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6 cosas que probablemente no sabías sobre Cleopatra

Cleopatra es una de las mujeres más famosas de la historia. Se la recuerda por su supuesta belleza e intelecto y por sus amores con Julio César y Marco Antonio.

¿Bella como Elizabeth Taylor? Las pruebas señalan que su principal atractivo era su intelecto, no su aspecto físico. GETTY IMAGES

Fuente: BBC News Mundo
18 de agosto de 2018

Se convirtió en reina de Egipto después de la muerte de su padre, Ptolomeo XII, en el año 51 a.C. y Hollywood suele retratarla como una glamorosa femme fatale.

Pero, ¿cuánto está basado en la realidad y cuánto es ficción?

En un artículo escrito para la revista BBC History, la académica Mary Hamer asegura que la mayoría de las cosas que creemos hoy sobre Cleopatra son en realidad un eco de la propaganda que creó el Imperio romano.

Hamer, autora del libro «Las señales de Cleopatra: una lectura histórica de un ícono», señala que por el hecho de ser mujer y de gobernar un país muy rico, Cleopatra -sobre todo su independencia- era aborrecida por Roma.

Cabe recordar que ella había «seducido» a dos de sus principales generales, Julio César y Marco Antonio, y luego se unió a Antonio en una guerra contra Roma.

Se sabe que fuera de Europa, en África y los países de tradición islámica, fue recordada de manera muy diferente.

Los escritores árabes se refieren a ella como una erudita y 400 años después de su muerte aún se le rendía tributo a una estatua suya en Philae, un centro religioso que atraía a peregrinos de más allá de las fronteras de Egipto.

Un busto de Cleopatra, de 40 a.C., una de las tantas imágenes diferentes que sobrevivieron de la famosa reina de Egipto. GETTY IMAGES

Hamer revela seis otros datos menos conocidos sobre la vida de la gobernante egipcia.

1 – Una belleza de fantasía

Plutarco, el biógrafo griego de Marco Antonio, afirmó que no era su aspecto físico lo que resultaba tan atractivo de ella, sino su conversación y su inteligencia.

Cleopatra tenía el control de su propia imagen y la adaptó según sus necesidades políticas. Por ejemplo, en eventos ceremoniales aparecería vestida como la diosa Isis (era común que los gobernantes egipcios se identificaran con una deidad).

En las monedas acuñadas en Egipto, mientras tanto, eligió mostrarse con la mandíbula fuerte de su padre, para enfatizar su derecho heredado a gobernar.

Las esculturas tampoco nos dan muchas pistas sobre su aspecto: hay dos o tres cabezas en el estilo clásico y varias estatuas de cuerpo entero en estilo egipcio, pero en todas se la ve bastante diferente.

2 – El «pequeño César»

Cleopatra se hizo aliada de Julio César, quien la ayudó a establecerse en el trono.

Lo invitó a hacer un viaje por el Nilo y cuando posteriormente dio a luz a un hijo, llamó al bebé Cesarión o «pequeño César».

Cleopatra invitó a Julio César a hacer un viaje por el Nilo. Luego, tuvo a su hijo Cesarión o «pequeño César». GETTY IMAGES

En Roma esto causó un escándalo. En primer lugar, porque Egipto y su cultura hedonista eran despreciados como decadentes. Pero también porque César no tenía otros hijos varones (aunque estaba casado con Calpurnia, y había tenido dos esposas antes que ella).

César acababa de convertirse en el hombre más poderoso de Roma y si bien la tradición era que la elite romana compartía el poder, él parecía querer ser el supremo, como un monarca.

Esto resultaba doblemente insoportable para los romanos porque significaba que Cesarión, un egipcio, podría eventualmente querer gobernar a Roma como el heredero de César.

3 – Cleopatra vivía en Roma como amante de Julio César cuando este fue asesinado

Junto con el pequeño Cesarión habían estado viviendo en un palacio propio al otro lado del río Tíber de la casa de César (aunque es probable que ella no residiera allí permanentemente, sino que viajara regularmente desde Egipto).

Tras la muerte de César en 44 a. C. la vida de Cleopatra y de su hijo corrían peligro y debieron irse de Roma de inmediato.

No es de extrañar que Cleopatra fuera detestada en una ciudad que se había deshecho de sus reyes, ya que ella insistía en que se la llamara «reina».

Tampoco pudo haber ayudado mucho el hecho de que, para honrarla, César había colocado una estatua de ella cubierta de oro en el templo de Venus Genetrix, la diosa que da vida, y que su familia tenía en alta estima.

4 – Tuvo cuatro hijos

Además de su hijo mayor, Cesarión, Cleopatra tuvo tres hijos más con Marco Antonio: los mellizos Cleopatra Selene y Alejandro Helios y el más pequeño de todos, Ptolomeo Filadelfo.

Bajorrelieve de Cleopatra y su hijo Cesarión en el templo Hathor en Dendera. GETTY IMAGES

Ella mandó a hacer una imagen en la pared del templo en Dendera que la mostraba gobernando junto con Cesarión. Cuando ella murió, el emperador romano Augusto convocó al joven con promesas de poder, solo para matarlo.

Se cree que tenía 16 o 17 años, aunque algunas fuentes afirman que tenía apenas 14.

Los mellizos, que tenían 10 años cuando falleció su madre, y Ptolomeo, que tenía seis, fueron llevados a Roma y tratados bien en la casa de la viuda de Marco Antonio, Octavia, donde fueron educados.

De adulta, Cleopatra Selene se casó con Juba, un rey menor, y fue enviada a gobernar Mauritania a su lado. Tuvieron un hijo -otro Ptolomeo-, el único nieto conocido de Cleopatra.

Murió de adulto por orden de su primo, Calígula, por lo que ninguno de los descendientes de Cleopatra vivió para heredar Egipto.

5 – «Agosto», el mes que celebra la derrota y muerte de Cleopatra

El emperador Augusto fundó su reinado sobre la base de la derrota a Cleopatra. Cuando tuvo la oportunidad de que se nombrara un mes en su honor, en lugar de elegir septiembre, cuando nació, optó por el octavo mes, en el que murió Cleopatra, para que todos los años se recordara su derrota.

A Augusto le hubiera gustado exhibir a Cleopatra como cautiva por toda Roma, como lo hicieron otros generales con sus prisioneros para celebrar sus victorias. Pero ella se suicidó justamente para evitar eso.

Cleopatra se quitó la vida para evitar ser usada como trofeo de victoria por Augusto. GETTY IMAGES

Cleopatra no murió por amor, como creen muchos. Al igual que Marco Antonio, que se suicidó porque ya no había un lugar de honor para él en el mundo, ella eligió morir en lugar de sufrir la violencia de ser mostrada y avergonzada por las calles de Roma.

Augusto tuvo que conformarse con utilizar una imagen de ella para su celebración.

6 – El nombre de Cleopatra era griego, pero eso no significa que ella lo fuera

La familia de Cleopatra era descendiente del general macedonio Ptolomeo, que había obtenido Egipto en el reparto después de la muerte de Alejandro. Pero pasaron 250 años antes de que naciera Cleopatra -es decir, 12 generaciones, con todos sus enredos amorosos-.

Hoy sabemos que al menos un niño de cada 10 no es hijo biológico del padre que lo cría como propio.

La población de Egipto incluía a personas de diferentes etnias y naturalmente eso incluía a los africanos, ya que Egipto es parte de África. Así que no es del todo improbable que mucho antes de que Cleopatra naciera, su herencia griega se hubiera mezclado con otras.

Además, dado que se desconoce la identidad de su propia abuela, no podemos estar seguros de su identidad racial.

 

18 agosto 2018 at 9:15 pm Deja un comentario

Cicerón, el asesinato del último defensor de la República de Roma

En el año 43 a.C., dos sicarios de Marco Antonio asesinaron al orador de 64 años mientras viajaba en su litera como venganza por la muerte de Julio César

Marco Tulio Cicerón
Abogado, político y filósofo, Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores republicanos. Busto. Galería de los Ufizi, Florencia.

FOTO: Scala, Firenze

Fuente: José Miguel Baños  |  National Geographic
12 de junio de 2018

Marco Tulio Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores de la República romana y su crítica a Julio César, a quién veía como un tirano. Esos ideales le costaron la vida cuando, tras el asesinato del dictador en el año 44 a.C., Marco Antonio se hizo con el control del Senado y desató una purga entre sus enemigos. Al año siguiente, dos sicarios del antiguo lugarteniente de César asesinaron al viejo político republicano y le cortaron la cabeza y las manos para exhibirlas en los Rostra.

El viejo orador regresa a Roma

En 48 a.C., Cicerón, de casi 60 años –edad en la que a ojos de los romanos un hombre era ya un anciano– estaba convencido de que su carrera política había llegado a su fin. Lejos quedaban sus días de gloria como abogado y azote de políticos corruptos y de enemigos del Estado, como Catilina, el patricio cuya conspiración había desenmascarado ante el Senado quince años antes. Había asistido impotente al ascenso de Pompeyo y Julio César, generales y jefes de partido que acabarían enzarzados en una guerra civil para alcanzar el poder. Cicerón criticó a ambos, sobre todo a César, por sus ambiciones casi monárquicas, contrarias al viejo ideal republicano que él mismo defendía. Tras la victoria de César sobre su rival, el orador regresó a Roma, pero apenas participó en la vida política: si en algún momento creyó que César podía restaurar la República, la realidad de los hechos desvaneció cualquier esperanza a medida que el dictador fue acumulando en su persona un poder casi absoluto.

El ostracismo político de Cicerón coincidió también con un momento personal difícil. Al poco de su regreso a Roma, a comienzos de 46 a.C., se divorció de su esposa Terencia tras treinta años de matrimonio. La mujer había dilapidado gran parte de la hacienda familiar en dudosas inversiones, lo que llevó a Cicerón a contraer un nuevo matrimonio con Publilia, una joven de buena familia de la que, sin embargo, se divorció a los seis meses. Por si esto fuera poco, a mediados de febrero del año 45 a.C., murió su hija Tulia, que acababa de divorciarse de Dolabela, un estrecho colaborador de César, y había dado a luz en enero a un hijo que también moriría poco después. A consecuencia de todos estos hechos, Cicerón cayó en una grave depresión.

Demasiados sinsabores y desgracias, que el viejo senador intentó superar, como en otros momentos de su vida, refugiándose en sus aficiones literarias. Cicerón se entregó a una actividad frenética y absorbente a la vez, ocupado en la redacción de algunas de sus obras retóricas más importantes (Bruto y El orador, por ejemplo) y, sobre todo, acometió el ambicioso proyecto de presentar la filosofía griega en latín y de forma accesible al público romano.

Mientras Cicerón se encontraba recluido en sus fincas de Astura, Túsculo, Puteoli o Arpino, un grupo de conjurados organizaba el atentado que costaría la vida a Julio César. Pese a que estaban estrechamente unidos al orador –muy especialmente Marco Bruto, sobre quien Cicerón había ejercido una decisiva tutela intelectual–, no le informaron de sus planes, quizá porque sabían de su carácter dubitativo y su renuencia a acometer acciones violentas. Cicerón estaba presente en la sesión del Senado de los idus de marzo del año 44 a.C. en la que César fue asesinado a puñaladas. Su reacción fue una mezcla de sorpresa y horror, pero también de alegría contenida: en su correspondencia privada y en los discursos que después dirigirá contra Marco Antonio –las Filípicas–, el orador manifestó su orgullo por que Bruto, al levantar el puñal que había clavado en el cuerpo de César, gritara el nombre de Cicerón como invocación por la libertad recuperada.

Guerra contra Marco Antonio

La alegría indisimulada de Cicerón por la muerte de César fue fugaz, pues fue Marco Antonio quien acabó controlando la situación en Roma: en las honras fúnebres del dictador inflamó a la muchedumbre y la lanzó contra los asesinos de su líder. Temiendo por sus vidas, Bruto y Casio abandonaron Roma.

Cicerón, obligado también a dejar la ciudad, lamentó en tonos cada vez más amargos la inactividad de «nuestros héroes» –los conjurados–, su falta de decisión desde el día mismo del asesinato de César, su incapacidad para enfrentarse a Marco Antonio y su falta de planes para el futuro. En cambio, él no estaba dispuesto a rendirse. Convencido de que se dirimía la supervivencia misma de la República, decidió erigirse en el líder del Senado en una lucha a muerte contra Marco Antonio. Como si no tuviera ya nada que perder, frente a las dudas y falta de decisión en otros momentos de su vida, Cicerón se mostró en todo momento implacable con Antonio y abogó por acciones mucho más drásticas y violentas que los propios cabecillas de la conjura, quienes, a juicio de Cicerón, habían actuado con el valor de un hombre, pero con la cabeza de un niño.

Convencido de que la supervivencia de la República estaba en juego, Cicerón se erigió en el líder del Senado en su lucha contra Marco Antonio

Aun así, cuando poco después Décimo Bruto, otro de los conjurados, desafió a Antonio desde la Galia Cisalpina, poniendo a los romanos ante la amenaza de una nueva guerra civil, Cicerón tuvo un momento de desfallecimiento. Todo le parecía perdido; la República –confesaba en una carta a su amigo Ático– era «un barco completamente deshecho, o mejor, disgregado: ningún plan, ninguna reflexión, ningún método». Desesperanzado, decidió abandonar Italia y dirigirse a Grecia. Pero no llegó a realizar este viaje, pues un inoportuno temporal lo impidió cuando ya había embarcado.

