el mejor? ¿Cómo debería conducirse en el cargo un dirigente?

Cicerón es un hombre de Estado, no un político, que habla desde el pasado y monta una guía antigua para políticos modernos, como dice el subtítulo del libro Cómo gobernar un país (Crítica), en edición bilingüe latín y castellano. Philip Freeman, especialista en lenguas clásicas,  ha realizado esta breve antología sobre las ideas políticas de un conservador moderado, “condición cada vez más difícil de hallar en nuestro mundo moderno”.

El autor define a Cicerón como un fiel creyente en la colaboración con otros partidos por el bien de la nación y sus gentes. Para Cicerón, el gobierno ideal es el que combina lo mejor de la monarquía, la aristocracia y la democracia, tal como ocurría en la República romana. Este es el legado del primer hombre de Estado, resumidos en 10 consejos, y olvidado a los pocos años.

  1. El gobernante debe poseer una integridad excepcional. Cicerón se pregunta por las dotes de mando de quienes aspiren a velar por la paz y dirigir el rumbo de un país: “Deben destacar por su coraje, su aptitud y su resolución, porque en nuestra nutrida ciudadanía son multitud quienes aspiran a la revolución y a la caída del Estado por tener el castigo que se merecen las faltas que saben haber cometido”. Es decir, que los gobernantes de una nación deben estar dotados de un valor, una capacidad y una resolución notables.
  2. Inteligencia, perspicacia y elocuencia. Si los dirigentes no poseen un conocimiento meticuloso de aquello de lo que hablan, sus discursos serán una cháchara de palabras vanas. La neolengua ya debía existir hace veintiún siglos. Pero hoy no es fácil hacerse una idea de la importancia que revestía la oratoria en el mundo antiguo, y quien quisiera guiar a otros no tenía más remedio que dominar el arte de dirigirse con elocuencia. “Para elaborar un discurso no importa sólo la elección de las palabras, sino también su correcta disposición”. A eso hay que añadir “la agudeza, el humor, la erudición propios de un hombre libre, así como la rapidez y la brevedad a la hora de responder o atacar, que siempre irán ligadas a un encanto sutil y a un claro refinamiento”.
  3. La corrupción destruye una nación. Lo sabemos. Sabemos a dónde conduce la codicia, los sobornos y el fraude. Cómo devoran un Estado desde el interior y lo vuelven débil y vulnerable. ¿Qué pensaba Cicerón de la corrupción? Que desalentaba a la ciudadanía y la hace presa de la cólera y la incita a la rebelión… En su discurso contra Gayo Verres, antiguo gobernador de Sicilia y paradigma del político depravado, Cicerón no dejó lugar a dudas: “Como si de un rey de Bitinia se tratara, se hacía trasladar en litera de ocho porteadores, dotada de un elegante cojín relleno de pétalos de rosa de Malta. Ceñía su frente con guirnalda y llevaba otra al cuello, y cerca de la nariz, su saquito de malla tupida hecho de delicadísimo lino y también lleno de rosas. De esta guisa hacía los viajes…”
