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El azar y el vicio por el juego de los dados, la gran adicción que obnubiló a Octavio Augusto

El que fuera primer emperador de Roma también se dejó seducir por uno de los esparcimientos preferidos por los romanos: los juegos de azar y, más concretamente, los dados

Fresco que representa una partida de dados – Blog Domvs Romana

Fuente: P.FM.A. ABC Historia
31 de agosto de 2018

Del 753 a.C. al 509 a.C., la Monarquía; hasta el 27 a.C., la República. Estos son los precedentes de una superpotencia radicada en Roma, ciudad fundada por Rómulo y Remo un 21 de abril del año, como no es difícil intuir, 753 antes del nacimiento de Cristo. La que en sus inicios no era sino una simple aldea de pastores, se acabó convirtiendo en un poderoso imperio que perduró hasta el 476 d.C. y llegó a controlar un inmenso territorio. Fue bajo el mandato del emperador Trajano cuando las fronteras del Imperio romano estuvieron más alejadas: desde el océano Atlántico en el oeste hasta las orillas del mar Caspio, el mar Rojo y el golfo Pérsico en el este; desde el desierto del Sahara al sur hasta Germania y Britania al norte.

Dicho lo cual, resulta obvia e innegable la herencia cultural, social y política recibida de Roma. Los romanos nos legaron el latín, el cual está presente en los idiomas hablados en un tercio del mundo. La misma proporción se rige por leyes surgidas del Derecho Romano. Por su parte, las obras arquitectónicas, tales como templos, calzadas, acueductos, etc., conviven con nosotros y juegan un importante papel en el patrimonio artístico de las distintas naciones.

Pero con lo generalizado que está el ocio en la actualidad, podría afirmarse que a los descendientes de los «gemelos fundadores» les debemos, también, la afinidad hacia el recreo y el entretenimiento. «Pan y circo» era la máxima de las autoridades, las cuales siempre fueron partidarias de la organización de espectáculos de diversa índole para granjearse el favor del pueblo. Así, teatros y peleas de gladiadores se popularizaron a lo largo y ancho del imperio. No obstante, existe otra práctica por la que los ciudadanos de Roma sintieron gran afición, algunos de tan alta alcurnia como Octavio Augusto: los juegos de azar. Este episodio es abordado por Lucía Avial Chicharro en su inestimable libro «Breve historia de la vida cotidiana del Imperio Romano: costumbres, cultura y tradiciones» (Nowtilus, 2018).

Hagan sus apuestas

«Los romanos fueron un pueblo muy aficionado a los juegos de azar, especialmente a los dados y a las apuestas con estos», manifiesta Avial Chicharro en su ejemplar y dicha afirmación resulta central para el devenir de esta pieza. Desde las reuniones en cantinas para tomar unos vinos hasta las largas horas que los legionarios pasaban asediando y sitiando un emplazamiento, cualquier excusa era buena para echar unos dados y jugar unas monedas. De hecho, no se caería en una falacia histórica si se hablase de vicio o ludopatía. Tanto es así que llegaron a redactarse, ya en época republicana, restrictivas leyes que punían el juego: leges aleariae.

El nombre de las mismas tampoco es algo baladí. Como bien indica Miguel Córdoba Bueno en su obra «Anatomía del Juego: Un análisis comparativo de las posibilidades de ganar en los diferentes juegos de azar» (Dykinson, 2013), del latín aleator proviene jugador, término que por aquel entonces poseía connotaciones negativas (deshonesto y con un defecto de carácter), y se encumbra como la raíz de aleatorio, palabra que en la actualidad utilizamos para definir aquellos fenómenos regidos por las reglas del azar.

A este respecto, por todos es conocida la expresión latina alea iacta est o, en román paladino, «la suerte está echada». Se atribuye a Julio César la enunciación de tan célebre frase al pasar el Rubicón con sus legiones, el riachuelo que marcaba el límite entre la Roma republicana y la Galia. Pues bien, una variante puntualiza que no pronunció exactamente dicha consigna porque lo hizo en griego, de modo que el significado literal pasaría a ser «los dados se han tirado». Como no resulta difícil imaginar, alea designaba genéricamente a todos los juegos de azar de la antigua Roma.

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Las leyes perseguían los juegos en los que el resultado dependía única y exclusivamente del azar

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Volviendo a la legislación antes mencionada, es preciso matizar que lo que castigaba no era el juego en sí sino las apuestas de «cuartos» que éste conllevaba. Así, mientras que se consideraban legales en aquellas competiciones, como las peleas en el anfiteatro, en las que el resultado dependía de la pericia y la gallardía, perseguía a todos aquellos que se jugaban un dinerillo confiando toda su suerte a la «ventura de la providencia».

Según detalla Javier Sanz en «La ludopatía en la antigua Roma», artículo publicado en la web «Historias de la Historia», las multas impuestas eran un múltiplo de la cantidad apostada y variaba en función de las circunstancias así como de la familia del apostante. «Además, la ley no reconocía las deudas de juego ni los delitos cometidos contra la propiedad de las “casas de apuestas”», prosigue el autor.

No obstante, como bien plantea Pilar Martínez Abella, resultaba sin duda complicado controlar las partidas privadas en hogares y tabernas. «¿Cuánto te puede costar esconder un dado? ¿Quién podría aguantar una de esas tediosas cenas sociales, sin la chispa que propicia el riesgo de perder unos cuantos denarios?», se pregunta en su página oficial.

En la misma línea que Abella se encuentra Jorge García Sánchez. El autor de «Viajes por el Antiguo Imperio romano» (Nowtilus, 2016) expresa que pese a la prohibición y las penas económicas impuestas por la reglamentación legislativa del momento, una pintura de la época «retrata a un grupo de jugadores enfrascados en una partida de dados que se llevaba a cabo medio a escondidas en la bodegas y en las habitaciones traseras de las tabernas». Era un secreto a voces, vaya.

Se quita la barrera

Durante unos días al año, no obstante, la veda era retirada. «Las leyes solo lo permitían [el juego] en festividades como las Saturnales», explica Avial Chicharro en su libro. Según la escritora, esta celebración tenía lugar entre el 17 y el 23 de diciembre, días en los que proliferaban banquetes, algunos públicos, y procesiones, los intercambios de regalos eran frecuentes e, incluso, los esclavos recibían una mayor libertad por parte de sus amos.

Las palabras de la autora de «Breve historia de la vida cotidiana del Imperio Romano» son corroboradas por Javier Sanz, quien menciona la importancia de estas fiestas en «La ludopatía en la antigua Roma»: «Las escuelas cerraban, algunas conductas frívolas femeninas y masculinas estaban bien vistas, se podía apostar a los dados, se invertían los papeles entre amos y esclavos, corría el vino a raudales y todos los miembros de la familia recibían un regalo, fuera cual fuese su condición. Además, todos los esclavos recibían de sus amos una generosa paga extra en moneda o vino».