Entonces Cicerón recapacitó y decidió volver a Roma. Había recibido noticias alentadoras de que la situación estaba volviendo a cauces más tranquilos, pues Marco Antonio parecía dispuesto a renunciar a su exigencia de que Décimo Bruto le entregara la Galia Cisalpina. Además, el orador pensó que, ante la inacción de los conjurados, podría utilizar a un joven de 18 años, recién estrenado en política, como ariete en su enfrentamiento con Marco Antonio.

Octaviano entra en escena

Este joven era Gayo Octavio, nieto de una hermana de Julio César, al que el dictador había nombrado heredero en su testamento. Octavio recibió la noticia del asesinato de César mientras estaba en Apolonia (en la actual Albania), y enseguida emprendió viaje para desembarcar en Brindisi, en el sur de Italia. Una vez allí, intentó ganarse la confianza de los veteranos de las legiones cesarianas, pero también de personajes influyentes como Cicerón. Por eso, en su marcha hacia Roma se detuvo a entrevistarse con el orador en su villa de Puteoli. Allí lo colmó de atenciones, consciente de que su apoyo podía serle útil en sus planes políticos.

Cicerón se sintió halagado al ver a ese joven «totalmente entregado a mí», y se convenció de que podría utilizarlo como freno a la ambiciones de Marco Antonio. Así, cuando se enteró de que, en ausencia de Antonio, Octaviano se había presentado en Roma con los veteranos de dos legiones para hablar ante el pueblo y reivindicar sus derechos, Cicerón se mostró feliz porque, como le cuenta a su amigo Ático, «ese muchacho le ha dado una buena paliza a Antonio». El propio Octaviano lo convenció para que regresara a Roma y, con su liderazgo, encabezase la lucha contra Marco Antonio. Ya en la ciudad, Cicerón aprovechó la marcha de Marco Antonio camino de la Galia Cisalpina para, a través de sus Filípicas, convencer a los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, de que le declarasen la guerra abiertamente.

Esta enérgica actitud contrastaba con el deseo de parte del Senado de agotar las vías negociadoras e intentar convencer a Antonio de que abandonase el asedio de la ciudad de Módena, donde Décimo Bruto resistía a duras penas a la espera de las tropas del Senado. Éstas llegaron unos meses después, y en unión con las fuerzas de Octaviano obtuvieron dos victorias decisivas sobre Antonio. Al llegar la noticia se desató la euforia en Roma y Cicerón, el gran vencedor del momento, fue llevado en triunfo desde su casa al Capitolio y desde allí al Foro, a los Rostra, la tribuna de los oradores desde la que se dirigió, exultante, al pueblo romano.

Sin embargo, la alegría de Cicerón fue de nuevo efímera. Marco Antonio logró salvar parte de sus legiones y pronto estableció una alianza con Lépido, gobernador de la Galia Narbonense. Además, Octaviano, en lugar de perseguir a Antonio, decidió reclamar para sí el consulado y, cuando el Senado se negó, no dudó en atravesar el Rubicón, como hiciera su padre adoptivo César, y marchar sobre Roma con sus legiones. Impotentes, los senadores se vieron obligados a claudicar. Cicerón veía cómo de nuevo un jefe militar se aprovechaba del poder de sus tropas para pisotear la legalidad republicana. Además, Octaviano tenía motivos para recelar de Cicerón, pues había llegado a sus oídos que el orador parecía conspirar contra él: «El muchacho [Octaviano] debe ser alabado, honrado y eliminado» (laudandum adulescentem, ornandum, tollendum), decía en privado.

La huida de Cicerón

Abatido y conocedor de que la causa de la República se encontraba ya definitivamente perdida, Cicerón se retiró a sus fincas del sur de Italia. Desde allí contempló, impotente, el acercamiento de Octaviano a Lépido y Marco Antonio y la constitución del denominado segundo triunvirato. Este acuerdo no sólo era un revés político para Cicerón, sino que también lo amenazaba personalmente. En efecto, los triunviros confeccionaron una amplia lista de senadores y caballeros a los que se condenó a muerte y a la confiscación de sus bienes. La sed de venganza hizo que en esa lista no se respetaran siquiera los lazos familiares: Lépido sacrificó a su propio hermano Paulo, y Antonio, a su tío Lucio César. En el caso de Cicerón, fue Octavio quien finalmente cedió ante el vengativo Antonio. Así lo cuenta Plutarco: «La proscripción de Cicerón fue la que produjo entre ellos las mayores discusiones por cuanto Antonio no aceptaba ninguna propuesta si no era Cicerón el primero en morir […]. Se cuenta que Octaviano, después de haberse mantenido firme en la defensa de Cicerón durante dos días, cedió por fin al tercero abandonándole a traición».

Cicerón se encontraba en su villa de Túsculo acompañado de su hermano Quinto cuando supo que ambos estaban en la primera lista de proscritos. Angustiados, partieron de inmediato hacia la villa de Astura para desde allí navegar a Macedonia y reunirse con Marco Bruto, pero en un momento dado Quinto volvió sobre sus pasos para recoger algunas provisiones para el viaje. Delatado por sus esclavos, fue asesinado pocos días después junto con su hijo. Cicerón, ya en Astura, presa de la angustia y de las dudas, consiguió un barco, pero, después de navegar veinte millas, desembarcó y para sorpresa de todos caminó unos treinta kilómetros en dirección a Roma para volver de nuevo a su villa de Astura y desde allí ser conducido, por mar, a su villa de Formias, donde repuso fuerzas antes de emprender la travesía final a Grecia.

El asesinato

Demasiadas dudas. Demasiado tarde. Al enterarse de que los soldados de Antonio estaban a punto de llegar, Cicerón se hizo llevar a toda prisa, a través del bosque, hacia el puerto de Gaeta para embarcar de nuevo. Los soldados hallaron la villa vacía, pero un esclavo llamado Filólogo les mostró el camino tomado por Cicerón. Era el 7 de diciembre de 43 a.C. Plutarco describió así el momento: «Entretanto llegaron los verdugos, el centurión Herenio y el tribuno militar Popilio, a quien en cierta ocasión Cicerón había defendido en un proceso de parricidio […]. Cicerón, al darse cuenta de que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, ordenó a sus esclavos que detuvieran allí mismo la litera. Entonces, llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba; y lo hizo después de alargar el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas». Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre los Rostra, la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había sido aclamado por la multitud.

Stefan Zweig, que no sin razón dedica a Cicerón el primero de sus Momentos estelares de la humanidad, concluye su relato de este modo: «Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su República crucificada».

Para saber más

Cicerón. Anthony Everitt. Edhasa, Barcelona, 2007.

Discursos contra Marco Antonio. Marco Tulio Cicerón. Cátedra, Madrid, 2001.

Dictator. Robert Harris. Grijalbo, Barcelona, 2015.

 

El foro romano
Cicerón pronunció algunos de sus discursos más famosos en este lugar, centro político de la ciudad. En primer término, las tres columnas del templo de Cástor y Pólux, y al fondo, el arco de Septimio Severo.

FOTO: Massimo Ripani / Fototeca 9×12

 

Regreso a Roma
Esta pintura de Francesco di Cristofano, que decora la Villa Medicea en Poggio a Caiano, ilustra la vuelta de Cicerón a Roma en 57 a.C., tras el exilio impuesto por Clodio, tribuno de la plebe aliado de César.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

Las armas del escritor
Tablilla de cera, punzón y tintero de bronce del siglo I a.C. procedentes de Pompeya. Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

FOTO: Oronoz / Album

 

La ira de Fulvia
Según Dion Casio, la enfurecida esposa de Marco Antonio cogió la cabeza de Cicerón y «escupiéndole enfurecida, le arrancó la lengua y la atravesó con los pasadores que utilizaba para el pelo».

FOTO: BPK / Scala, Firenze

 

Julio César, el tirano
Cicerón creía que Julio César era un tirano que había traicionado los valores republicanos que el orador defendía. Busto del dictador del siglo I a.C.

FOTO: DEA / Album

 

De Octaviano a Augusto
El heredero de César se valió de Cicerón para afianzar su posición en la lucha de poder en Roma. Este camafeo incrustado en la llamada Cruz de Lotario muestra la efigie de Octaviano, convertido ya en el emperador Augusto.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

La muerte del dictador
Este óleo de George Edward Robertson recrea las exequias de César, que Marco Antonio capitalizó para volver al pueblo contra los conspiradores y presentarse como el nuevo hombre fuerte de Roma.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Residencia estival
Situado a 25 kilómetros de Roma, el municipio de Túsculo acogía las villas rústicas de ciudadanos romanos ricos, entre ellas la de Cicerón. En la imagen, el pequeño teatro de la localidad.

FOTO: M. Scataglini / AGE Fotostock

 

Pacto entre Marco Antonio y Octaviano
Este cistóforo de plata fue acuñado en Éfeso para conmemorar la boda entre Marco Antonio y Octavia, la hermana de Octaviano. Museo Británico, Londres.

FOTO: Scala, Firenze

 

Contra Marco Antonio
Cicerón lanzó contra Marco Antonio una serie de duros discursos, las Filípicas. Portada de una de las copias de la obra, siglo XV.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Marco Junio Bruto
El joven protegido de Julio César fue uno de los conspiradores que lo apuñaló durante los idus de marzo. Busto del siglo II. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

FOTO: Scala, Firenze

 

El gran escenario
La tribuna de los Rostra, en el foro romano, era el lugar desde donde los oradores se dirigían al pueblo. Aquí expuso Antonio la cabeza y las manos de Cicerón tras su muerte.

FOTO: Scala, Firenze

 

El asesinato
Este óleo de François Perrier recrea el momento en que, tras interceptar con sus hombres la litera de Cicerón, Herenio se dispone a decapitarlo. Siglo XVII. Museo Estatal, Bad Homburg.

FOTO: AKG / Album

 

12 junio 2018 at 7:24 pm Deja un comentario

Cleómenes, el rey loco de Esparta

Hizo de Esparta una gran potencia, pero sus ambiciones políticas y su juego sucio con los oráculos divinos llevaron a sus conciudadanos a apartarlo del poder, hasta que puso fin a su vida con un suicidio

La Esparta imaginada
En el siglo XIX, el pintor y arquitecto inglés Joseph Michael Gandy recreó el centro monumental de la ciudad de Esparta en esta acuarela; la imagen dista mucho de la sobria ciudad del siglo VI a.C. en la que vivió Cleómenes.
Foto: Bridgeman / Aci

Fuente: Francisco Javier Murcia Ortuño  |  National Geographic
28 de mayo de 2018

Aunque en el sistema político espartano las funciones de los reyes se limitaban sobre todo a la dirección del ejército, Cleómenes consiguió –gracias a su gran personalidad y energía– dejar una huella profunda en la historia de Esparta, a la que convirtió en la primera potencia de Grecia durante su reinado de más de 30 años, entre 520 y 488 a.C.

Sin embargo, las fuentes antiguas le son hostiles y lo presentan como un hombre colérico, cruel y mentalmente inestable que despreciaba las normas humanas y divinas. Según escribió el historiador griego Plutarco, Cleómenes tenía su propia norma: «El mal que uno puede hacer a los enemigos es superior a la justicia».

Heredero por accidente

Las circunstancias de su nacimiento fueron ya inusuales. Su padre, el rey Anaxándridas, estaba casado con una sobrina suya, pero no tenían hijos. Esto preocupaba a los éforos, cinco hombres elegidos anualmente que ostentaban el máximo poder en Esparta y que tenían entre sus funciones el control de los reyes. Los éforos, que velaban por la continuidad dinástica, propusieron a Anaxándridas que repudiara a su esposa para casarse con otra que le pudiera dar hijos. Pero el rey amaba profundamente a su mujer y se negó en redondo a separarse de ella. Según explica Heródoto, los éforos le hicieron entonces una nueva y singular propuesta: «Como te vemos encadenado a la que ahora es tu mujer, ya no te pedimos que la repudies, pero sí que además de ella te lleves a tu casa a otra que te dé hijos». Anaxándridas lo aprobó y desde ese momento tuvo dos esposas y mantuvo dos hogares.

La nueva esposa pronto dio a luz un hijo, Cleómenes, pero poco después la primera esposa tuvo otros tres hijos. Según las leyes de Esparta, la sucesión recaía en el primer hijo varón nacido después de que su padre subiera al trono y, por tanto, Cleómenes fue considerado el heredero legítimo. Aunque en su juventud ya mostraba síntomas de cierto desequilibrio mental, a la muerte de Anaxándridas los espartanos se ajustaron a su legislación y lo proclamaron rey.

Su primera actuación en el exterior llegó en 510 a.C., cuando dirigió un ejército espartano contra Atenas para derrocar al tirano Hipias. Los espartanos deseaban romper las buenas relaciones que Atenas mantenía con Argos, su gran enemiga; esas buenas relaciones se remontaban al padre de Hipias, Pisístrato, que se había casado con una mujer argiva. Además, Hipias mostraba inclinación hacia los persas y esto llenaba de inquietud a los espartanos, que veían cómo el Imperio persa se extendía poco a poco hacia Occidente.