  4. No hay que subir los impuestos. Al menos si no es absolutamente necesario. “Quien gobierne una nación debe encargarse de que cada uno conserve lo que es suyo y de que no disminuyan por obra del Estado los bienes de ningún ciudadano”. El propósito principal de un gobierno consiste en garantizar a los individuos la conservación de lo que les pertenece y no la redistribución de la riqueza. Pero también condena la concentración en manos de una minoría selecta. Asegura que el Estado tiene el deber de ofrecer a sus ciudadanos seguridad y otros servicios fundamentales. “También es deber de quienes gobiernan un Estado garantizar la abundancia de cuanto se requiere para vivir”.
  5. La inmigración fortalece un país. Roma se convirtió en un imperio poderoso gracias a la acogida que tuvo a nuevos ciudadanos a medida que se extendía por el Mediterráneo. Hasta los esclavos manumisos podían tener derecho a voto. “Defiendo pues que en todas las regiones de la tierra no existe nadie ni tan enemigo del pueblo romano por odio o desacuerdo, ni tan adherido a nosotros por fidelidad y benevolencia que no podamos acogerlo entre nosotros u obsequiarlo con la ciudadanía”.
  6. No a la guerra. Si es injusta… los romanos, que podían justificar cualquier conflicto bélico que desearan emprender, como tantos otros pueblos que vinieron detrás de ellos. Pero para Cicerón, al menos, el ideal bélico no puede darse si se hace por codicia en lugar de para defender la nación o por castigo. “¿Cómo os sentís vosotros sabiendo que una sola orden [de Mitríades] ha bastado para causar en un día la matanza de miles de ciudadanos romanos?”
  7. El mejor gobierno es un equilibrio de poderes. Sin equidad los hombres libres no pueden vivir mucho tiempo. Sin ella tampoco hay estabilidad. Cicerón advierte que no es difícil que de la virtud nazca el vicio y que “el rey degenere en déspota, la aristocracia, en facción, y la democracia, en turba y rebelión”. Supervisión y equilibrio. De ahí que “el ejecutivo deberá tener cualidades descollantes propias de un soberano, pero siempre concediendo autoridad a los próceres y al juicio y la voluntad de la multitud”.
  8. El arte de lo posible. Considera irresponsable la adopción de posturas inflexibles, en política todo se encuentra en evolución y cambio. “Cuando hay un grupo de personas que gobierna una república por el hecho de tener riquezas, abolengo o cualquier otra ventaja, cabe considerarlo una facción, aunque ellos se quieran llamar próceres”. Negarse a transigir es un signo de debilidad, no de fortaleza.
  9. Estar cerca de amigos y de enemigos. Nuestro enviado especial a Roma sabía cómo tratar a un aliado ofendido y abordar un problema de forma directa y elegante, pues los dirigentes fracasan cuando subestiman a sus amigos y aliados. Le resultaba aún más importante asegurarse de saber qué hace el adversario. Para Cicerón hay que tender lazos con los oponentes. En el año 63 a.C., cinco años después de ejercer de cónsul, sus enemigos políticos lograron exiliar a Cicerón con falsos cargos, y 20 años más tarde Marco Antonio mandó su ejecución. Sus propios presupuestos no le sirvieron.
  10. Leyes universales gobiernan la conducta humana. No supo del concepto de derecho natural. Creía firmemente en la existencia de leyes divinas, no sujetas al tiempo ni al espacio, que garantizan las libertades fundamentales del ser humano y limitan la conducta de los gobiernos. “Habrá un único dios que ejercerá de maestro y gobernante del común, creador de este derecho, juez y legislador”.