En la obra de divulgación «Formas de ocio en la antigua Roma: desde la dinastía Julio-Claudia (Octavio Augusto) hasta la Flavia (Tito Flavio Domiciano)», Maximiliano Korstanje se atreve a ir un paso más allá: «Comúnmente, siervos y patrones se juntaban en camaradería bajo el juego de dados, el cual estaba prohibido. No era extraño que los esclavos tuvieran licencia para decirle a su amo todas aquellas verdades molestas que en la vida diaria no podían decirle».

Este paréntesis en la represión puede tener su origen en el fin de las tareas agrícolas de campesinos y esclavos, cuando los campos se preparaban para el duro invierno.

Octavio el «apostador»

La historia de este nombre clave del imperio es la historia de un joven inteligente que, sin grandes cualidades militares, logró convertirse en el primer emperador de Roma. Es la historia de quien pasó de ser Octavio a ser Augusto. Es la historia del hombre que derrotó a Marco Antonio en la memorable batalla de Actium (31 a.C.) y terminó ciñendo en su frente la corona de laurel.

«El que fuera reconocido por el mismísimo Cayo Julio César como hijo adoptivo tenía -gracias a esta épica victoria- vía libre para poder ostentar todo el poder en el que fue el mayor imperio de la antiguedad. Tras largos años en los que tuvo que lidiar con los asesinos de su padre y compartir el poder con Antonio y Lépido por fin había alcanzado el lugar que -en su opinión- le correspondía como descendiente del caído imperator». Este párrafo está sacado de «Octavio: el «hijo» de Julio César que aplastó a Marco Antonio y al Egipto de Cleopatra», artículo de nuestra sección, ABC Historia.

Escultura que representa a Octavio Augusto

Tan memorable triunfo es escudriñado con maestría en la pieza publicada por este periódico. Lo que aquí interesa subrayar es una afición no tan egregia de Octavio Augusto: los dados. Así lo refiere el ya citado Korstanje en su escrito: «Con respecto a su vida privada, Augusto no parecía esbozar grandes lujos aunque era sabida su debilidad por las mujeres jóvenes y el juego». Y así lo confirma Avial Chicharro en su volumen: «Pese a ello [leyes de prohibición], la afición no decreció, y se conocen emperadores como el propio Augusto o Claudio que jugaban y apostaban a los dados con frecuencia».

Lo cierto es que en los juegos de azar, los romanos llegaban a jugar grandes cantidades y no solo en metálico, también apostaban joyas u otros objetos de valor. De hecho, cuenta la leyenda que el primer emperador de Roma perdió 20.000 sestercios en una sola noche. En lo que respecta a Claudio, diversas crónicas lo han retratado como un jugador empedernido.

Otros mandamases como Nerón o Cómodo también sufrieron el dulce adictivo del vicio, viéndose perjudicadas, incluso, las arcas del Estado. Y en «Viajes por el Antiguo Imperio romano», el señalado por García Sánchez es Lucio Vero, coemperador romano junto con Marco Aurelio: «En Siria había adquirido tal pasión por los juegos de azar que el alba lo solía sorprender lanzando los dados».

Otros pasatiempos

La piedra, el marfil, la madera, el hueso o el metal. Diversos eran los materiales con los que fabricar los vetustos dados romanos. Además, era habitual que fuesen trucados, de manera que se generalizó el uso de cubilete o frutillus. En cuanto al modus operandi, era muy básico: con dicho recipiente se lanzaban al aire buscando la tirada perfecta, esto es, los tres seises, aunque bastaba con obtener un número superior al del contrincante. «Sí, era una rápida forma de perder pasta», admite con sarcasmo Martínez Abella en su web.

Pero las tesserae -dados-, pese a su popularidad, no eran el único entretenimiento. Al recorrer el capítulo que Avial Chicharro dedica a los juegos de azar en su libro, hallamos la siguiente declaración: «Además de los dados, era frecuente ver dibujados en las calles romanas tableros de juegos. Fueron realizados por las propias personas que jugarían con ellos. Buscaban distintos objetivos, que iban desde tratar de sacar provecho económico de los incatuos que jugasen hasta poder disputar una partida con un amigo».

Un ejemplo es el famoso juego de las tres en raya, el cual es analizado en «Anatomía del Juego». Córdoba Bueno sostiene lo siguiente: «El «terni lapilli» se podría traducir por «tres piedras» o por «piedras de tres en tres» y era uno de los juegos más populares en la antigua Roma. Se han encontrado numerosos tableros de «terni lapilli» arañados sobre suelos de piedra en muchos lugares del antiguo Imperio romano, aunque en aquella época se jugaba con fichas, guijarros o cuentas. Desde entonces, fue un juego de niños habitual en la época medieval y que evolucionó hasta la época actual tal y como lo conocemos».

 

31 agosto 2018 at 9:05 am 4 comentarios

La batalla de Farsalia, hacia el final de la República romana

El enfrentamiento entre César y Pompeyo supuso un punto de inflexión clave para el fin de la República y el inicio del Imperio romano

Fuente: National Geographic
23 de agosto de 2018

La carrera política de Pompeyo Magno empezó tras la primera guerra civil que vivió la sociedad romana. Siguiendo la tradición familiar, Pompeyo consiguió sus primeros éxitos militares luchando en el lado de los optimates, que gobernaban desde su victoria en la guerra. Tras estas primeras campañas, fue nombrado cónsul en su vuelta a Roma y emprendió nuevas campañas que aumentarían todavía más su buena fama: acabó con la piratería en el Mediterráneo, algo que favorecía el comercio marítimo, y detuvo el expansionismo de dos poderosos reyes hostiles a Roma en Oriente, Mitrídates VI del Ponto y Tigranes II de la Gran Armenia.

De forma paralela, César empezaba sus andanzas políticas en el Senado, y tras perder apoyos, Pompeyo se vio obligado a forjar una alianza secreta —el primer triunvirato (60 a.C.)— con César y Craso, ambos del partido opuesto, para lograr objetivos comunes. César se marchó a las Galias para consolidar su carrera política mediante éxitos militares, pero cuando pretendía regresar tenía el Senado en su contra. De este modo, se vio obligado a desafiarlo, cruzó el Rubicón en el año 49 a.C. y dio inicio a la segunda guerra civil romana en la que Pompeyo participó como comandante del ejército de la República.

En el invierno de 49 a.C., Julio César consiguió llevar una parte de sus tropas a los Balcanes desde Bríndisi, burlando la vigilancia que Pompeyo, instalado en Dirraquio, había establecido en el Adriático. El resto de sus efectivos no pudo cruzar hasta la primavera del año siguiente; mientras tanto, pompeyanos y cesarianos invernaron en torno a Dirraquio. Con la llegada de los refuerzos, ambos ejércitos iniciaron una guerra de desgaste en la que las tropas de César, mal abastecidas, llevaron la peor parte. Cuando Pompeyo ordenó el ataque definitivo, César y su ejército se refugiaron en la cercana Apolonia.