Cleómenes invadió la región de Atenas, el Ática, y derrotó a Hipias. Tras entrar en la ciudad sitió al tirano, que había buscado refugio en lo alto de la Acrópolis, un recinto bien amurallado. Los espartanos evitaban siempre los combates en las murallas, pues implicaban un gran número de bajas en una lucha sin ninguna gloria, pero tuvieron suerte cuando los hijos del tirano, que pretendían salir en secreto de la Acrópolis, cayeron en sus manos. Hipias pactó entonces su salida de Atenas con su familia y se exilió. Sin duda, la expulsión de Hipias por Cleómenes cimentó la fama de Esparta como enemiga de la tiranía.

Dos años después, Cleómenes volvió a una Atenas alterada por la lucha política entre Clístenes e Iságoras. El primero era partidario de reformas políticas que dieran mayor participación al pueblo, a lo que se oponía Iságoras, que aspiraba a mantener el poder en manos de la aristocracia. Cleómenes había establecido una firme amistad con Iságoras durante su anterior estancia en Atenas (las malas lenguas decían que había sido amante de su esposa), y cuando Clístenes entregó el poder al pueblo, Iságoras llamó a su poderoso amigo. Cleómenes se presentó con escasas tropas, señal de que se trataba de una aventura privada, y entró en Atenas.

Humillado dos veces

El rey de Esparta puso las magistraturas de la ciudad en poder de Iságoras y expulsó a los partidarios de Clístenes, unas 700 familias. Pero el pueblo se negó a obedecer, y en la revuelta que siguió Cleómenes ocupó la Acrópolis junto a Iságoras y sus seguidores. Tras dos días de asedio pactó una tregua para salir sin sufrir daño, aunque, según Heródoto, los atenienses partidarios de Iságoras fueron ejecutados. Entonces Cleómenes se sintió humillado y quiso vengarse de los atenienses.

Los aliados que acompañaban a los espartanos ignoraban que el objetivo principal de la expedición era imponer a Iságoras como tirano de Atenas

Para ello reclutó un ejército entre sus aliados del Peloponeso e invadió el Ática. Esta vez la expedición estaba autorizada oficialmente por Esparta, ya que se pusieron al mando del ejército los dos reyes que tenían los espartanos: el propio Cleómenes y Demarato, miembro de otra casa real. Pero los aliados que acompañaban a los espartanos ignoraban que el objetivo principal de la expedición era imponer a Iságoras como tirano de Atenas. Cuando atenienses y espartanos se encontraron frente a frente, sus aliados corintios se retiraron al conocer de pronto el motivo de la campaña; lo mismo hizo Demarato, que sin duda se oponía a la aventurera política exterior de su colega Cleómenes. Los otros aliados, al advertir la disensión de los reyes, también se retiraron.

Entonces Cleómenes pensó en reponer a Hipias como tirano de Atenas. Para ello, en el año 504 a.C. convocó a los aliados a una reunión en Esparta, en la que tomó parte el propio Hipias. Cleómenes alegó como excusa que había conocido unos oráculos que anunciaban que los espartanos iban a sufrir mucho por culpa de Atenas (se había llevado los oráculos de la Acrópolis de Atenas cuando estuvo allí). Pero los aliados, y en especial Corinto, que había sufrido un largo período de tiranía, se negaron a apoyar los planes del rey.

La masacre de los argivos

Puesto que no había conseguido doblegar a Atenas, Cleómenes centró su política exterior en asegurar la hegemonía de Esparta en la península del Peloponeso y para ello atacó a Argos, su enemiga acérrima, en 494 a.C. Los dos ejércitos acamparon muy cerca uno del otro, a la espera de la batalla campal. Según Heródoto, los argivos estaban pendientes de las órdenes de los heraldos espartanos y realizaban los mismos movimientos que éstos anunciaban. Al advertirlo, Cleómenes ordenó que los heraldos dieran la señal de almorzar; los argivos se prepararon para hacer lo mismo, y entonces Cleómenes los atacó y mató a muchos. Los supervivientes se refugiaron en un bosque consagrado al héroe Argos, pero Cleómenes los exterminó, un acto impío que conllevaba una maldición.

A continuación, el rey despidió al ejército y con mil hombres escogidos se dirigió al Hereo, el santuario más importante de los argivos, y allí realizó un sacrificio solemne a la diosa Hera. Luego, aunque tenía Argos a su merced, se retiró a Esparta. Sus enemigos, entre los que seguramente se contaba su colega en el trono, Demarato, lo acusaron de aceptar sobornos a cambio de esa retirada, pero Cleómenes se defendió diciendo que mientras realizaba el sacrificio en el Hereo, del pecho de la imagen de la diosa salió una fuerte llamarada y comprendió por aquella señal que no podría tomar la ciudad. Al parecer, los piadosos espartanos consideraron dignas de crédito estas explicaciones. En realidad, es muy posible que Cleómenes considerase que una Argos diezmada, pero no destruida, sería más provechosa para la política espartana: no era conveniente que otras ciudades del Peloponeso, como Corinto, incrementasen demasiado su poder, lo que sin duda harían a costa de una Argos arruinada.

Lo cierto es que Argos quedó sin hombres. Heródoto fija en 6.000 el número de argivos muertos, y otro historiador, Pausanias, habla de 5.000 bajas. La ciudad tardó en recuperarse de aquella matanza y alegaría escasez de varones para justificar su neutralidad durante la futura guerra contra los persas.

Precisamente en el año 491 a.C., el rey persa Darío I envió heraldos por toda Grecia para pedir la tierra y el agua, señal tradicional de sumisión. Los atenienses los arrojaron a una antigua cantera, y los espartanos los tiraron a un pozo diciendo burlonamente que se llevaran de allí la tierra y el agua para su rey. Pero la isla de Egina, que era enemiga de Atenas, aceptó someterse al rey persa. Los atenienses acudieron a Esparta y acusaron a los eginetas de traición. Cleómenes se presentó en Egina para exigir rehenes, pero los eginetas se negaron a entregarlos alegando que no estaban presentes los dos reyes de Esparta, como establecía la ley; los eginetas estaban aleccionados por Demarato que, además, según Heródoto, se dedicaba a difamar a Cleómenes en Esparta.

Lo cierto es que Demarato debía de representar la opinión de muchos espartanos, hostiles a Cleómenes. No habían querido reponer como tirano a Hipias, un amigo de los persas; y no les gustaba el comportamiento siempre colérico y vengativo del rey, que era un motivo de intranquilidad para los aliados de Esparta en el Peloponeso. Este grupo utilizó en adelante a Demarato para frenar las empresas de Cleómenes, como sucedió en Egina. Éste se sintió ultrajado, y antes de castigar a los eginetas quiso encargarse de Demarato.

Triunfo y caída

Aprovechó que había ciertas sospechas sobre la legitimidad de su colega y sugirió que se consultase al oráculo de Delfos. Cleómenes había sobornado a los dirigentes de Delfos de modo que, cuando se formuló la pregunta, la pitia declaró que Demarato no era hijo legítimo. Demarato fue destronado y pasó un tiempo en Esparta soportando las burlas, hasta que escapó a Asia y se refugió en la corte de Darío. En su lugar, Cleómenes colocó a Leotíquidas. Ambos se presentaron en Egina y tomaron rehenes; Cleómenes, como especial venganza hacia los eginetas, los dejó en manos de los atenienses, sus peores enemigos.

Temiendo represalias, Cleómenes huyó a Arcadia, a cuyos habitantes intentó unir para que lucharan contra Esparta

Poco después se descubrió el soborno de la pitia y Cleómenes cayó en desgracia en Esparta. Temiendo represalias, huyó a Arcadia, a cuyos habitantes intentó unir para que lucharan contra Esparta. Entonces los espartanos le dejaron volver a casa, pero al regresar sufrió un ataque de locura y empezó a dar bastonazos en la cara a los que se cruzaban con él. Sus parientes lo encadenaron a un cepo, pero cierto día en que quedó bajo la vigilancia de un ilota (un siervo), Cleómenes le pidió un cuchillo. El ilota se negó a dárselo, pero Cleómenes lo amenazó diciéndole lo que le haría cuando estuviera libre del cepo. El ilota se lo entregó, y Cleómenes, según escribe Heródoto, «empezó a herirse desde las piernas; cortando las carnes a jirones fue subiendo hacia los muslos, y desde los muslos hacia las caderas y las ijadas hasta que llegó al vientre y tras cortárselo en pedazos murió». Otras fuentes añaden que reía con gesto de dolor mientras se desgarraba las carnes.

Hoy, los historiadores apuntan a que quizá fue ejecutado por los mismos espartanos cuando se convirtió en un peligro para el Estado: su política personalista y ambiciosa era un peligro para el equilibrio de fuerzas en el Peloponeso y, en consecuencia, para Esparta.

 

La ciudad sin murallas
Emplazada sobre el río Eurotas, Esparta o Lacedemonia era la polis griega más temida; confiando en el valor sin parangón de sus soldados, carecía de muralla. En la imagen, el teatro de Esparta, de época helenística y romana.
Foto: J. LANGE / GETTY IMAGES

 

La diosa de Esparta
Arriba, antefija del templo de la diosa de Esparta, Atenea Calcieco, «la del templo de bronce». Este recinto de culto –como el teatro helenístico– estaba en la Acrópolis que dominaba la ciudad.
Foto: P. HORREE / AGE FOTOSTOCK

 

Atenas, enemiga y aliada
Cuando Cleómenes sitió al tirano Hipias en la Acrópolis de Atenas, en esta gran roca aún no se habían construido los edificios que la harían famosa, como el Partenón o el templo de Erecteo, que vemos en esta fotografía.
Foto: RENÉ MATTES / GTRES

 

Santuario de Apolo en Delfos. La pitia, o profetisa, daba sus respuestas en el gran templo de Apolo
El oráculo de Clístenes
El ateniense Clístenes, enfrentado al tirano Hipias, logró que la pitia, la profetisa de Apolo en Delfos, «sobornada a fuerza de dinero», ofreciera a los espartanos la misma respuesta a cualquier consulta de uno de ellos: que la voluntad de los dioses era que liberasen a Atenas. Al final, en vista de que siempre recibían del oráculo la misma respuesta, hicieron caso a Apolo y Cleómenes marchó contra Hipias y lo depuso. Así lo explica Heródoto.
Foto: Beaux-Arts de Paris / RMN-Grand Palais

 

El expulsado de Atenas
Clístenes instauró el ostracismo para exiliar a los enemigos del Estado; su nombre se escribía en un trozo de cerámica, como el de la imagen. Cleómenes puso las magistraturas de la ciudad de Atenas en poder de Iságoras y expulsó a los partidarios de Clístenes, unas 700 familias. Pero el pueblo se negó a obedecer, y en la revuelta que siguió Cleómenes ocupó la Acrópolis junto a Iságoras y sus seguidores. Tras dos días de asedio pactó una tregua para salir sin sufrir daño, aunque, según Heródoto, los atenienses partidarios de Iságoras fueron ejecutados. Entonces Cleómenes se sintió humillado y quiso vengarse de los atenienses.
Foto: Akg / Album

 

El teatro de Argos, construido hacia 300 a.C.
Sacrilegio en Argos
Cuando Cleómenes derrotó  al ejército de Argos en 494 a.C., los supervivientes se refugiaron en un bosque sagrado dedicado a Argos (el héroe que daba nombre a su ciudad). Cleómenes no quiso entrar allí y matarlos por miedo a cometer un sacrilegio. Entonces los engañó: por un heraldo les dijo que había llegado su rescate y que salieran sin temor a medida que los llamaran por sus nombres, que conocía gracias a unos desertores. Así mató a unos 50, hasta que los de dentro del bosque advirtieron lo que pasaba. Entonces mandó a los ilotas, los esclavos de los espartanos, que amontonaran leña en torno al bosque y le prendieran fuego. Los argivos fueron exterminados y los ilotas asumieron la culpa del sacrilegio.
Foto: A. Garozzo / Getty images

 

Cubiertos de bronce
En esta escena, los infantes u hoplitas llevan armaduras semejantes a las que vistieron espartanos y argivos en la batalla en la que tuvo lugar el sacrilegio de Argos. Esta ciudad era la gran enemiga de Esparta en la península del Peloponeso. Ánfora del siglo VI a.C. Louvre, París.
Foto: Scala, Firenze

 

Leónidas, yerno de Cleómenes, en las Termópilas. Óleo por Jacques Louis David. 1814. Museo del Louvre, París
Hija de rey, esposa de rey
Cleómenes dejó una sola hija llamada Gorgo, que desde pequeña dio muestras de inteligencia. Cuando Aristágoras intentó sobornar a su padre Cleómenes para que ayudara a los rebeldes jonios contra Persia, prometiéndole una cantidad cada vez mayor, Gorgo, que tenía ocho años, exclamó: «Padre, si no te alejas el extranjero acabará por sobornarte». Gorgo se casó con Leónidas, hermanastro de su padre y futuro defensor de las Termópilas frente a los persas.
Foto: Erich Lessing / Album