27 agosto 2013 at 10:09 am 2 comentarios

Marco Bruto, el patriota que asesinó a Julio César

Pese a los favores que recibió de César, Bruto encabezó la conjura que terminaría con la vida del dictador, pero fracasaría luego en su lucha para restablecer la libertad de la República

Artículo de Juan Luis Posadas. Universidad Nebrija (Madrid), Historia NG nº 112

Bruto

Adorado por sus amigos, admirado por los buenos, y no odiado por nadie, ni siquiera por sus enemigos, pues era un hombre de carácter benigno, magnánimo, ajeno a la ira, a la lujuria y a la ambición, y de ánimo firme e inflexible en lo honesto y en lo justo». Tal era la imagen de Marco Bruto ante sus contemporáneos, según recoge Plutarco en su biografía; un ejemplo del romano íntegro y patriota. Pero este mismo hombre fue el instigador, y uno de los ejecutores, de uno de los asesinatos políticos más célebres de la historia: el de Julio César.

Marco Junio Bruto nació hacia el año 85 a.C., en el seno de una ilustre familia romana. Todos los romanos recordaban a uno de sus antepasados, Lucio Junio Bruto, que en torno al año 509 a.C. acabó con el último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio, dando así paso a la República. Su padre participó de lleno en las luchas civiles de la fase final de la República romana y pagó un alto precio por ello, pues en el año 77 a.C., cuando el joven Marco tenía apenas ocho años, fue ejecutado por Pompeyo tras ser capturado en Módena. Su madre fue Servilia Cepiona, mujer dominante a la vez que inteligente y rica, una de esas audaces romanas que participaron activamente en la vida política y social de finales de la República. Servilia era hermana de Servilio Cepión, de quien Bruto se convertiría en hijo adoptivo, y medio hermana de otro personaje insigne, Catón el joven, que le serviría de mentor. Pero el parentesco más discutido de Bruto fue el que se le atribuyó con el mismo Julio César. En efecto, su madre Servilia contrajo un segundo matrimonio con Junio Silano, durante el cual mantuvo una relación adúltera con Julio César. Los historiadores antiguos supusieron que César fue el verdadero padre de Bruto y que por ello el dictador mostró siempre una especial consideración a quien creía su hijo. Sin embargo, esto resulta prácticamente imposible, pues cuando Bruto nació César tenía tan sólo catorce o quince años y su relación con Servilia fue bastante posterior.

Un filósofo en campaña

Desde su adolescencia, Bruto emprendió la carrera de honores habitual de los aristócratas romanos. Tras ingresar muy pronto en el Senado, sirvió en el ejército, primero en Chipre, bajo el mando de su tío Catón, y luego en Cilicia. Su matrimonio con una joven de la familia Claudia, Claudia Pulcra, lo alineó con la facción más conservadora del Senado, opuesta a los ambiciosos políticos que trataban de conquistar el poder, como Pompeyo y César. En esta época, Bruto se había convertido ya en un hombre muy rico debido no sólo a su patrimonio familiar y al de su padre adoptivo, sino también a sus negocios privados, incluido el de prestamista a alto interés, y a lo que pudo requisar del patrimonio público durante su estancia en Chipre. Eso no le impidió cultivar sus intereses intelectuales, en particular la filosofía y la historia. Durante las campañas militares empleaba las horas libres en leer y escribir. Plutarco cuenta que en vísperas de una batalla, un día de gran calor, sin esperar a que llegaran los soldados con la tienda, comió un bocado «y mientras los demás dormían o pensaban en lo que ocurriría al día siguiente, él pasó toda la tarde escribiendo, ocupado en elaborar un compendio del historiador Polibio».

En el año 50 a.C., los senadores se enfrentaron a un dilema dramático: debían optar entre defender la causa de la República bajo un líder desacreditado, Pompeyo, o sumarse al golpe de Estado del mejor general romano del momento, Julio César. Bruto odiaba a Pompeyo por haber ordenado la muerte de su padre y su abuelo, que habían prestado su apoyo a la revuelta del ex cónsul Lépido tras la muerte del dictador Sila; Plutarco recuerda que Bruto, «cuando se encontraba con Pompeyo ni siquiera le saludaba». Pero también tenía motivos para odiar a César, por la relación de éste con su madre (y, según algunos, también con su hermanastra Junia). Finalmente, como republicano de corazón que era, optó por Pompeyo por considerar que su causa era más justa que la de César y marchó a alistarse en su ejército.

El perdón de César

La participación de Bruto en la guerra civil entre Pompeyo y César no fue muy destacada. Tras pasar algún tiempo acantonado en Sicilia, viendo que allí había poco que hacer, viajó por sus propios medios a Macedonia justo a tiempo para participar en la batalla final entre Pompeyo y César, en Farsalia, en el año 48 a.C. Según Plutarco, Pompeyo se maravilló de verle llegar a su tienda, y venciendo el desdén que sentía por su antiguo adversario «se levantó de su asiento y le abrazó como a persona muy distinguida y aventajada». En cuanto a César, ordenó a sus oficiales que respetaran la vida de Bruto; en caso de que se resistiera a ser capturado deberían dejarlo marchar. Sin duda pensaba en complacer así a su amante Servilia.