Entonces Pompeyo decidió reagrupar a sus tropas en Tesalia (Grecia) y César le siguió hasta Farsalia, donde el 9 de agosto tuvo lugar el enfrentamiento definitivo. Pompeyo no deseaba la batalla, pero se vio forzado a ella por el espíritu belicoso de sus soldados y por las conspiraciones de sus generales. Aunque sus 30.000 hombres doblaban los efectivos de César, éste desarrolló una mejor estrategia y, según contó él mismo, sólo perdió 230 hombres frente a 15.000 pompeyanos muertos y 24.000 cautivos. Fuentes más imparciales estimaron las bajas de César en 1.200, y las de su rival, en 6.000.

 

23 agosto 2018 at 4:59 pm Deja un comentario

6 cosas que probablemente no sabías sobre Cleopatra

Cleopatra es una de las mujeres más famosas de la historia. Se la recuerda por su supuesta belleza e intelecto y por sus amores con Julio César y Marco Antonio.

¿Bella como Elizabeth Taylor? Las pruebas señalan que su principal atractivo era su intelecto, no su aspecto físico. GETTY IMAGES

Fuente: BBC News Mundo
18 de agosto de 2018

Se convirtió en reina de Egipto después de la muerte de su padre, Ptolomeo XII, en el año 51 a.C. y Hollywood suele retratarla como una glamorosa femme fatale.

Pero, ¿cuánto está basado en la realidad y cuánto es ficción?

En un artículo escrito para la revista BBC History, la académica Mary Hamer asegura que la mayoría de las cosas que creemos hoy sobre Cleopatra son en realidad un eco de la propaganda que creó el Imperio romano.

Hamer, autora del libro «Las señales de Cleopatra: una lectura histórica de un ícono», señala que por el hecho de ser mujer y de gobernar un país muy rico, Cleopatra -sobre todo su independencia- era aborrecida por Roma.

Cabe recordar que ella había «seducido» a dos de sus principales generales, Julio César y Marco Antonio, y luego se unió a Antonio en una guerra contra Roma.

Se sabe que fuera de Europa, en África y los países de tradición islámica, fue recordada de manera muy diferente.

Los escritores árabes se refieren a ella como una erudita y 400 años después de su muerte aún se le rendía tributo a una estatua suya en Philae, un centro religioso que atraía a peregrinos de más allá de las fronteras de Egipto.

Un busto de Cleopatra, de 40 a.C., una de las tantas imágenes diferentes que sobrevivieron de la famosa reina de Egipto. GETTY IMAGES

Hamer revela seis otros datos menos conocidos sobre la vida de la gobernante egipcia.

1 – Una belleza de fantasía

Plutarco, el biógrafo griego de Marco Antonio, afirmó que no era su aspecto físico lo que resultaba tan atractivo de ella, sino su conversación y su inteligencia.

Cleopatra tenía el control de su propia imagen y la adaptó según sus necesidades políticas. Por ejemplo, en eventos ceremoniales aparecería vestida como la diosa Isis (era común que los gobernantes egipcios se identificaran con una deidad).

En las monedas acuñadas en Egipto, mientras tanto, eligió mostrarse con la mandíbula fuerte de su padre, para enfatizar su derecho heredado a gobernar.

Las esculturas tampoco nos dan muchas pistas sobre su aspecto: hay dos o tres cabezas en el estilo clásico y varias estatuas de cuerpo entero en estilo egipcio, pero en todas se la ve bastante diferente.

2 – El «pequeño César»

Cleopatra se hizo aliada de Julio César, quien la ayudó a establecerse en el trono.

Lo invitó a hacer un viaje por el Nilo y cuando posteriormente dio a luz a un hijo, llamó al bebé Cesarión o «pequeño César».

Cleopatra invitó a Julio César a hacer un viaje por el Nilo. Luego, tuvo a su hijo Cesarión o «pequeño César». GETTY IMAGES

En Roma esto causó un escándalo. En primer lugar, porque Egipto y su cultura hedonista eran despreciados como decadentes. Pero también porque César no tenía otros hijos varones (aunque estaba casado con Calpurnia, y había tenido dos esposas antes que ella).

César acababa de convertirse en el hombre más poderoso de Roma y si bien la tradición era que la elite romana compartía el poder, él parecía querer ser el supremo, como un monarca.

Esto resultaba doblemente insoportable para los romanos porque significaba que Cesarión, un egipcio, podría eventualmente querer gobernar a Roma como el heredero de César.

3 – Cleopatra vivía en Roma como amante de Julio César cuando este fue asesinado

Junto con el pequeño Cesarión habían estado viviendo en un palacio propio al otro lado del río Tíber de la casa de César (aunque es probable que ella no residiera allí permanentemente, sino que viajara regularmente desde Egipto).

Tras la muerte de César en 44 a. C. la vida de Cleopatra y de su hijo corrían peligro y debieron irse de Roma de inmediato.

No es de extrañar que Cleopatra fuera detestada en una ciudad que se había deshecho de sus reyes, ya que ella insistía en que se la llamara «reina».

Tampoco pudo haber ayudado mucho el hecho de que, para honrarla, César había colocado una estatua de ella cubierta de oro en el templo de Venus Genetrix, la diosa que da vida, y que su familia tenía en alta estima.

4 – Tuvo cuatro hijos

Además de su hijo mayor, Cesarión, Cleopatra tuvo tres hijos más con Marco Antonio: los mellizos Cleopatra Selene y Alejandro Helios y el más pequeño de todos, Ptolomeo Filadelfo.

Bajorrelieve de Cleopatra y su hijo Cesarión en el templo Hathor en Dendera. GETTY IMAGES

Ella mandó a hacer una imagen en la pared del templo en Dendera que la mostraba gobernando junto con Cesarión. Cuando ella murió, el emperador romano Augusto convocó al joven con promesas de poder, solo para matarlo.

Se cree que tenía 16 o 17 años, aunque algunas fuentes afirman que tenía apenas 14.

Los mellizos, que tenían 10 años cuando falleció su madre, y Ptolomeo, que tenía seis, fueron llevados a Roma y tratados bien en la casa de la viuda de Marco Antonio, Octavia, donde fueron educados.

De adulta, Cleopatra Selene se casó con Juba, un rey menor, y fue enviada a gobernar Mauritania a su lado. Tuvieron un hijo -otro Ptolomeo-, el único nieto conocido de Cleopatra.

Murió de adulto por orden de su primo, Calígula, por lo que ninguno de los descendientes de Cleopatra vivió para heredar Egipto.

5 – «Agosto», el mes que celebra la derrota y muerte de Cleopatra

El emperador Augusto fundó su reinado sobre la base de la derrota a Cleopatra. Cuando tuvo la oportunidad de que se nombrara un mes en su honor, en lugar de elegir septiembre, cuando nació, optó por el octavo mes, en el que murió Cleopatra, para que todos los años se recordara su derrota.

A Augusto le hubiera gustado exhibir a Cleopatra como cautiva por toda Roma, como lo hicieron otros generales con sus prisioneros para celebrar sus victorias. Pero ella se suicidó justamente para evitar eso.