 

Guerreros bien protegidos
La coraza, el casco, las grebas o espinilleras y el escudo constituían el armamento defensivo del hoplita griego.
Foto: Bridgeman / Aci

 

El templo de Apolo en Delfos
Cleómenes se ganó el apoyo de Cobón, un personaje muy influyente en Delfos. Éste persuadió a la pitia Perialo, la profetisa de Apolo, para que dijera que Demarato (adversario de Cleómenes) era hijo ilegítimo.
Foto: Jean Heintz / Gtres

 

Áyax se suicida arrojándose sobre su espada. Gema del siglo VI a.C. El suicidio no estaba bien visto en la Grecia antigua
Las razones de un suicidio
El terrible final de Cleómenes, ejemplo de la capacidad de sufrimiento de un espartano, tuvo diferentes explicaciones. En la versión espartana, Cleómenes enloqueció por su afición a beber vino puro (no mezclado con agua); otros lo vieron como un castigo divino por el sacrilegio cometido en el bosque sagrado de Argos, y también se pensó que fue la culminación de un trastorno que ya se había manifestado en su juventud.
Foto: Museum Fine Arts, Boston / Bridgeman / Aci

 

28 May 2018 at 6:20 pm Deja un comentario

La auténtica historia de Espartaco: el temido gladiador que humilló a las legiones de Roma

Lejos de lo representado en la película de Kubrick, el esclavo tracio no fue crucificado como la mayoría de su ejército, sino que murió en una batalla con el severo Craso

Estatua de Espartaco en el Museo del Louvre

Fuente: CÉSAR CERVERA  |  ABC
27 de marzo de 2018

«Yo soy Espartaco». «No, yo soy Espartaco». «Mi mujer y yo también somos Espartaco…». La Semana Santa no sería la misma sin películas con temática bíblica o, al menos, con romanos poblando la televisión estos días. «Espartaco» (1960), la virulenta producción que desquició por igual a Stanley Kubrick y a Kirk Douglas, es una esas cintas imprescindibles en estas fechas. Importa poco que la fidelidad histórica brille por su ausencia y que, en definitiva, sea incapaz de responder a la pregunta de ¿quién era Espartaco?

Porque poco se sabe realmente de los orígenes de Espartaco más allá del mito. Según los autores clásicos fue un antiguo soldado nacido en Tracia, en la actual Bulgaria, que sirvió como auxiliar a los ejércitos de Roma, razón por la cual conocía bien las tácticas militares de la gran potencia de su tiempo. La leyenda asegura que tras ser apresado por desertor trabajó de forma forzosa en unas canteras de yeso y, gracias a sus habilidades bélicas, fue comprado por un mercader para la escuela de gladiadores de Capua de Léntulo Batiato.

La revuelta de esclavos más célebre

Si bien también había muchos hombres libres en busca de fortuna, las filas de las escuelas de gladiadores se nutrían, sobre todo, con prisioneros de guerra, condenado ad gladium, a trabajos forzados y esclavos destinados a las escuelas por sus amos para que los adiestraran y luego poder usarlos de guardia de corp en sus familias. El adiestramiento diario en la escuela era en muchos casos extremo, pues se requería un gran aguante para soportar una sucesión maratoniana de combates sobre la arena. A cambio, los gladiadores vivían entre grandes comodidades para preservar su salud y podían optar a comprar su libertad en pocos años.

Relieve que muestra a un esclavo en una provincia romana de Asia

Los gladiadores eran una clase privilegiada entre los agraviados esclavos, una masa que llegó a suponer más del 20% de la población de toda Roma y estaba expuesta a toda suerte de humillaciones y agresiones por parte de sus dueños. Para empezar porque los gadiadores, a diferencia de un esclavo doméstico, tenían acceso a armas a diario. En el verano del año 73 a.C, un grupo de ochenta gladiadores, encabezados por Espartaco, escapó de la escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas del Vesubio, desde donde levantó a miles de esclavos en favor de su causa.

Entre ellos había tracios, celtas, germanos y esclavos de todos los rincones de la República. Apenas tenían armas, pero su fe estaba puesta en la minoría selecta que representaban los gladiadores, con Espartaco y dos celtas, Criso y Enómao, formando un precario grupo de mando.

Espartaco se reveló pronto como un astuto militar que transformó la maraña de hombres y mujeres de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares y, con el tiempo, cualificado incluso para crear talleres propios para equipar a sus fuerzas. No en vano, las mejores tropas de la República romana no se encontraban en la Península Itálica. Los pretores Glodio Glabro y Varinio se vieron sorprendidos al frente de tropas bisoñas, en las laderas del volcánico Vesubio, por un ejército que se alimentaba, no de los esclavos de las grandes ciudades, sino de fugitivos, campesinos, desertores y toda clase de personajes rurales.

Dada la gravedad de la situación, los cónsules en ese momento, Lucio Gelio y Cneo Léntulo, se hicieron cargo en persona de las operaciones. Lucio Gelio se dirigió al sur y derrotó al celta Criso y a sus 20.000 seguidores junto al monte Gargano, en Apulia. Con Clodiano combatiendo a Espartaco en el norte, Gelio reanudó la marcha para apoyar a su compañero de consulado y poner así fin a la revuelta. No obstante, Clodiano cayó derrotado y Espartaco atacó a Gelio. Ni siquiera cuando los dos cónsules unieron sus fuerzas pudieron derrotar al tracio.

Medidas radicales ante la crisis

Alarmado por una de las mayores crisis en su historia, el Senado de Roma encargó a Marco Licinio Craso, uno de los hombres más influyentes y adinerados de la ciudad, que hiciera él frente a la amenaza con su talento militar y, sobre todo, su dinero. Ejerciendo como pretor, Craso comenzó las operaciones desempolvando el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando de sus predecesores. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros.

Además, cambió la ración de trigo por cebada al 90% de las tropas restantes y las obligó a levantar sus tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad de que un grupo de esclavos se hubiera sublevado en el corazón de la península itálica.

Espartaco y su ejército entraron en contacto con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia

Al frente de ocho legiones, el pretor sufrió algunos reveses iniciales ante imbatido Espartaco, pero no tardó en ganar terreno a los esclavos y en sacar partido a sus luchas intestinas. Craso derrotó a otro grupo que se había escindido entonces del principal ejército y levantó una inmensa línea de fortificaciones, de unos 65 kilómetros, con el objetivo de encerrar a los esclavos en la punta más extrema de Italia.

Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), Espartaco y su ejército, viéndose acorralado, entraron en contacto en el mar Tirreno con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia con el fin de hacer de la isla un bastión rebelde inexpugnable. Sin embargo, los romanos se percataron de la intención de Espartaco, por lo que sobornaron a los piratas para que traicionaran al esclavo tracio.

El castigo a los esclavos sirvió de mensaje para futuros rebeldes.

En una ocurrencia desesperada, el caudillo rebelde recurrió a una táctica utilizada contra los romanos por el cartaginés Aníbal, otro de los emblemáticos villanos de la historia de Roma. Durante una noche tormentosa, reunió a todas las cabezas de ganado que pudo, colocó antorchas en sus cuernos y las arrojó hacia la zona más vulnerable de las fortificaciones. Los romanos se concentraron en el punto a donde se dirigían las antorchas, pero pronto descubrieron, para su sorpresa, que no eran hombres, sino reses. Los rebeldes aprovecharon la distracción para cruzar la valla por otro sector sin ser molestados.

Un castigo salvaje

Pese a su astuta maniobra, Espartaco se vio obligado a enfrentarse finalmente a las legiones de Craso en terreno abierto. En el comienzo de la acción, en el año 71 a.C, el antiguo gladiador cortó el cuello a su propio caballo, supuestamente capturado a uno de los comandantes romanos antes derrotados, para demostrar que no estaba dispuesto a huir y pelearía con sus hombres hasta el final. Y así fue. Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso, después de dar muerte a dos centuriones que le salieron a su paso. La mayoría de los rebeldes pereció en la batalla y de los que se rindieron, 6.000 prisioneros adultos, todos fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.

Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso

Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión y no el deseado triunfo (una entrada solemne en Roma) que tanto deseaba. El Senado le negó este reconocimiento para evitar que Espartaco se convirtiera en un mártir; en tanto, Cneo Pompeyo, que había participado también en la fase final de la campaña, incluyó la victoria en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania. De esta forma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión, al derrotar a un par de miles de esclavos cuando ya encontraban huyendo. «Craso había derrotado a los esclavos fugados en una batalla, pero él, Pompeyo, había destrozado las raíces de la guerra», alardeó con más propaganda que verdad el verdugo favorito del dictador Sila. La herida abierta entre ambos protagonizó el escenario político de los siguientes años.

 

27 marzo 2018 at 2:12 pm Deja un comentario

El fortín que desesperó a Roma

Una línea de investigación asegura que hubo una aldea de protomadrileños que, en el siglo I a.C., obligó a los romanos a emplearse a fondo para conquistar la zona

Yacimiento arqueológico Risco de las Cuevas – ISABEL PERMUY

Fuente: ENRIQUE DELGADO SANZ  |  ABC
26 de agosto de 2017

Con leyendas se construyen los pueblos y en Perales de Tajuña, una localidad madrileña que no llega a los 3.000 habitantes, hay una que se transmite de padres a hijos. Tiene que ver con un risco situado a un par de kilómetros del centro del municipio. Allí hay decenas de cuevas horadadas en la roca de las que se sirvieron a antiguos pobladores para poner en jaque al todopoderoso Imperio Romano.

El origen de estas cuevas no está muy claro, ya que los investigadores han encontrado restos de diferentes épocas en la zona. Los más antiguos datan de hace 5.000 años, pero también hay vestigios del Paleolítico, la Edad del Bronce, del Hierro e incluso de la época romana. En este punto es donde se fragua la leyenda de ese pueblo de protomadrileños que vivieron en las cuevas y que desesperaron a las legiones romanas.

El relato se sustenta en una descripción que Plutarco, historiador y filósofo griego que vivió en el siglo I a.C., recogió en su obra «Vidas Paralelas». En esas líneas certifica la existencia de unas gentes «más allá del Tajo» que vivían en el interior de una roca con numerosas cavidades. En su momento fueron hasta cincuenta, pero poco a poco se han ido deteriorando por la fragilidad de los materiales constituyentes del risco y sus alrededores: yeso y arcilla. Precisamente a esto atribuye Plutarco que estos protomadrileños decidieran subir a la montaña a vivir en cuevas; el terreno no era favorable para construir a ras de suelo.

Acceder a las viviendas no era sencillo, como indica Javier Leralta en su libro «Madrid, cuentos, leyendas y anécdotas»: siempre tenía que haber alguien dentro de casa para echar una cuerda a los invitados. Sin eso, era prácticamente imposible subir.

Bien lo saben los romanos, que al intentar someter a este pueblo, tuvieron que exprimir su ingenio para sacar a estos inexpugnables pobladores del risco. Leralta explica que el general Quinto Sertorio obligó a sus tropas a levantar polvo para que se introdujera en las cavidades donde vivían los trogloditas. Hizo galopar sin descanso a los caballos para crear una nube que invadiera estas viviendas -que algunos con humor tildan como los primeros chalés adosados- para debilitar a los protomadrileños, que pronto quedaron ciegos y, en los peores casos, perecieron. No pudieron escapar del polvo y, al tercer día, claudicaron.

 

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28 agosto 2017 at 10:03 am Deja un comentario

La ciudad perdida de Caraca resurge del olvido en Driebes

Una excavación arqueológica saca a la luz estructuras de esta urbe romana, nudo importante de comunicaciones en la vía de Complutum a Segóbriga camino a Cartago Nova

Trabajos arqueológicos en el Cerro de la Virgen de la Muela – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

Fuente: MÓNICA ARRIZABALAGA  |  ABC
31 de julio de 2017

Desde el cerro de la Virgen de la Muela no se divisa ni un pueblo, ni una casa aislada, nada. Driebes, la localidad más cercana, se encuentra a unos seis kilómetros de carretil de piedras, polvo y matojos. En este paraje olvidado de Guadalajara hoy solo quedan en pie las ruinas de la antigua ermita que da nombre al lugar, en medio de un extenso campo de cereal recién cosechado. En otro tiempo, sin embargo, aquí se levantaba la ciudad de Caraca, una importante urbe de la Hispania romana a la que acudían las gentes del entorno para ir al mercado, al foro o al templo. La empinada cuesta que baja hasta el Tajo era entonces un transitado tramo de la calzada romana que conducía a Cartago Nova (Cartagena).

«Donde ahora pisamos debía de estar el foro», indica el arqueólogo Emilio Gamo, mientras muestra el plano con los resultados del georradar y drones que sirvieron en febrero para anunciar el descubrimiento de esta ciudad perdida que citaron Plutarco o Ptolomeo, equidistante de Complutum (Alcalá de Henares) y Segóbriga (Saelices, Cuenca), según el Anónimo de Rávena.