Tras su victoria en Farsalia, César perdonó la vida a Bruto, no se sabe si porque éste le escribió pidiéndole perdón o a ruegos de Servilia. En todo caso, Bruto se pasó decididamente al bando del vencedor. No tuvo reparo en descubrir que Pompeyo se había fugado a Egipto, donde el líder derrotado encontraría la muerte. En una de sus típicas muestras de clemencia calculada, César recompensó sus servicios concediéndole el cargo de gobernador de la Galia Cisalpina. Al año siguiente, cuando llegó el momento de decidir quién sería el próximo pretor urbano (la máxima autoridad judicial en Roma), César descartó al candidato que parecía más adecuado, Casio, y se inclinó por Bruto; otra muestra de favoritismo que alentó las sospechas sobre la paternidad secreta del dictador.

El salvador de la República

Bruto, sin embargo, no se sentía cómodo en su nueva situación, y fue así como en el año 45 a.C. decidió divorciarse de su mujer –en contra de la voluntad de su madre y provocando un gran escándalo en Roma– para casarse con Porcia, la hija de Catón el joven, el archienemigo de César, que acababa de suicidarse en Útica cuando se hallaba acorralado por las fuerzas del dictador. Sin duda, su nuevo matrimonio significaba una clara toma de partido por parte de Bruto. Algunos advirtieron a César de que su favorito se estaba volviendo en su contra, pero el dictador desechó las acusaciones y, tocándose el cuerpo con una mano, les decía: «Pues qué, ¿os parece que Bruto no ha de esperar el fin de esta carne?». Con esta frase quería decir que Bruto tenía en su mano convertirse en su sucesor natural en la más alta magistratura romana.

Pero Bruto empezó a escuchar los argumentos de Casio, que lo instaba a sublevarse contra el hombre que había acaparado todo el poder y actuaba como un tirano, pisoteando la libertad y dignidad de los auténticos romanos. Otros amigos le mostraban las estatuas de su antepasado Bruto, el que derrocó a Tarquinio, y le dejaban mensajes al pie de su tribunal de pretor que decían: «Bruto, ¿duermes?» y «En verdad que tú no eres Bruto». Finalmente, Bruto se implicó en la conspiración para matar a Julio César. Durante los preparativos de la acción, por la noche no podía ocultar a su esposa la agitación que lo embargaba, hasta que ésta le arrancó el secreto después de hacerse un profundo corte en el muslo para demostrarle su determinación. Fijado el día para el atentado, Bruto no faltó a la cita y fue uno más de los que clavaron su daga en el cuerpo de César hasta acabar con su vida.

Muerte en Filipos

Tras el magnicidio, Bruto y sus compañeros marcharon al Capitolio «con las manos ensangrentadas y, mostrando los puñales desnudos, llamaban a los ciudadanos a la libertad». Pero el pueblo romano, hábilmente manejado por Marco Antonio, reprobó la acción. Bruto marchó a Asia con una misión oficial, y de allí pasó a Creta y luego a Grecia.

A diferencia de Cicerón rechazó llegar a un acuerdo con Marco Antonio y Octavio, el futuro Augusto, pues «tenía firmemente resuelto no ser esclavo y miraba con horror una paz ignominiosa e indigna». De modo que en 43 a.C. organizó en Oriente, junto a Casio, un ejército para defender la causa de la República frente a Antonio y Octavio.

El choque definitivo tuvo lugar en las llanuras de Filipos, en el año 42 a.C. En realidad se libraron dos batallas. En la primera, Bruto derrotó a las fuerzas de Octavio, pero Casio fue vencido por Antonio y se quitó la vida. Tres semanas después, fue Bruto el derrotado. En un paraje retirado, desesperado ya de la vida y entre confusas parrafadas filosóficas, Bruto se suicidó arrojándose contra una espada sostenida con firmeza por su buen amigo y compañero en sus estudios de retórica, el griego Estratón.

Para saber más

Vidas paralelas. Vol. VII. Plutarco. Gredos, Madrid, 2009.

César, la biografía definitiva. Adrian Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.

7 May 2013 at 7:22 am Deja un comentario


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