Cleopatra se quitó la vida para evitar ser usada como trofeo de victoria por Augusto. GETTY IMAGES

Cleopatra no murió por amor, como creen muchos. Al igual que Marco Antonio, que se suicidó porque ya no había un lugar de honor para él en el mundo, ella eligió morir en lugar de sufrir la violencia de ser mostrada y avergonzada por las calles de Roma.

Augusto tuvo que conformarse con utilizar una imagen de ella para su celebración.

6 – El nombre de Cleopatra era griego, pero eso no significa que ella lo fuera

La familia de Cleopatra era descendiente del general macedonio Ptolomeo, que había obtenido Egipto en el reparto después de la muerte de Alejandro. Pero pasaron 250 años antes de que naciera Cleopatra -es decir, 12 generaciones, con todos sus enredos amorosos-.

Hoy sabemos que al menos un niño de cada 10 no es hijo biológico del padre que lo cría como propio.

La población de Egipto incluía a personas de diferentes etnias y naturalmente eso incluía a los africanos, ya que Egipto es parte de África. Así que no es del todo improbable que mucho antes de que Cleopatra naciera, su herencia griega se hubiera mezclado con otras.

Además, dado que se desconoce la identidad de su propia abuela, no podemos estar seguros de su identidad racial.

 

18 agosto 2018 at 9:15 pm Deja un comentario

El heroico centurión de Julio César

Cuando, durante la batalla de Dirraquio (48 a. C.), Pompeyo desencadenó un tremendo ataque contra las líneas cesarianas, el coraje de un solo centurión resultaría decisivo.

El heroico centurión cesariano Esceva en la batalla de Dirraquio. © Radu Oltean/Desperta Ferro Ediciones

Fuente: Eduardo Kavanagh – Desperta Ferro Ediciones  |  LA RAZÓN
9 de agosto de 2018

Como cantara Lucano en su «Farsalia»: «Ya habían salido las águilas pompeyanas por encima de los remates de la alta empalizada, ya tenían la vía abierta hacia el universo: aquel lugar que ni con mil escuadrones juntos ni con todo el ejército de César les habría arrebatado la Fortuna, un solo hombre lo arrancó a los vencedores, impidiendo que lo tomaran, y afirmó que mientras él empuñara las armas y no estuviera aún abatido, el Magno no era el vencedor. Esceva era el nombre del héroe: militaba entre los soldados rasos antes de las campañas contra los fieros pueblos del Ródano; allí ascendido, a costa de sus muchas heridas, consigue la vid del Lacio […]».

Esceva, que habría ascendido a centurión en las campañas de la Galia, consiguió detener la huida de sus hombres apelando a su amor propio –«¿No os da vergüenza no figurar en el montón de los héroes caídos y que se os busque en vano en las piras y entre los cadáveres»– y al coraje marcial propio de la virtus romana –«A falta de vuestro honroso deber, soldados, ¿no os mantendréis en vuestro puesto al menos por rabia?»–. Él mismo defendió la brecha en primera línea: «Aquel bravo se afirma sobre el terraplén en ruinas, y primeramente hace rodar los cadáveres de las torres repletas y aplasta con los cuerpos a los enemigos de al pie del muro; todos los escombros suministran proyectiles al héroe, y amenaza al enemigo con maderos, cascotes y hasta con su propio cuerpo. Bien con una estaca, bien con una dura pica desaloja de los muros los pechos enemigos, y corta con la espada las manos del que logra tocar lo alto del vallado; cabeza y huesos machaca con una piedra, y al cerebro, mal protegido por un frágil armazón, lo hacer estallar […]».

Y luego arrojándose fuera de él, entre las filas pompeyanas: «[…] lanzó al héroe y le proyectó por encima de los batallones en medio de las armas un salto […] Entonces, comprimido entre densos escuadrones y cercado por todo un ejército, vence todavía al enemigo hacia el que vuelve su vista. Y ya la aguda hoja [de Esceva], embotada y sin filo por el espesor de la sangre, ha perdido la función de espada, quebranta los miembros sin herirlos. A aquel valiente se le echa encima toda la masa, contra él todos los dardos; ninguna mano deja de ser certera, ni hubo lanza que no diera en el blanco; y la Fortuna ve enfrentarse a una pareja sin precedentes: un ejército y un hombre».

Esceva recibió múltiples heridas: «Su fuerte escudo resuena con los repetidos golpes, fragmentos del casco abollado le abrasan las apretadas sienes y nada sujeta ya sus órganos vitales descubierto, excepto las lanzas detenidas en la superficie de sus huesos. […] He aquí que desde lejos […] viene disparada una flecha gortinia [cretense] que […] se hunde en su cabeza y en el globo de su ojo izquierdo. Rompe él los ligamentos nerviosos que retardaban la salida del hierro, arrancándose la saeta clavada con el ojo ya colgante, impertérrito, y pisotea el dardo junto con su ojo».

Todavía Esceva, su rostro desfigurado chorreando sangre, tuvo presencia de ánimo para fingir que se rendía y degollar a un enemigo que se le acercó; la providencial llegada de los refuerzos cesarianos le rescató, exánime por sus múltiples heridas. Su valor tuvo recompensa: «En los fortines no hubo un solo soldado [cesariano] que no resultara herido; cuatro centuriones de una cohorte perdieron los ojos; y, queriendo dar testimonio de su esfuerzo y de su peligrosa situación, hicieron saber a César la cuenta exacta de las flechas lanzadas contra el fortín: en total 30.000; y llevando a su presencia el escudo del centurión Esceva, se contaron en él 120 agujeros. A este, César, en atención a los merecimientos contraídos para con él y para con la República, le remuneró con 200.000 sestercios, lo elevó de la graduación de octavo centurión a primus pilus por una orden dictada al efecto, pues era notorio que el fortín se había salvado gracias a su esfuerzo; y luego a la cohorte la remuneró con doble paga, grano, vestido, alimento y condecoraciones de manera generosa».

Para saber más

«César contra Pompeyo»

Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 19

68 pp.

7€

 

16 agosto 2018 at 5:10 pm Deja un comentario

Los celtas, entre la realidad y el mito

La arqueología durante el siglo XIX ha permitido aclarar la visión de Julio César sobre estas tribus

Castro celta Porto do Son, A Coruña – ABC

Fuente: Eugenia Miras   |  ABC Historia
9 de agosto de 2018

Los celtas conformaron una serie de pueblos -no uno solo, como se cree de manera extendida- que provenían de la zona del río Istro (Danubio), como aseguraba el historiador Herodoto (siglo V a.C.). Este colectivo se asentó en su mayoría en el noroeste europeo desde la última etapa de la Edad de Hierro hasta la Edad Media en la Península ibérica.

El legado de estas tribus ha disputado la legitimidad cultural entre las «siete naciones»: Bretaña, Gales, Cornualles, Escocia, Irlanda, Isla de Man y Galicia donde moraban los herederos de Breogán. Y aunque el legado celta se ha extendido en buena medida al centro de Europa, en esas tierras ya mencionadas es donde ha pervivido y trascendido con mayor fuerza la tradición de los pueblos del Danubio.