Detalle de un mapa de Claudio Ptolomeo conservado en el IGN, con Caraca en el centro de la imagen – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

Se la había situado anteriormente en lugares como Almoguera o Tarancón, pero el hallazgo en 1945 de un tesorillo de plata de unos 14 kilos durante la construcción del canal de Estremera hizo sospechar de la existencia de un yacimiento en Driebes. Los profesores Jorge Sánchez-Lafuente y Juan Manuel Abascal defendieron en los años 80 que se trataba de la ciudad romana de Caraca, pero hasta ahora nunca se había excavado en este lugar.

El georradar reveló que ante la ermita se extendía antiguamente un espacio diáfano, rodeado por una columnata a modo de pórtico. De ratificarse la existencia allí de un foro, como estos datos sugieren, se habrá dado con la primera ciudad romana de la que se tiene constancia en la provincia de Guadalajara.

Las excavaciones que se están llevando a cabo desde el 17 de julio vienen a confirmar el diagnóstico al que llegaron los arqueólogos. «Empezamos a constatar estructuras y una serie de materiales que ratifican los resultados que dio el georradar en la campaña precedente», subraya Javier Fernández Ortea, coodirector del proyecto junto con Gamo.

En las dos catas abiertas, ya se aprecian con claridad algunos muros de antiguas edificaciones públicas romanas, aunque aún es pronto para poder identificarlas como parte del foro y para datar la época en que éste fue erigido, un dato clave para saber cuándo esta población fue promocionada jurídicamente como ciudad romana.

Hay una tercera cata señalada, en el cruce del cardo y el decumano, las dos coordenadas que vertebraban toda urbe romana. Allí el georradar indica que podría conservarse un empedrado con un sistema de alcantarillado. Si es así, servirá para verificar hasta qué nivel de desarrollo llegó Caraca.

Ruinas de la ermita de la Virgen de la Muela – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

Con estas primeras intervenciones quirúrgicas, el equipo interdisciplinar que dirigen Gamo Pazos y Fernández Ortea pretende registrar la estratigrafía de la ciudad y conocer así la evolución histórica de este lugar que se cree que estuvo habitado desde comienzos del primer milenio antes de Cristo y fue un «oppidum», un asentamiento carpetano antes de la romanización.

Una ciudad de 1.800 habitantes

La ciudad, de unas 8 hectáreas en el perímetro que creen que pudo estar amurallado y otras cuatro de zona anexa, se abastecía de agua a través de un acueducto de tres kilómetros del que quedan unos 130 metros, según han podido comprobar los arqueólogos en las proximidades del cerro de la Virgen de la Muela. Calculan que llevaba 1,3 litros por segundo, lo que les lleva a pensar en una población de entre 1.500 y 1.800 habitantes.

Bajo el sol de justicia que cae sobre el yacimiento, Javier Fernández comenta que en época romana el clima era más húmedo y había más vegetación. «Posiblemente era un lugar más habitable y había más densidad de población en esta zona hace 2.000 años que ahora», dice.

Sillares en una ladera del cerro, con el Tajo al fondo – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

La ciudad contó con templos, que estarían ubicados bajo la actual ermita derruida, con posibles termas y con un macellum (mercado) donde acudían los campesinos y artesanos de los alrededores para comprar y vender. «Debió de ser una ciudad como Valeria o Ercávica», apunta Gamo haciendo referencia a dos yacimientos romanos de Cuenca.

El arqueólogo de la UNED explica que por su posición estratégica sobre la vera del Tajo y la presencia de atochas en la zona, creen que se dedicaba a la explotación del esparto, tan apreciado en la época por su uso para confeccionar cabos para la navegación o la minería, o para usos cotidianos (calzado, cestas…).

Caraca se destacó también por la exportación del lapis specularis o espejuelo, un yeso traslúcido y brillante que los romanos utilizaron en sus ventanas antes del vidrio. «Quizá el declive del uso del lapis specularis tuvo relación con el abandono de Caraca en el siglo II d.C.», sugiere el arqueólogo Saúl Martín.

Un CSI arqueológico

Los peones que ayudan en la excavación acaban de encontrar un fragmento de interés y requieren el examen de Gamo, que explica: «Esto es como en CSI, investigamos cada pieza, cada detalle, solo que no es una escena de un crimen».

Peones y arqueólogos trabajan en una de las catas abiertas – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

Excavar en un yacimiento virgen como el de Caraca permite estudiarlo desde cero, documentando de forma exhaustiva cada hallazgo, con el apoyo de modernos métodos como el sistema de información geográfica del Instituto Geográfico Nacional o los sistemas de información geocientífica del Instituto Geológico y Minero de España (IGME). El equipo multidisciplinar cuenta con la ayuda de especialistas en inscripciones latinas, expertos en gestión del patrimonio y especialistas del IGME, así como con la financiación de la Junta de Castilla-La Mancha, el Ayuntamiento de Driebes, la Asociación de Mujeres de Brea de Tajoy y la Asociación de Amigos del Museo de Guadalajara.

Los arqueólogos confían que Caraca arroje luz sobre un periodo histórico aún en parte desconocido. Es «otra tesela más en ese mosaico tan complejo de la romanización en el interior peninsular», subraya Fernández Ortea.

Hasta el 17 de agosto removerán la tierra en busca de cuanta información logren obtener, pero parte de Caraca siempre ha estado ahí, a la vista de cualquiera. En la construcción de la ermita de la Virgen de la Muela en el siglo XVI se reutilizaron fustes de columna que aún permanecen encajados en las paredes, uno incluso numerado con un cinco romano.

Fuste de columna que se reutilizó en la construcción de la ermita – RODRIGO MUÑOZ BELTRÁN

En las laderas del cerro, es fácil ver grandes piedras que formaron parte de edificios públicos de relevancia. Los agricultores las fueron arrojando a un lado cada vez que daban con alguna que les impedía arar el campo. No es ésa una buena tierra para cultivar. Allí donde antes se empedró una calle o se levantó una vivienda no crece igual el cereal.

El cerro de la Virgen de la Muela donde el pastor Mariano Vadillo jugaba solo en su niñez con aquellas piedras y trozos cerámicos de los que desconocía su origen, acapara ahora el interés de lugareños y curiosos, tanto que la Guardia Civil patrulla a menudo por los alrededores, no sea que una porción de la Hispania romana acabe olvidado en la vitrina de algún desaprensivo sin revelar sus secretos.

Fíbula de Driebes – CAROLINA MÍNGUEZ

El tesoro escondido a finales del s. III a.C.

Durante la construcción del canal de Estremera en 1945 se descubrió en un talud del cerro de la Virgen de la Muela un tesorillo de plata de más de 13 kilos en forma de tortas, lingotes y fragmentos de adornos (torques, brazaletes, varillas, sortijas y fíbulas) que actualmente se expone en el Museo Arqueológico Nacional. Son piezas de cultura carpetana, datadas entre los siglos IV y III antes de Cristo o principios del II a.C. «El peso de las tortas, entre 448 y 455 gramos y sus particiones indican que utilizaban un sistema metrológio estandarizado, similar al de Cancho Roano», se indica en la vitrina que contiene las piezas halladas en Driebes. Los fragmentos completarían el valor de su peso en una transacción comercial. Las monedas constituyen solo una pequeña parte del tesoro y en su mayoría están partidas, pues se usaron como pequeños lingotes. Algunas proceden de Cartago y por su datación se ha podido fechar cuándo se ocultó el tesoro, ya que las más modernas fueron acuñadas a finales del siglo III a.C.

La pieza más relevante del tesoro es una fíbula que debió de ser emblema de un personaje de la aristocracia. Muestra un personaje con casco y torques en el pie y una escena simétrica de un felino que devora una cabeza humana en el puente. Ésta representaría a un jefe guerrero que al ser comido por el león se convierte en héroe. Cuando se descubrió, el arqueólogo Julián San Valero Aparisi la llamó «Fíbula de Hércules», creyendo que la imagen del puente representaba al héroe griego vestido con la piel del león de Nemea.

 

31 julio 2017 at 10:47 am Deja un comentario

Caraca empieza a ver la luz

Nueve peones junto a un equipo multidisciplinar de arqueólogos trabajan en la que fue antigua ciudad romana que citaron Ptolomeo y Plutarco. La zona, en Driebes, localidad de Guadalajara, presenta ya dos catas a cielo abierto en lo que fue el cardo y el decumano, las dos vías principales de la población.

El equipo trabaja en el pueblo de Driebes a unas altísimas temperaturas. Luis Díaz

Fuente: G. Núñez / J. Ors >  Driebes (Guadalajara)  |  LA RAZÓN
25 de julio de 2017

Subiendo una trocha inclinada entre matorrales y peñascos –la antigua calzada que unía Complutum y Cartago Nova, de hecho–, a pleno sol y lejos de toda población, cualquiera diría que hemos perdido la cabeza. Pero allá arriba, nos dicen, se encuentra la antigua ciudad romana de Caraca, citada por Ptolomeo y Plutarco, equidistante, según el Anónimo de Ravenna, de Complutum y Segóbriga. Este páramo fue antaño transitado y habitado por mercaderes y soldados, ganaderos y agricultores, ciudadanos del Imperio, y antes aun por los beligerantes carpetanos, que vendieron cara su derrota ante las legiones romanas. En algún momento del siglo II d.C, la maleza comenzó a tejerse sobre este lugar habitado desde finales de la Edad del Bronce y el ruido de carros sobre el empedrado cesó para siempre. Un paso más y ya divisamos la explanada de Caraca, con las ruinas de la ermita de la Virgen de la Muela coronando su punto más elevado. Este terreno baldío con vistas al Tajo y a una buena porción de la provincia de Guadalajara fue, un día, un importante nodo de comunicación del mayor Imperio de la Antigüedad. A simple vista cuesta creerlo. Pero lo que hay aquí abajo puede cambiar los libros de historia.

Con ese gusanillo en el estómago de hincarle el diente a un trozo de Hispania ignoto trabajan desde el lunes pasado (y así será a lo largo de un mes) 9 peones y todo un equipo multidisciplinar de expertos encabezado por los arqueólogos de la UNED Emilio Gamo y Javier Fernández. El objetivo es sacar a la luz de este sol inclemente de julio algo que se viene sospechando desde hace 70 años y que empezó a cobrar forma sobre el papel con los estudios con georradar 3D y drones emprendidos hace un año: que bajo este paraje se esconde Caraca, la que sería la primera ciudad romana de Guadalajara de la que tendríamos constancia. «Ese es el objetivo de la excavación: comprobar los datos de prospección. Para ello se han planteado una serie de catas que persiguen ver los aspectos de estratigrafía de la ciudad, la evolución urbana del cerro, excavar parte del foro y comprobar que se trata de una ciudad jurídicamente promocionada durante la época romana», explica Gamo.

Por el momento, Caraca ya presenta dos catas a cielo abierto que hurgan en los que antaño fue el cardo y el decumano, las dos vías principales de toda población romana, que confluyen en el foro. La presencia de éste y de un senado local confirmarían el estatus de esta localidad dentro de la vasta administración del Imperio. Caraca sería así una ciudad de rango medio pero de importancia capital en las vías de comunicación y el comercio de la época. El lapis especularis (o espejuelo, una especie de yeso) y el esparto habrían cimentado el auge mercantil de la zona, así como su ubicación estratégica a los pies del Tajo y en una colina que domina un vasto territorio propicio para la actividad agropecuaria. «Realmente las expectativas de la campaña son buenas –señala Gamo–. Los resultados serán interesantes a nivel científico aunque aún es difícil aventurar conclusiones sobre los restos. Van apareciendo estructuras, pero no podemos aportar todavía ninguna interpretación hasta que las hayamos terminado, porque con la evolución de la excavación puede variar su significado».

Terreno virgen

Hay que llegar hasta abajo y luego recomponer el puzzle de la historia pero el proceso resulta apasionante para el arqueólogo Saúl Martín: «Personalmente es un sueño. Es fantástico poder trabajar en un terreno virgen como éste, empezando de cero. Existen yacimientos cerca de aquí pero se han excavado hace tiempo. Aquí todo es nuevo». Caraca está por hacer, por rehacer. Un sillar, un trozo de cerámica, un hueso devuelven la vida a estas calles atrapadas por el sedimento, explican quienes fueron nuestros «tatarabuelos», por qué habitaron ésta y no la colina de al lado. Es fundamental documentar, fotografiar y catalogar cada indicio. «Un día de excavaciones en el campo se traducen en cuatro o cinco de laboratorio», explica Martín. Y así, entre el trabajo de campo y el estudio pormenorizado, los expertos pretenden certificar que Caraca alcanzó el estatus de ciudad del Imperio. «Existe un acueducto de tres kilómetros del que solo quedan 130 metros, pero esta estructura da la importancia que tenía el núcleo urbano –detalla Gamo–. La excavación se centra en ese núcleo porque deseamos conocer su evolución. Por eso son relevantes las estructuras del foro, que es el centro administrativo de una ciudad romana y porque éstas estaban dirigidas hacia una finalidad. El espacio público en las ciudades romanas es interesante porque aporta la fecha en que es promocionada jurídicamente y por lo que llegó a ser una ciudad romana». A unos seis kilómetros de la localidad de Driebes, por caminos paralelos al Canal de Estremera, picar piedra en pleno verano en esta colina sin sombra alguna, se antoja una tarea desagradable. «Lo que hay que hacer es tomar mucha agua y echarse crema cada dos horas. Lo peor fue un día en que se levantó un siroco tremendo, como si fuese el desierto», explica el arqueólogo David Álvarez.

Dinamizar la zona

Los próximos días auguran temperaturas todavía más altas. «Pero tenemos mucho apoyo de la población local», apunta Martín, a lo que Gamo añade: «Hemos encontrado la disposición de la localidad, del Ayuntamiento de Driebes, de los propietarios y de la Junta de Castilla-La Mancha. Además, la asociación de amigos del Museo de Guadalajara y la asociación de mujeres de Brea del Tajo han apoyado la excavación». Todo el entorno ha vuelto los ojos hacia este enclave desde que se confirmaran las teorías académicas. Muchos ven en Caraca una posibilidad de dinamización turística de la zona. Queda mucho por recorrer pero quizás en un plazo no muy lejano de tiempo este lugar que antes sólo era conocido por la población local pase a ser visitable y permita conocernos mejor sobre el terreno.

Y es que en las eras de Caraca están impresas las huellas de varios milenios de civilización, de incontables generaciones que nos precedieron. Este yacimiento, habitado desde el año 1.000 antes de Cristo, revelaría no sólo el paso de los romanos por Guadalajara sino que contiene valiosa información sobre los carpetanos, el pueblo que habitó esta zona antes de la llegada de los soldados del Imperio. Eso sí, la villa carpetana se halla bajo la urbe romana, que sigue siendo la prioridad de esta campaña y seguramente de las venideras: «A priori no sabemos el estado de la estratigrafía y cómo la superposición de edificios de cada época ha afectado a los restos más antiguos, que son los carpetanos, porque la cimentación romana puede haber afectado. En este momento estamos centrados en la ciudad romana y ver su secuencia es el objetivo de la campaña», precisa Gamo. Por ahora, el signo más evidente de construcción sigue siendo la ermita derruida del siglo XVI, pero Caraca empieza a mostrar su esqueleto a medida que pasan los días. Y Driebes quiere mostrar al mundo la fotografía que aquí se está revelando. Por eso, el próximo día 3 de agosto se celebrará una jornada de puertas abiertas en la zona de prospección, con visitas guiadas para explicar la importancia de los trabajos. Para entonces ya lucirá a cielo abierto la tercera y última cata prevista. «Confiamos en que lo que encontremos se corresponda con lo que vimos con el georradar», concluye Gamo. Hacia finales de agosto, los expertos, una vez evaluados los restos hallados, podrán hacer hablar a las piedras y revelar cómo se gestó, cómo creció, cómo se consolidó y hasta cómo desapareció Caraca. A partir de ese momento comenzarán a cobrar sentido también las referencias de Ptolomeo y Plutarco, quien hablaba de aquellos pobladores localizados al borde del Tajo que vivían «en un grande y elevado monte que tenía muchas cuevas y agujeros vueltos todos hacia Septentrión». Esas palabras, que volvieron a sonar en la zona desde que en 1945 se hallara el tesorillo que se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid, espolearon a Gamo y Fernández en la búsqueda de una ciudad que se daba por perdida. Una urbe que duerme bajo kilómetros cúbicos de sedimento, a pleno sol, para recordarnos el viejo adagio funerario: «Lo que sois fuimos, lo que somos seréis».

 

26 julio 2017 at 10:44 am Deja un comentario

La gran mentira de las amazonas: las arqueras mutiladas que esclavizaban a los hombres

  • La Mitología afirma que estas guerreras se quemaban un pecho para mejorar su puntería y que únicamente mantenían relaciones sexuales una vez al año. Sin embargo, los historiadores debaten todavía hoy su existencia real
  • Aprovechando el estreno de la película «Wonder Woman» (cuya protagonista es una princesa de esta tribu) algunos expertos han afirmado que, en realidad, estas combatientes jamás existieron ¿Realidad o leyenda?

Fuente: MANUEL P. VILLATORO  |  ABC
21 de junio de 2017

Según la mitología (azuzada por historiadores como Heródoto o Plutarco) las amazonas eran un pueblo de mujeres guerreras expertas en el uso del arco y más que diestras a la hora de cabalgar. La leyenda, con todo, ha tenido un doble rasero con ellas. Y es que, afirma también de ellas que se quemaban el seno derecho para que este no les molestara a la hora de apuntar y disparar; que odiaban a los hombres (únicamente mantenían relaciones sexuales con ellos una vez al año para perpetuar su linaje); y que ahogaban en muchos casos a sus vástagos si estos eran varones.

Sin embargo, a día de hoy su existencia se encuentra entre la realidad y la leyenda. Un debate que ha vuelto a reabrirse después de que se haya estrenado en los cines el popular largometraje «Wonder Woman» (la princesa amazona más famosa de los cómics).

La llegada a la gran pantalla de esta película ha sido aprovechada por algunos historiadores como John Man. El también antropólogo ha publicado recientemente una obra en la que -según sus palabras- demuestra que el mito sobre estas combatientes es «una auténtica basura y una verdadera tontería». Al menos, así lo afirmó la semana pasada en una entrevista concedida al diario «Daily Mail».

En palabras de Man, la leyenda de las amazonas fue fabricada por los griegos con el objetivo de «apuntalar su idea de sí mismos». La explicación que aporta el historiador y antropólogo es sencilla: aunque estas «inexistentes» guerreras eran letales, sus atributos más laureados eran los que habitualmente se asociaban al género masculino.

Con todo, otros expertos como el arqueólogo Carlos Alonso del Real fueron más benévolos en vida con dichas guerreras. Este autor español (uno de los grandes estudiosos del tema en nuestro país) no dudó en vida de la historicidad de dichas mujeres y estudió de forma exhaustiva cuál era la realidad y cuál la leyenda sobre ellas. En todo caso, la pregunta sigue viva… ¿Realidad o mito?

El mito

Tal y como afirma Liliana Pégolo (del Instituto de Historia Antigua de la Universidad de Buenos Aires) en su dossier «Del mito de las amazonas a las mujeres santas»: «la narración fabulosa de las amazonas entra en la historia cultural griega durante la primera mitad del siglo VI a.C.». A partir de ese momento se las empieza a definir (según determina el autor Liliana Pégolo en su obra «Mujeres de capa y espada») como «un grupo de mujeres guerreras, supuestamente hijas de Ares, siendo su madre en la mayoría de los casos, Harmonia». De esta guisa, aquella tribu tendría la sangre del mismísimo dios de la guerra y de la diosa de la armonía y la concordia.

Con todo, esta es una de las teorías mitológicas que, entre otros, defendió Apolonio de Rodas (siglo III a.C.). Este autor era partidario de que Harmonia era la amante de Ares, y no su hija (como hasta ese momento se creía). Así lo afirma en el Canto II de las Argonáuticas (su obra más destacada): «Que no eran en vano [las amazonas] de la raza de Ares y la Ninfa Harmonia, aquella que al dios Ares le alumbró unas hijas amantes de las guerras tras haberse acostado con él en la espesura del bosque de Acmón».

Independientemente de los líos de faldas, de las amazonas ya se había hablado anteriormente. Ejemplo de ello es que Homero (siglo VIII a.C.) las define en la Íliada como una tribu de guerreras «varoniles».

El combate de las amazonas – Rubens

En todo caso, tanto para Solís, como para otros autores como Elsa Felder (quien desvela los pormenores de dichas guerreras en «Vida y pasión de grandes mujeres»), estas letales combatientes se organizaban en un estricto sistema matriarcal en el que la máxima autoridad era la reina. Una gobernante, por cierto, cuya forma de acceder al trono es desconocida a día de hoy. Ya fuera por herencia o por valentía en el combate, esta regente gobernaba una región que (según la mayoría de los historiadores clásicos) era exclusivamente femenina.

Pero, ¿dónde residían estas mujeres tan peculiares? La lista de sus posibles asentamientos es innumerable atendiendo a las fuentes, pero la mayoría de autores coinciden en ubicarlas en los alrededores del Cáucaso.

«Los griegos les atribuían existencia histórica y colocaban su reino, ora en las pendientes del Cáucaso, ora en Tracia, o en la Escitia meridional, en las llanuras de la orilla izquierda del Danubio», destaca la autora en su obra. Apolonio de Rodas, por su parte, sitúa la región en la que vivían las amazonas en la costa de Ponto Euxino (Mar Negro), junto a la desembocadura del río Termodonte (al norte de la actual Turquía): «Más allá de la desembocadura del Termodonte expande sus aguas en un golfo tranquilo a los pies del cabo Temiscirio, tras haber atravesado una amplia llanura. Allí se encuentra la llanura de Deante, y cerca de ella las tres ciudades de las Amazonas».

Guerreras a caballo

Solís y Felder coinciden en que -según la tradición- las amazonas fueron las primeras en montar a caballo. Y no solo eso, sino que mantenían una relación especialmente buena con los jamelgos y se entrenaban durante horas para ser unas verdaderas maestras en el arte de la equitación.

En palabras del primer autor, de hecho, cabalgaban de una forma tan perfecta que «podían bailar encima del caballo, levantarse cuando iban a galope, saltar de un caballo a otro y saltar sin silla a través del fuego». Tal era su nivel de compenetración con sus monturas, que el nombre de muchas de estas guerreras estaba formado por el prefijo griego «Hipo-» («caballo»). Ejemplo de ello fue -entre otras tantas- la reina Hipólita.

Representación de una amazona (siglo V a.C.) – Wikimedia

Si su primera virtud era el saber montar a caballo, la segunda era su capacidad para el combate. Ya fuera a pie o en montura (preferían lo segundo) guerreaban utilizando un amplio arsenal de hachas de batalla, espadas y escudos de media luna. Con todo, su arma favorita era el arco.

De hecho, su puntería era extremadamente buena por una razón que explica (entre otros autores) el médico griego Hipócrates, y que replica Felder: «Se aseguraba que a las niñas les cercenaban el seno derecho para que al ejercitarse en el tiro con arco y flecha, en el que eran las amazonas extraordinarias, pudieran sujetar con comodidad dicho arco sobre el pecho». Al parecer, de esta leyenda podría provenir su nombre ya que, en griego, el término «amazoi» significa «sin pecho». Con todo, esta es sólo una de las teorías. Otras afirman que su origen es el vocablo iraní «hamazam» (cuya traducción viene a ser «guerreras»).

Si su primera virtud era el saber montar a caballo, la segunda era su capacidad para el combate

Por otro lado, también se afirma que las amazonas fueron de las primeras en usar el hierro; que eran sumamente bellas (Pégolo las define como «mujeres hermosas y sexualmente apetecibles que subliman sus deseos sexuales»); y que se vestían con una túnica muy ceñida y corta que abierta habitualmente a un lado para que sus enemigos viesen su figura. «Su objetivo no era enseñar a los extranjeros que vestían un atuendo fantástico, sino indicarles explícitamente que eran mujeres y estaban guerreando contra hombres» afirma, en este caso, Solís. En cuanto a su culto, rendían pleitesía a Artemisa (diosa de la caza). Así lo cree y lo deja patente la historiadora Sarah B. Pomeroy en «Diosas, rameras, esposas y esclavas», un libro en el que explica que esta deidad era «una cazadora diestra en el uso del arco» que prefería «emplear su tiempo en la montaña y en los bosques, junto a los animales, lejos de la compañía de hombres y de los dioses».

Hombres ‘odiosos’

Guerreras letales, geniales arqueras, y excelentes a la hora de cabalgar en batalla. Las amazonas han pasado a la historia por esta retahíla de características. Sin embargo, también se han hecho famosas por su extremo odio hacia los hombres. Su misandría queda reflejada en que -atendiendo a la mayoría de las fuentes- residían en comunidades en las que los hombres tenían prohibido el acceso.

Con todo, y como suele suceder con la mayoría estas leyendas con siglos y siglos de antigüedad, algunos autores también son partidarios de que algunos hombres vivían con ellas. Aunque eso sí, como sirvientes y llevando a cabo únicamente las tareas más bajas de la sociedad.

En todo caso, en lo que sí coinciden una gran parte de los autores es en que las guerreras amazonas solían guardar celibato durante casi toda su vida. Tan solo yacían con hombres una vez al año, cuando visitaban a los varones de las tribus vecinas (la más famosa es la de los Gargarios). Y lo hacían únicamente con el objetivo de perpetuar su tribu.

Es precisamente en este punto donde la historia (verdadera o no) de las amazonas se pone macabra. Y es que, una de las teorías sobre la tribu señala que no tenían piedad si daban a luz a un varón. Así lo afirma el historiador Javier Ocampo López en su obra «Mitos y leyendas latinoamericanas»: «Después de los partos, las amazonas mataban a los varones». Con todo, otra versión afirma que no los asesinaban, sino que únicamente les arrancaban los ojos antes de devolverles con sus padres. La interpretación más amable determina que se limitaban a dejarles salir de sus dominios para que huyeran.

Talestris, reina de las amazonas, visitando a Alejandro Magno – Wikimedia

Esta última es apoyada, por ejemplo, por la catedrática en historia antigua Ana Iriarte Goñi en su libro «De amazonas a ciudadanos», quien es partidaria de que «tras dar a luz a los retoños así concebidos, las amazonas se quedaban con las niñas y entregaban los niños al grupo de padres, quienes los admitían individualmente con la duda razonable de que el niño recibido sea su descendiente».