Poco antes de iniciarse la conquista romana (fines del siglo III a.C.) la Península gozaba de un crisol civil entre iberos y celtas, donde los segundos se habían adueñado del centro, oeste y norte. Y cuando los nuevos invasores observaron su desenvoltura es probable que vieran en ellos un obstáculo para iniciar su empresa. Pero al no existir una tradición escrita por parte de los celtas los estudiosos únicamente disponían de las fuentes romanas. Esta carencia se ha prestado durante las distintas investigaciones para múltiples interpretaciones en los estudios historiográficos, y de manera inevitable la confusión.

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El legado de estas tribus ha disputado la legitimidad cultural entre las «siete naciones»: Bretaña, Gales, Cornualles, Escocia, Irlanda, Isla de Man y Galicia donde moraban los herederos de Breogán

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Sin embargo con los inicios de la arqueología durante el siglo XIX, las excavaciones han permitido revelar gran parte del enigma céltico. ¿Vienen todos de la misma matriz étnica? ¿Eran nuestros ancestros los celtas como los romanos dejaron constancia?.

Estas mismas cuestiones sucedieron tanto a la exacerbación nacionalista de los distintos territorios herederos, como a la creación de un sinfín de mitos que dieron lugar al desarrollo de una cultura paralela cuasi mística. Pero es ese halo romántico con olor a bosque y mar envuelto en la magia lo que permitió la creación de una de las leyendas más apreciadas por todos: los celtas.

La propaganda romana

Durante el período «prerromano» -como bien lo dice el término, antes de la llegada de los mismos tanto la Península como el resto del norte de Europa- las costas sufrieron diferentes oleadas migratorias de las distintas tribus procedientes de la zona del Danubio, entre las cuales destacaron los celtas.

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Los celtas no tenían ningún interés en conquistar el mundo, pues bastante tenían en mantener la paz entre ellos mismos.

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Por derecho de antiguedad aquellas gentes pálidas de cabellos claros tenían una mayor influencia sobre las áreas que habitaban, y ante aquella realidad los romanos se mostraron muy incómodos. ¿Pues cómo iba a efectuarse la empresa expansionista con aquellos grupos cómodamente asentados? De esta manera, muy hábiles en la tradición escrita -a diferencia de los celtas quienes por cuestiones religiosas decidieron legar la Historia a través de la memoria oral a las siguientes generaciones- iniciaron una terrible propaganda contra el enemigo.

Los romanos los describieron como bárbaros y primitivos -cuando dominaban el trabajo de los metales como nunca se había visto antes, pues para su tiempo eran pioneros en la fabricación de armas. Tenían una cultura artesanal muy delicada, de la que ha quedado constancia en el extraordinario trabajo visto en fíbulas, torques, escudos ceremoniales etc. Asimismo gozaban de una estructura social muy organizada. No obstante el Imperio romano trataría de mermar la fuerza de aquellos pueblos, levantando falsos testimonios. Entre aquellos discursos aseguraban que los celtas eran crueles y que buscaban la hegemonía de su poder mediante la más violenta expansión.

Artesanía celta – C.C

Al final la misión propagandística romana sí causaría el efecto deseado por los mismos, porque las falsedades continuaron en la posterioridad, pues aún miles de años después todavía se cree que eran los más terribles salvajes despiadados.

Lo cierto es que nuestros antepasados territoriales no tenían ningún interés en iniciar tan tediosa tarea de conquistar el mundo, pues bastante tenían en mantener la paz entre ellos mismos. Para sorpresa del lector no eran un solo pueblo, la razón de tanta disputa entre las tribus celtas de aquí y de allá.

Cuando Julio César habló del «pueblo celta»

Los responsables de la falsa creencia de que los celtas eran un todo indivisible se la debemos primero a los historiadores grecorromanos Hecateo y Heródoto. Por aquel tiempo, estos señores decidieron reunir a los distintos colectivos -pero que compartían la misma raíz lingüística y ciertas costumbres que se habían traspasado los unos a los otros- de aquellas gentes rubias bajo el término griego «keltics», para referirse a aquellos pobladores del noroeste europeo.

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Julio César casaría a todas las tribus bajo «el pueblo celta» por los diferentes nexos culturales compartidos

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Después Julio César contribuiría a esa vaga apreciación demográfica en sus «Comentarios sobre la guerra de las Galias». Aún enfrentados entre sí todos aquellos clanes, el célebre militar los casaría a todos bajo «el pueblo celta» por los diferentes nexos culturales que compartían. Y aunque todos aquellas tribus pasaban más tiempo enemistadas que proyectando visiones conjuntas, pasaron a la Historia como una sola manifestación social.

El legado arquitectónico celta

Gracias a los inicios de la arqueología en el siglo XIX han podido desmitificarse ciertas creencias sobre la infraestructura celta, entre los cuales se hacía mucho énfasis en la pobreza arquitectónica de estos pueblos. Es cierto que comparados con los grandes levantamientos romanos, los materiales de construcción empleados por aquellos clanes resultaban mucho más vulnerables al tiempo.

Castro de Santa Tecla, Galicia – ABC

Sin embargo, estos poblados -rescatados durante las excavaciones a lo largo de dos siglos- demuestran lo contario. Tanto en la Galia como Bretaña y nuestra Galicia existen pruebas de que los distintos pueblos celtas podían presumir de una organizada complejidad en su infraestructura para la defensa contra los invasores.

Sin irnos muy lejos tenemos un gran ejemplo en el castro de San Cibrán de Las (Ourense). Esta joya histórica de los fortificados pensinsulares -en la que todavía siguen trabajando los arqueólogos- disponía de tres murallas y fosos para proteger a los habitantes de aquel asentamiento.

Eso sí, los menhires -o el reconocido círculo de piedras de Stonehenge (Inglaterra) no son parte del legado celta. A diferencia de lo que equívocamente se cree el célebre monumento es anterior a estos pueblos. Según las diversas fuentes históricas es probable que pertenezcan a un grupo conocido como «protoceltas», quienes -originarios también de los alrededores del Danubio- levantarían las piedras durante el neolítico británico.

 

16 agosto 2018 at 5:06 pm Deja un comentario

3 mensajes secretos para que los descifres como lo hacían Julio César, los espartanos y los masones

Cifrados, códigos y claves son parte integral de nuestras vidas

Mensajes cifrados creados especialmente para ti…  GETTY IMAGES

Fuente: BBC Mundo
15 de julio de 2018

Cuando nos comunicamos con nuestros celulares o compramos algo por internet se trasmiten mensajes en formas pensadas para prevenir que la gente no autorizada los entienda.

Han existido diferentes métodos de cifrado a lo largo de la historia. Lo que ha cambiado es que ahora es que dejamos que sean las computadoras las que se ocupen de codificar y descodificar la información.

¿Qué te parece si volvemos a los tiempos en los que la tecnología existente requería más participación de los humanos?

Trata de descifrar estas frases de un ingenioso escritor (y no te preocupes: si no puedes, te damos las claves).

Empecemos con una en…

El cifrado de César

Aquí está la frase para descifrar:

KZ QDZKHCZC EQDBTDMSDLDMSD DR HLOQDBHRZ

Este método fue nombrado en honor al líder militar y político romano Julio César (100-44 a.C) quien -según el historiador y biógrafo romano Gayo Suetonio Tranquilo- lo usaba en mensajes militares y oficiales.

El de César no era el método criptográfico más difícil de descifrar, pero dadas las circunstancias en su época funcionaba muy bien. PIXABAY

El cifrado de César fue una forma segura de mantener secretos durante un tiempo, gracias a que la mayoría de los enemigos de Roma eran analfabetos.

Sin embargo, hay registros que muestran que para el siglo IX d.C. ya había métodos para descodificar ese tipo de comunicaciones utilizando el análisis de frecuencia de Abū Yūsuf Ya´qūb ibn Isḥāq al-Kindī.

Al-Kindi, nació en Kufa y murió en Bagdad -entonces parte del Califato abasí, hoy Irak- alrededor de 801-873 d.C. y además de muchas otras cosas, fue uno de los padres de la criptografía.

Su libro «Manuscrito sobre descifrar mensajes criptográficos» dio lugar al nacimiento del criptoanálisis e incluía varios métodos nuevos para descifrar códigos.

Respecto al cifrado de César -también conocido como cifrado por desplazamiento, código de César o desplazamiento de César- es un simple cifrado por sustitución.

Lo que se hace es reemplazar todas las letras por otras del alfabeto, que están en un número fijo de posiciones más adelante o atrás: lo que necesitas descubrir entonces es cuántas posiciones y en qué dirección.

Julio César, cuenta Suetonio, solía desplazar tres espacios hacia la derecha.

«Si tenía que decir algo confidencial, lo escribía usando el cifrado, esto es, cambiando el orden de las letras del alfabeto, para que ninguna palabra pudiera entenderse. Si alguien quería descodificarlo, y entender su significado, debía sustituir la cuarta letra del alfabeto, es decir, la D por la A, y así con las demás«, cuenta en «La vida de los Césares».

Para la frase que encriptamos, la clave es más sencilla: 1 posición a la derecha.

Así que en vez de escribir A escribimos B; en vez de B, C; en vez de C, D, etc.

Y nuestra frase era: KZ QDZKHCZC EQDBTDMSDLDMSD DR HLOQDBHRZ

Así de fácil: la A es B, la B es C, la C es D… y la Z es la A.

¿Ya la descifraste?

Aquí va la siguiente, con…

La técnica criptográfica de los espartanos

En este caso, lo que recibirías es una cinta con estas letras escritas a lo largo de ella:

MGSEPNUDNAUEOPRRTCOORENAOEEAIQSESIRNSGAEUÉSTEEDAUDNELPA

¿Complicado? De acuerdo, aunque los conocedores describen este cifrado como «elemental».

Apareció en la Antigua Grecia, fue creado por los éforos de Esparta y, según la Enciclopedia Británica, es la primera criptografía registrada.

En el año 400 a.C. los comandantes militares empleaban un dispositivo de cifrado llamado escítala, el cual consistía en una vara cónica con un cierto número de caras.

A esa vara la envolvían en una tira de pergamino o cuero sobre la cual se escribía el mensaje.

Al desenvolverla, las letras quedaban en otro orden y el mensaje, cifrado.

Aquí, por ejemplo, el mensaje empieza con la «palabra» KEISERAU, pero al desenrollar la tira, lo que se vería serían las letras en otro orden: de la punta de la tira hacia abajo KGR. DOMINIO PÚBLICO

El destinatario tenía que tener un bastón de proporciones idénticas al original para que cuando envolviera la tira a su rededor, reaparecía el texto.

Como no contamos con una escítala para descodificar nuestro mensaje tendremos que valernos de otro método, que no es tan bonito pero funciona: una tabla.

En este caso, imaginamos que nuestra vara tenía 10 caras y que enrollamos la cinta 5 veces. Así, abajo verás una tabla con esas medidas que hace las veces de la vara gemela que tendría el destinatario.

Recordemos el mensaje:

MGSEPNUDNAUEOPRRTCOORENAOEEAIQSESIRNSGAEUÉSTEEDAUDNELPA

Como verás, las letras que te dimos son las que aparecen de arriba hacia abajo en la tabla, como se verían en la tira desenvuelta; pero si las ves de izquierda a derecha, como se verían al enrollar la cinta, podrás develar el mensaje.

Lo único que tienes que agregar son espacios entre las palabras.

Si quieres experimentar con este sistema pero quieres algo más parecido a una escítala, puedes usar un lápiz y una tira de papel.

GETTY IMAGES

¿Listo para el último?

Cifrado francmasón

No se sabe cuándo apareció, pero se cree que antes de 1531.

Es un código escrito que utiliza una variedad de símbolos hechos de construcciones espaciales para representar letras de un alfabeto, a diferencia de otros códigos tradicionales que reemplazan una letra alfabética por otra.

Se lo conoce también como el cifrado rosacruz, pues se le atribuye a un grupo religioso esotérico o sociedad secreta de la Alemania medieval, y como el método masónico, debido a su uso por parte de grupos secretos que supuestamente protegen sus prácticas del escrutinio público.

Lo cierto es que fue utilizado por los francmasones en muchos aspectos de sus vidas; hoy en día se pueden ver lápidas con mensajes cifrados, como éste, especialmente hecho para que trates de resolverlo:

¿Largo y difícil? Lo último que haríamos es subestimar tus capacidades. Pero necesitas las herramientas, así que he aquí cómo funciona:

El proceso de cifrado es bastante sencillo; se reemplaza cada aparición de una letra con el símbolo designado.

Los símbolos se asignan a las letras mediante la clave que verás a continuación.

La letra es reemplazada por la parte de la imagen en la que se encuentra. Así, en los ejemplos que pusimos abajo, de derecha a izquierda, el primer símbolo representa la A; el segundo, la T; el tercero, la M y el cuarto, la W.

Por supuesto, la clave no era siempre la misma: a veces movían las letras de lugar o usaban solo cruces, etc.

Pero ésta es la que utilizamos para encriptar la frase para ti.

¿Te animas a descifrarla… o prefieres leerla aquí abajo?

El autor y las frases (por si no las descifraste

Una pausa, para que no veas las respuestas sin querer. GETTY IMAGES

La realidad frecuentemente es imprecisa

Me niego a responder esa pregunta aduciendo que no sé la respuesta

A alguien que sea capaz de lograr que lo elijan como presidente no se le debería permitir serlo bajo ninguna circunstancia

Todas son frases del escritor y guionista radiofónico e historiador galáctico Cntfzr Zczr (¡no te lo íbamos a hacer tan fácil! Está en cifrado de César, 1 posición a la derecha).