Con las hembras eran más benévolas. Si daban a luz a una niña la entrenaban en la caza y en el arte de la guerra para que fuera una futura guerrera amazona. Y lo hacían, por cierto, mediante la leche del pecho izquierdo.

En todo caso el valor de las amazonas, así como su odio hacia los hombres, dejó una huella imborrable en la historia. Una marca que quedó patente, por ejemplo, en el discurso fúnebre del orador ático Lisias (siglo V a.C.): «Existieron en tiempos las Amazonas, hijas de Ares […] Y eran consideradas más bien como varones por su valor que como hembras por su sexo; pues, con respecto a los varones, parecía mayor la superioridad de sus espíritus que la inferioridad de su apariencia. Dominaban muchas razas y tenían de hecho avasallados a sus vecinos».

Pentesilea y Hipólita

Al igual que las mismas amazonas, las gestas militares de estas combatientes se debaten entre el mito y la leyenda. Virgilio (siglo I a.C.) afirma en su «Eneida» que, durante la guerra de Troya, estas mujeres acudieron en ayuda de Príamo para defender la ciudad. En su texto, el poeta explica el combate que mantuvo (presuntamente) la reina de esta tribu, Pentesilea, contra el héroe Aquiles.

«La fogosa Pentesilea conduce las huestes de las amazonas, con sus broqueles en forma de media luna, y brilla por su ardor en medio de la muchedumbre, atando el dorado ceñidor bajo el descubierto pecho, y guerrera virgen, osa competir en denuedo con los hombres. La lucha no fue precisamente bien para nuestra protagonista, pues murió después de que su enemigo le clavara una lanza en el pecho. Se cuenta que, cuando el varón levantó el casco de la guerrera, quedó prendada totalmente de su belleza.

Pero la historia de Pentesilea no fue la única de una destacada amazona. Otra de ellas fue Hipólita. Según narra la mitología (y partiendo de la base de que existen múltiples versiones sobre el devenir de esta mujer atendiendo a las fuentes) la guerrera fue una de las más destacadas de su tribu. Sin embargo, tuvo la mala suerte de toparse con Hércules quien, como parte de sus populares «trabajos», recibió el encargo de robarle a la regente su ceñidor. Una prenda similar a un cinturón de castidad que había recibido del mismísimo Ares.

La muerte de Pentesilea

En palabras de Felder (quien se basa, a su vez, en los textos de historiadores y poetas clásicos como Heródoto) Hércules se presentó ante la misma Hipólita dispuesto a arrebatarle el cinturón de castidad. Pero no le hizo falta, pues la misma monarca se lo ofreció voluntariamente junto con su virginidad. «Por desdicha de la pareja, era tradición entre las amazonas que, antes de acostarse con un hombre, lucharan con él para probar si la fortaleza del elegido le hacía digno de gestar sus futuras hijas», determina la autora. Según la mitología, cuando comenzaron el combate, Hera (que los estaba espiando y que odiaba a Hércules) hizo creer a todas las amazonas que el héroe trataba de matar a la mujer.

Atendiendo a la fuente existen hasta cuatro finales diferentes para esta historia. Sin embargo, el más famoso es el que afirma que Hércules hizo uso de su descomunal fuerza para acabar con todas las amazonas. Por desgracia, terminó también con la vida de Hipólita. «Su hermana Antíope fue obligada a rendirse y formó parte del botín de guerra de Hércules, junto con el famoso ceñidor», completa la experta.

Mención destacada requieren también las guerreras definidas por el historiador griego Diodoro de Sicilia (siglo I a.C.). Este autor dejó explicado en sus textos que existía una raza de amazonas guerreras con unas costumbres similares a las ya mencionadas, pero residentes en África (o las Canarias, atendiendo a las interpretaciones posteriores).

El autor no habla solo de las combatientes, sino que también hace mención a su reina: Mirina. Así lo dejó escrito: «Acometieron grandes empresas, pues les invadía el deseo de atacar muchas partes del mundo habitado […]. Marcharon primero contra los atlantes. Mirina, que reinaba entre las amazonas, constituyó un ejército de 30.000 infantes y de 3.000 jinetes». Su victoria fue total. Sin embargo, estas combatientes fueron vencidas a la postres también por Hércules.

 

21 junio 2017 at 8:10 am Deja un comentario

El mito de la batalla de Maratón: los «pacíficos» atenienses enseñan a los espartanos a aplastar persas

Para los persas la derrota de Maratón fue solo el prólogo de la invasión de dimensiones bíblicas que estaba por llegar en tiempos de Jerjes y Leónidas

Fotograma de «300: El origen de un imperio» con un grupo de hoplitas atenienses cargando

Fuente: CÉSAR CERVERA  |  ABC
25 de mayo de 2017

Filipides corrió y corrió durante 42 kilómetros. Corrió hasta literalmente el último aliento. Según la leyenda (no recogida en los textos de Herodoto), este soldado fue enviado a Atenas para avisar de que los persas habían sido derrotados en la localidad de Maratón y evitar que los atenienses rindieran la ciudad. Nada más entregar su mensaje, y con ello evitar la rebelión en ciernes de los aliados de los persas, cayó muerto Filipides en el sitio. Una anécdota recogida 600 años después, y por tanto probablemente falsa (¿por qué ir andando pudiendo ir a caballo?), pero que advierte de lo mitificado que están todos estos episodios de la Antigüedad. La posterior glorificación de los heroicos «hombres de maratón» en la literatura ateniense escondió el hecho de que su triunfo fue limitado y pospuso el problema solo por unos años.

La guerra de Occidente contra Oriente

Una década antes del sacrificio espartano en el paso de las Termópilas la rivalidad entre el Imperio persa y las polis griegas vivió un primer simulacro de guerra. El rey persa Darío I, padre de Jerjes, organizó en 492 a. C. la invasión de la Grecia Continental como castigo a las polis de Atenas y Eretria, que habían apoyado un levantamiento en las ciudades controladas por los persas en Asia Menor y Chipre. La autoridad persa no resultaba excesivamente opresiva en estas ciudades jonias, aunque la naturaleza autocrática del poder de Darío y los cambios en el sistema de tributos amenazaba con estallar tarde o temprano en una revuelta.

Esta primera parte de la guerra empezó favorable a los intereses del ejército persa, que volvió a subyugar Tracia y obligó a Macedonia a ser vasalla del reino de Persia. Sin embargo, una tormenta sorprendió a la flota del general persa mientras costeaba el Monte Athos y retrasó un año más las operaciones. Todas las partes de Grecia aceptaron someterse ante los enviados persas excepto Atenas y Esparta, las cuales ejecutaron a los embajadores al más puro estilo cinematográfico «This is Sparta!».

Reconstrucción moderna de una formación de falange hoplítica

Fue a raíz de estas ejecuciones cuando Darío ordenó una segunda campaña militar, dirigida por los generales Datis y Artafernes, que tenía como objeto expreso destruir Atenas y Esparta. Según la leyenda, el rey persa preguntó: «¿Quién es esa gente que se llama atenienses?», a lo que añadió él mismo sin aceptar explicaciones: «¡Oh Ormuz (divinidad persa), dame ocasión de vengarme de los atenienses!». Una flota de casi veinte mil infantes y jinetes se concentró en Cilicia (la zona costera meridional de la península de Anatolia) y fue saltando el terror y la destrucción de isla en isla hasta desembarcar en Eretria, que fue arrasada y sus ciudadanos esclavizados. Finalmente, el ejército expedicionario se dirigió al Ática, desembarcando en Maratón por sugerencia del tirano ateniense Hipias. El otrora dictador de Atenas, que durante unos años impuso un reinado represivo en la polis, se había refugiado en la corte persa de Darío I después de ser derrocado por los espartanos. Cuando Persia amenazó con atacar a Atenas y reponer a Hipias lo hizo sabiendo que el viejo tirano tenía todavía muchos partidarios en la ciudad.

Milcíades creía que el lugar escogido por Hipias, en la zona nororiental del Ática, no era muy propicio para una batalla de grandes dimensiones

Al conocer que los persas habían desembarcado cerca de su metrópolis, la joven democracia ateniense pidió ayuda a los soldados de Esparta (el nombre correcto es lacedemonios, puesto que Esparta como polis no existía), que retrasó su apoyo por hallarse en plenas fiestas Carneas. Un viejo conocido persa, Milcíades, asumió el mando de las tropas atenienses, apenas 10.000 hoplitas, y propuso salir al encuentro persa a pesar de su enorme superioridad numérica, 20.000 efectivos, según Herodoto. Milcíades creía que el lugar escogido por Hipias, en la zona nororiental del Ática, no era muy propicio para una batalla de grandes dimensiones, porque la llanura estaba dividida transversalmente por el torrente Caradro, pero sí para que las falanges hoplitas dieran su máximo potencial.

El grito de los atenienses

En su origen los hoplitas eran ciudadanos propietarios de pequeños terrenos agrícolas que, de cara a defender su ciudad, se compraban su propia armadura (grebas de bronce, yelmo, un escudo cóncavo, coraza, jabalina de punta doble y una espada como arma secundaria) y acudían al frente. Su formación en falange permitía que la unión de todos ellos fuera una perfecta arma para la guerra: las apretadas filas establecían un muro de escudos altos y las lanzas salientes de las tres primeras filas los hacían imbatibles frente a la caballería enemiga. El código agrario desaconsejaba las gestas individuales fuera de las filas de la falange y las unidades de arqueros no eran habituales. No en vano, precisamente antes de la batalla de Maratón fueron liberados esclavos atenienses para servir de infantería ligera, honderos y lanzadores de jabalina. Además, un millar de platenses –ciudad bajo la tutela de Atenas– reforzaron en esta contienda a los atenienses.

Por su parte, las fuerzas persas que estaban presentes en Maratón bajo el mando de Artafernes, un sobrino de Darío, estaban compuestas de soldados de diferentes procedencias que no hablaban las mismas lenguas y no tenían la costumbre de combatir juntos. Si bien tenían la superioridad numérica de su parte, su falta de coordinación y su pobre armamento las hacían vulnerables frente a los hoplitas. Los escudos de mimbre y lanzas cortas hacía a la infantería persa vulnerable en el combate cuerpo a cuerpo, mientras que su caballería era débil frente al erizado de lanzas que era la falange ateniense.

Escena de ánfora de figuras negras de Atenas (siglo VI a. C., Museo del Louvre).

Durante varios días, ambos ejércitos permanecieron en actitudes defensivas. La distancia entre los dos ejércitos era de 1.500 metros, lo que permitía a los persas escuchar con nitidez el grito de guerra de los atenienses: «Ελελεσ! Ελελεσ!» (Eleleu, Eleleu). Los persas no se atrevían a desalojar a los griegos de su ventajosa posición, situados en un terreno consagrado a Heracles; mientras que los atenienses no se atrevían a descender a la llanura, donde quedarían a merced de las flechas de los persas. Y de nuevo la versión mitificada presenta a Milcíades como el defensor de atacar cuanto antes a los persas, frente a otros oficiales más conservadores. Lo más probable es que los mandos griegos apuraron el máximo no por excesiva prudencia, sino con la esperanza de que pudieran llegar los refuerzos espartanos a tiempo.

El 11 de Septiembre del 490 a.C. (según el calendario griego) se impuso el plan del estratega y mandó que el cuerpo de hoplitas atacara a la carrera para cubrir rápidamente el terreno que les separaba y esquivar las flechas, lo cual era otro de los puntos fuertes de la infantería griega: su velocidad. En este sentido, autores modernos cuestionan que los hoplitas pudieran desplazarse tan rápido con un armamento tan pesado durante tantos metros y exponiéndose a perder su preciada formación.

La verdad detrás del mito

Los persas tenían su fortaleza invertida en sus arqueros, que no tuvieron ocasión de actuar debido a la sorpresiva iniciativa ateniense, y en la caballería, que en Maratón estaba ausente porque Datis, el otro comandante persa, había zarpado con todos los jinetes para emplearlos en la llanura de Falero.

Las infanterías enfrentadas en el centro mostraron vencedor a los persas en un principio, mientras que en los flancos los atenienses destrozaron a los persas sin que cupiera respuesta. La táctica de Milcíades consistía en atacar por los flancos, de modo que la maniobra envolvente fuera engullendo a los persas y dejando a su centro aislado como un islote rodeado de miles de hoplitas. Su plan fue un éxito. Los atenienses aprovecharon la jornada para masacrar a los persas, que en su huída acabaron atrapados en tierras pantanosas. Herodoto estima en 6.400 las bajas persas, frente a las exiguas 192 muertes griegas. No en vano, Datis todavía conservaba fuerzas suficientes para dirigirse en barco hacia Atenas. Sabía que, con las tropas fuera de la ciudad, bastaba la llegada de la flota persa para que los partidarios del tirano Hipias iniciaran una revuelta y entregaran la ciudad.