 

17 julio 2018 at 11:38 am Deja un comentario

El verdadero Julio César: ojos pequeños, cabeza grande y escaso pelo

Su imagen en monedas y bustos, en la que se ha basado, y su descripción en las fuentes hacen hincapié en sus ojos pequeños y penetrantes, su gran cabeza y su escaso cabello, que disimulaba su peinado

A la izquierda, un busto de Julio César; a la derecha, la reconstrucción del rostro que tendría el militar que ha llevado a cabo el Museo de Leiden

Fuente: David Hernández de la Fuente  |  LA RAZÓN
30 de junio de 2018

Un equipo de arqueólogos del Museo Nacional de Antigüedades de Leiden ha reconstruido el que dicen que es el rostro de Gayo Julio César, el gran estadista y escritor romano. Su imagen en monedas y bustos, en la que se ha basado, y su descripción en las fuentes hacen hincapié en sus ojos pequeños y penetrantes, su gran cabeza y su escaso cabello, que disimulaba su peinado. Desde pronto circularon leyendas, de todo tipo y gran fortuna, sobre su persona, como la que le hacía provenir nada menos que del héroe Eneas, hijo de la diosa Venus.

Otras hablan del origen de su nombre familiar (Caesar) y afirman que el nombre de la «cesárea» deriva de él, pues nació por este procedimiento: lo reproduce incluso el prestigioso «Oxford English Dictionary» en su explicación «sub voce» de este vocablo. Según Plinio el viejo, el nombre se debía a un ancestro que nació de cesárea («caesum» es participio del verbo «caedere», «cortar»). Pero hubo otras explicaciones del nombre, que recoge la «Historia Augusta», debidas a características físicas como el pelo o los ojos. La que quizá le gustó más al propio César relacionaba su nombre con la voz «caesai», «elefante» en púnico, animal que figuraba en la primera moneda que acuñó el general romano. Tal vez algún antepasado mató o poseyó un elefante, o quisiera César identificarse con él como símbolo.

En todo caso, la importancia del nombre propio «César» vino siglos después al convertirse en nombre común para emperadores y perpetuarse en el germánico Kaiser o el eslavo Zar. Pero la relación de su nombre con la cesárea se popularizó tanto que ya en el medievo cundió la leyenda de que el general había nacido por este procedimiento. Ahora los arqueólogos que han recreado su rostro –presentado por Tom Buijtendorp– achacan su cráneo abombado a un posible problema durante su nacimiento, quizá esa traumática intervención, que lo habría deformado. Pero es imposible que hubiera nacido por cesárea: este procedimiento, conocido desde la China y la India antiguas, solo se practicaba en la antigüedad a mujeres que morían en el parto. La primera cesárea sobre una mujer viva se practicó en la edad moderna y ciertamente presupone avances médicos que no existían en la antigua Roma.

Aurelia Cotta, madre de César, sobrevivió a su parto, como señalaba ya Plinio, conque César no nació por cesárea, pese al «Oxford English Dictionary» y a esta tesis aventurada sobre su cráneo. Por lo demás, su rostro no deja de ser una interesante reconstrucción que bien pudiera acercarse a su realidad histórica.

 

30 junio 2018 at 8:43 am Deja un comentario

Una reconstrucción de la cabeza de César revela su forma extraordinaria

Permite tener una idea de cómo era la cara y las proporciones del cráneo del dictador romano.

Wikipedia / Karl Theodor von Piloty Murder of Caesar 1865

Fuente: RT Actualidad
24 de junio de 2018

Este viernes fue mostrada al público una representación de la cabeza de Cayo Julio César en los Países Bajos, en el marco de la promoción del nuevo libro sobre el líder romano escrito por el arqueólogo Tom Buijtendorp, informó el Museo Nacional de Antigüedades neerlandés. La reconstrucción revela la forma extraordinaria de la cabeza de César.

En el 2017 Buijtendorp tuvo la idea de recrear la cabeza de César a través de un busto de mármol del dictador romano, que se encuentra en ese museo.

La arqueóloga y antropóloga Maja d’Hollosy ayudó a hacer realidad la reconstrucción, que se realizó sobre la base de un escáner 3D de la citada obra. La escultura, que está bastante dañada, fue complementada agregando partes desaparecidas, como la nariz y la barbilla, sobre la base de una segunda obra sobre Julio César: el busto de Tusculum. Este busto fue hallado en la antigua ciudad de Tusculum, al sur de Roma, y se encuentra en el Museo Arqueológico de Turín.

 

24 junio 2018 at 1:17 pm Deja un comentario

Cicerón, el asesinato del último defensor de la República de Roma

En el año 43 a.C., dos sicarios de Marco Antonio asesinaron al orador de 64 años mientras viajaba en su litera como venganza por la muerte de Julio César

Marco Tulio Cicerón
Abogado, político y filósofo, Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores republicanos. Busto. Galería de los Ufizi, Florencia.

FOTO: Scala, Firenze

Fuente: José Miguel Baños  |  National Geographic
12 de junio de 2018

Marco Tulio Cicerón ha pasado a la historia por su defensa de los valores de la República romana y su crítica a Julio César, a quién veía como un tirano. Esos ideales le costaron la vida cuando, tras el asesinato del dictador en el año 44 a.C., Marco Antonio se hizo con el control del Senado y desató una purga entre sus enemigos. Al año siguiente, dos sicarios del antiguo lugarteniente de César asesinaron al viejo político republicano y le cortaron la cabeza y las manos para exhibirlas en los Rostra.

El viejo orador regresa a Roma

En 48 a.C., Cicerón, de casi 60 años –edad en la que a ojos de los romanos un hombre era ya un anciano– estaba convencido de que su carrera política había llegado a su fin. Lejos quedaban sus días de gloria como abogado y azote de políticos corruptos y de enemigos del Estado, como Catilina, el patricio cuya conspiración había desenmascarado ante el Senado quince años antes. Había asistido impotente al ascenso de Pompeyo y Julio César, generales y jefes de partido que acabarían enzarzados en una guerra civil para alcanzar el poder. Cicerón criticó a ambos, sobre todo a César, por sus ambiciones casi monárquicas, contrarias al viejo ideal republicano que él mismo defendía. Tras la victoria de César sobre su rival, el orador regresó a Roma, pero apenas participó en la vida política: si en algún momento creyó que César podía restaurar la República, la realidad de los hechos desvaneció cualquier esperanza a medida que el dictador fue acumulando en su persona un poder casi absoluto.

El ostracismo político de Cicerón coincidió también con un momento personal difícil. Al poco de su regreso a Roma, a comienzos de 46 a.C., se divorció de su esposa Terencia tras treinta años de matrimonio. La mujer había dilapidado gran parte de la hacienda familiar en dudosas inversiones, lo que llevó a Cicerón a contraer un nuevo matrimonio con Publilia, una joven de buena familia de la que, sin embargo, se divorció a los seis meses. Por si esto fuera poco, a mediados de febrero del año 45 a.C., murió su hija Tulia, que acababa de divorciarse de Dolabela, un estrecho colaborador de César, y había dado a luz en enero a un hijo que también moriría poco después. A consecuencia de todos estos hechos, Cicerón cayó en una grave depresión.