Un hemerodromo (los corredores profesionales de Atenas) corrió desde Maratón hasta Atenas, 42 kilómetros sin pausa, para advertir de la victoria ateniense y de la llegada de los persas, cayendo muerto nada más pronunciar estas palabras en su último aliento: «Hemos ganado». Más una leyenda que una realidad… pues Herodoto (para él Filipides fue un atleta que recorrió 200 kilómetros para pedir la ayuda espartana) no recogió esta historia; mientras que otros autores no se ponen ni siquiera de acuerdo con el nombre del atleta: Luciano de Samósata le llama Filipides, y Plutarco le nombra como Tersipo. El filólogo Michel Bréal se inspiró en su historia para proponer a Pierre de Coubertin la celebración de una carrera llamada maratón dentro del programa de los modernos Juegos Olímpicos.

Pintura de la llegada de Fidípides a Atenas, por Luc-Olivier Merson

Finalmente, Datis se retiró a Falero con unos 10.000 hombres antes de volver a casa y los partidarios de Hipias no levantaron Atenas. ¿Fue el atleta el que evitó con su gesta maratoniana la caída de Atenas? ¿Por qué renunció Datis a atacar la ciudad con los enemigos a más de 40 kilómetros de distancia? Lo cierto es que los textos más mitificados se cuidaron en ocultar que el mismo día de la batalla un ejército de 2.000 espartanos se dirigió a Atenas tras recorrer en dos días más de 200 kilómetros. Los atenienses preferían la inverosímil historia del heraldo heróico antes de reconocer los méritos de sus vecinos, ahora aliados, en otro tiempo rivales.

Para los persas la derrota de Maratón fue solo el prólogo de la invasión de dimensiones bíblicas que estaba por llegar. Convencidos como estaban de que podían someter la Grecia Continental, los persas prepararon una nueva intentona una vez se lamieron las heridas internas. Tras la sublevación de Egipto (486 a. C.) y la muerte de Darío (486 a. C.), Jerjes I preparó la madre de todas las flotas y el padre de todos los ejércitos de «inmortales». En tanto, los atenienses ensalzaron esta victoria a niveles legendarios, disimulando en sus textos que los persas seguían siendo un imperio impenetrable y que Maratón no había sido una lucha entre un puñado de griegos y un ingente número de bárbaros, sino un triunfo a raíz de un error táctico de los orientales.

Poseído por los elogios, Milcíades intentó atacar la Isla de Paros en el 489 a.C aprovechando la supuesta debilidad persa. Sin embargo, pronto Milciades tuvo que volver sin la victoria prometida, muriendo poco después por una herida de guerra. Una cosa era defenderse y otra muy distinta trasladar la guerra al terreno persa. Grecia todavía no estaba preparada para esa guerra.

 

27 May 2017 at 12:06 pm Deja un comentario

El tupé más famoso de la antigüedad

Alejandro Magno fue una referencia en el mundo romano, una figura que imitar hasta en el peinado

Detalle del mosaico de Isos en el que el conquistador macedonio, melena (y tupé) al viento, carga contra las tropas de Darío III. El mosaico, copia de una pintura griega, fue hallado en la Casa del Fauno, en Pompeya. (DEA / M. CARRIERI / Getty)

Fuente: FÈLIX BADIA LA VANGUARDIA
12 de mayo de 2017

Hace 2.000 años, para ser alguien en la alta política romana, había que parecer, emular, recordar o evocar, aunque fuera remotamente, a Alejandro Magno, el mítico caudillo macedonio que tres siglos antes había construido en tiempo récord un imperio en el sudeste de Europa y Asia. Y había que hacerlo con las obras, pero también con las formas.

Literalmente. Pompeyo, el aliado –primero– y archirrival –después– de Julio César lo creía a pies juntillas, y tras conquistar a sangre y fuego buena parte de Oriente Medio, como hiciera en su día Alejandro, asumió también el apelativo de Magno y, un detalle no tan menor como pudiera parecer, decidió lucir tupé, el característico rasgo del conquistador griego y tal vez uno de los peinados más famosos de la antigüedad.

No se trataba por supuesto de un tupé de aire rockabilly o que anticipara la opinable estética de Donald Trump, sino del peinado que los griegos llamaban ‘anastole’ (poner hacia atrás). A Alejandro se le había representado con él tanto en monedas y esculturas como en pinturas y mosaicos, como el de Isos hallado en Pompeya, en que se le representa en plena carga contra el último rey persa, Darío III.

Pompeyo Magno se hizo representar con un tupé parecido al de Alejandro, y con sus conquistas llegó incluso a emular sus éxitos. Todo ello años antes de perder, literalmente, la cabeza en las costas de Alejandría (Getty)

Para cuando, casi 300 años después, Pompeyo estaba alcanzando el cenit de su celebridad, la figura del conquistador griego se vinculaba de forma inseparable al peinado, así que le faltó tiempo para intentar acercar su imagen a la del general heleno. “Su pelo –explicaba Plutarco– tendía a levantarse en la parte de alta de su frente, y eso (…) producía un parecido, más comentado que real, a las estatuas de Alejandro”.

El detalle es algo más que una anécdota. Peinados al margen, la explotación de la imagen de los líderes y su semejanza o no respecto a los mitos del momento tuvo un papel fundamental en el despiadado juego político del fin de la república (siglo I antes de Cristo). Un uso de la imagen pública que alcanzaría años después su punto más alto ya en el imperio con el reinado de Augusto, quien gracias a ello podría cimentar su poder.

El uso de la representación del líder que se hizo en la antigüedad, recuerda a la comunicación política del siglo XX e inicios del siglo XXI: desde la icónica representación de Stalin con su mirada a lo lejos para guiar al destino del pueblo, hasta la dulcificada imagen Obama con las mangas eternamente arremangadas que transmitían su disposición a trabajar por su país.

Salvando los siglos transcurridos, este uso de la representación del líder recuerda, y mucho, a la comunicación política del siglo XX e inicios del siglo XXI: desde el culto a la personalidad en las dictaduras –la icónica representación de Stalin con su mirada a lo lejos para guiar al destino del pueblo, o los brazos cruzados de Hitler mostrando fortaleza–, hasta la dulcificada imagen de los políticos en los sistemas liberales –con las mangas eternamente arremangadas de Obama que transmitían su disposición a trabajar por su país–.

Para un político ambicioso, y en la turbulenta Roma del siglo I antes de Cristo los había a decenas, vincularse, pues, a las mayores celebridades del mundo clásico era fundamental. Pompeyo no se limitó al peinado, sino que incluso llegó a visitar la tumba de Alejandro Magno para hacerse con la capa del conquistador. También la visitaron después los emperadores Calígula, que tomó prestada su coraza, y Augusto, que, no se sabe exactamente cómo, rompió de forma involuntaria la nariz de su momia. Con este ritmo de expolio, no es extraño que la ubicación de los restos de Alejandro, suponiendo que aún existan, sea hoy uno de los grandes misterios de la arqueología.

Para un dandi como Julio César la calvicie fue un verdadero tormento. No ayudaba que la tradición romana considerara la alopecia como un signo de mala salud y de poca masculinidad (Getty)

Julio César también veneraba la figura del conquistador macedonio. Suetonio cuenta que, cuando el que más tarde sería dictador pasó por delante de una estatua de Alejandro en Hispania, se echó a llorar. ¿La razón? Tenía en aquellos momentos 33 años, la misma edad a la que había muerto el caudillo griego, y no había alcanzado hasta el momento ningún logro con el que pasar a la posteridad. Aunque hay dudas sobre la certeza de la anécdota, lo que sí parece claro es la influencia que la imagen de Alejandro tenía en el poder establecido del momento. Quién sabe si Julio César habría deseado también lucir el legendario tupé del conquistador. Sin embargo, tenía un problema prácticamente insalvable: una calvicie precoz.

Es cierto que la imagen era un factor de primer orden que los líderes romanos se apresuraban a explotar a fondo, pero, de la misma manera, constituía un factor que los podía convertir en blanco de las críticas de sus adversarios, y Julio César los tenía en cantidades ingentes. En la cultura romana, la calvicie tenía muy mala prensa, en especial, si era prematura, porque el pelo se consideraba un símbolo de fuerza, virilidad, juventud y fertilidad, y, por tanto, se pensaba que quien la sufría adolecía de falta de esas características. “Feo es el campo sin hierba, y el arbusto sin hojas y la cabeza sin pelo”, escribió Ovidio. Por eso, uno de los grandes hombres de la antigüedad, el mismo que conquistó Galia y Egipto, y el que puso los cimientos de uno de los imperios más importantes que ha visto el planeta, vivió en realidad atormentado por su falta de cabello.

Los enemigos de Julio César se cebaron en su calvicie, Adriano expresó su amor a Grecia al dejarse barba, y Cómodo ostentó espolvoreándose oro en el pelo

El médico y licenciado en Humanidades Xavier Sierra Valentí explicaba hace unos años en un artículo publicado por la revista ‘Piel’, que Julio César pasaba largas horas intentando disimular su falta de pelo y que incluso se peinaba hacia adelante, porque no soportaba las burlas de sus detractores. Sierra añade que, según Suetonio, obtuvo permiso del Senado para llevar en todo momento la icónica corona de laurel como un honor que además le permitía disimular su falta de pelo. No obstante, no todos veían un problema en su calvicie según textos clásicos, que señalan que sus tropas, al regreso de una de sus conquistas, cantaban por las calles: “Ciudadanos, guardad vuestras esposas, traemos a un calvo adúltero”.

En cambio, la aristocracia romana tradicional veía en Julio César, además de un enemigo político, a un perfil contrapuesto a los valores conservadores de la República romana, y por ese motivo, explotaron a fondo su lado más frívolo y su fama de playboy. El que sería el hombre más poderoso de su época y uno de los militares más audaces de su tiempo era también un fashionista, pero, como explica Tom Holland en ‘Rubicón’ (Ático de los Libros), sus cinturones de color naranja y sus ropas demasiado holgadas para el gusto canónico del momento fueron aprovechados en campañas en su contra, de la misma manera que su estilo de vida. “Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres”, se decía de él en referencia a su comentada y promiscua bisexualidad.

Como todos los emperadores, en cuanto a la moda Adriano era un prescriptor de tendencias. Fue él quien puso de moda la barba en Roma, una estética que hasta entonces se consideraba bárbara en la capital del imperio (Leemage / Getty)

Si bien la alopecia no estaba bien vista, llevar barba era incluso peor porque se veía como una costumbre de bárbaros. Por eso, un ciudadano que cuidara su imagen debía pasar a menudo por el tonsor, un barbero verdaderamente temible encargado de mantener a los varones romanos dentro de la civilización. Ponerse en sus manos no parece que fuera una experiencia especialmente agradable, porque no se utilizaban cremas para el afeitado y porque el instrumental, por afilado y cuidado que fuera, distaba mucho de tener la sofisticación actual.

Así pues, los nobles romanos debían de ser personas de piel acerada, porque era muy raro que alguno de ellos renunciara a afeitarse, al menos durante el siglo I. Sin embargo, con la llegada de Adriano (76-138) y su barba ensortijada, las cosas empezaron a cambiar. Como el resto de los emperadores, este fue un verdadero creador de tendencias. Pero, como en el caso de Pompeyo o de Julio César, esas tendencias eran más que simple estética para traspasar de nuevo el umbral de la comunicación política.

Tras la muerte de su hermano Geta, Caracalla proclamó la ‘damnatio memoriae’ (que se eliminara toda referencia a él). En la imagen Caracalla de niño (derecha) y a su lado Geta, borrado (Getty)

En este sentido, la barba de Adriano era una declaración de intenciones: si el vello facial había sido considerado poco civilizado en Roma, en Grecia, en cambio, el punto de vista era el opuesto, y el nuevo emperador era un enamorado de todo lo que guardaba relación con el mundo helénico. El look adriánico se completaba con un vistoso pelo rizado, posiblemente gracias al calmistro, una herramienta que se calentaba al fuego y luego se aplicaba al pelo. Una técnica sólo para valientes.

La moda de Adriano se siguió durante mucho tiempo. Bastantes años después, al emperador Caracalla (188-217), famoso entre otras cosas por las gigantescas termas que mandó construir en Roma y por haber solucionado la rivalidad con su hermano Geta por la vía rápida –el asesinato–, se le representaba con barba y pelo rizado. Y cara de pocos, muy pocos, amigos. Cómodo (161-192), al que la tradición describe como un emperador sanguinario, paranoico y apasionado de los juegos de gladiadores –tanto que incluso llegó a lanzarse a la arena–, fue otro de los que se apuntaron a esa moda, aunque le dio una vuelta a la tuerca, al, según algunas versiones, espolvorearse el pelo con oro y hacerse representar como Hércules, en, una vez más, un mensaje político. Los tiempos habían cambiado, y donde Pompeyo dos siglos antes evocaba a un conquistador, Cómodo prefería identificarse, directamente, con un semidiós, hijo del mismísimo Júpiter.

Paranoico, sanguinario, ostentoso… a juzgar por las fuentes clásicas, el emperador Cómodo –el de ‘Gladiator’– no fue precisamente un repositorio de virtudes. En la imagen, personificado, ni más ni menos, que como el semidiós Hércules (DEA / G. DAGLI ORTI / Getty)

 

12 May 2017 at 10:47 am Deja un comentario

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