Demasiados sinsabores y desgracias, que el viejo senador intentó superar, como en otros momentos de su vida, refugiándose en sus aficiones literarias. Cicerón se entregó a una actividad frenética y absorbente a la vez, ocupado en la redacción de algunas de sus obras retóricas más importantes (Bruto y El orador, por ejemplo) y, sobre todo, acometió el ambicioso proyecto de presentar la filosofía griega en latín y de forma accesible al público romano.

Mientras Cicerón se encontraba recluido en sus fincas de Astura, Túsculo, Puteoli o Arpino, un grupo de conjurados organizaba el atentado que costaría la vida a Julio César. Pese a que estaban estrechamente unidos al orador –muy especialmente Marco Bruto, sobre quien Cicerón había ejercido una decisiva tutela intelectual–, no le informaron de sus planes, quizá porque sabían de su carácter dubitativo y su renuencia a acometer acciones violentas. Cicerón estaba presente en la sesión del Senado de los idus de marzo del año 44 a.C. en la que César fue asesinado a puñaladas. Su reacción fue una mezcla de sorpresa y horror, pero también de alegría contenida: en su correspondencia privada y en los discursos que después dirigirá contra Marco Antonio –las Filípicas–, el orador manifestó su orgullo por que Bruto, al levantar el puñal que había clavado en el cuerpo de César, gritara el nombre de Cicerón como invocación por la libertad recuperada.

Guerra contra Marco Antonio

La alegría indisimulada de Cicerón por la muerte de César fue fugaz, pues fue Marco Antonio quien acabó controlando la situación en Roma: en las honras fúnebres del dictador inflamó a la muchedumbre y la lanzó contra los asesinos de su líder. Temiendo por sus vidas, Bruto y Casio abandonaron Roma.

Cicerón, obligado también a dejar la ciudad, lamentó en tonos cada vez más amargos la inactividad de «nuestros héroes» –los conjurados–, su falta de decisión desde el día mismo del asesinato de César, su incapacidad para enfrentarse a Marco Antonio y su falta de planes para el futuro. En cambio, él no estaba dispuesto a rendirse. Convencido de que se dirimía la supervivencia misma de la República, decidió erigirse en el líder del Senado en una lucha a muerte contra Marco Antonio. Como si no tuviera ya nada que perder, frente a las dudas y falta de decisión en otros momentos de su vida, Cicerón se mostró en todo momento implacable con Antonio y abogó por acciones mucho más drásticas y violentas que los propios cabecillas de la conjura, quienes, a juicio de Cicerón, habían actuado con el valor de un hombre, pero con la cabeza de un niño.

Convencido de que la supervivencia de la República estaba en juego, Cicerón se erigió en el líder del Senado en su lucha contra Marco Antonio

Aun así, cuando poco después Décimo Bruto, otro de los conjurados, desafió a Antonio desde la Galia Cisalpina, poniendo a los romanos ante la amenaza de una nueva guerra civil, Cicerón tuvo un momento de desfallecimiento. Todo le parecía perdido; la República –confesaba en una carta a su amigo Ático– era «un barco completamente deshecho, o mejor, disgregado: ningún plan, ninguna reflexión, ningún método». Desesperanzado, decidió abandonar Italia y dirigirse a Grecia. Pero no llegó a realizar este viaje, pues un inoportuno temporal lo impidió cuando ya había embarcado.

Entonces Cicerón recapacitó y decidió volver a Roma. Había recibido noticias alentadoras de que la situación estaba volviendo a cauces más tranquilos, pues Marco Antonio parecía dispuesto a renunciar a su exigencia de que Décimo Bruto le entregara la Galia Cisalpina. Además, el orador pensó que, ante la inacción de los conjurados, podría utilizar a un joven de 18 años, recién estrenado en política, como ariete en su enfrentamiento con Marco Antonio.

Octaviano entra en escena

Este joven era Gayo Octavio, nieto de una hermana de Julio César, al que el dictador había nombrado heredero en su testamento. Octavio recibió la noticia del asesinato de César mientras estaba en Apolonia (en la actual Albania), y enseguida emprendió viaje para desembarcar en Brindisi, en el sur de Italia. Una vez allí, intentó ganarse la confianza de los veteranos de las legiones cesarianas, pero también de personajes influyentes como Cicerón. Por eso, en su marcha hacia Roma se detuvo a entrevistarse con el orador en su villa de Puteoli. Allí lo colmó de atenciones, consciente de que su apoyo podía serle útil en sus planes políticos.

Cicerón se sintió halagado al ver a ese joven «totalmente entregado a mí», y se convenció de que podría utilizarlo como freno a la ambiciones de Marco Antonio. Así, cuando se enteró de que, en ausencia de Antonio, Octaviano se había presentado en Roma con los veteranos de dos legiones para hablar ante el pueblo y reivindicar sus derechos, Cicerón se mostró feliz porque, como le cuenta a su amigo Ático, «ese muchacho le ha dado una buena paliza a Antonio». El propio Octaviano lo convenció para que regresara a Roma y, con su liderazgo, encabezase la lucha contra Marco Antonio. Ya en la ciudad, Cicerón aprovechó la marcha de Marco Antonio camino de la Galia Cisalpina para, a través de sus Filípicas, convencer a los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, de que le declarasen la guerra abiertamente.

Esta enérgica actitud contrastaba con el deseo de parte del Senado de agotar las vías negociadoras e intentar convencer a Antonio de que abandonase el asedio de la ciudad de Módena, donde Décimo Bruto resistía a duras penas a la espera de las tropas del Senado. Éstas llegaron unos meses después, y en unión con las fuerzas de Octaviano obtuvieron dos victorias decisivas sobre Antonio. Al llegar la noticia se desató la euforia en Roma y Cicerón, el gran vencedor del momento, fue llevado en triunfo desde su casa al Capitolio y desde allí al Foro, a los Rostra, la tribuna de los oradores desde la que se dirigió, exultante, al pueblo romano.

Sin embargo, la alegría de Cicerón fue de nuevo efímera. Marco Antonio logró salvar parte de sus legiones y pronto estableció una alianza con Lépido, gobernador de la Galia Narbonense. Además, Octaviano, en lugar de perseguir a Antonio, decidió reclamar para sí el consulado y, cuando el Senado se negó, no dudó en atravesar el Rubicón, como hiciera su padre adoptivo César, y marchar sobre Roma con sus legiones. Impotentes, los senadores se vieron obligados a claudicar. Cicerón veía cómo de nuevo un jefe militar se aprovechaba del poder de sus tropas para pisotear la legalidad republicana. Además, Octaviano tenía motivos para recelar de Cicerón, pues había llegado a sus oídos que el orador parecía conspirar contra él: «El muchacho [Octaviano] debe ser alabado, honrado y eliminado» (laudandum adulescentem, ornandum, tollendum), decía en privado.

La huida de Cicerón

Abatido y conocedor de que la causa de la República se encontraba ya definitivamente perdida, Cicerón se retiró a sus fincas del sur de Italia. Desde allí contempló, impotente, el acercamiento de Octaviano a Lépido y Marco Antonio y la constitución del denominado segundo triunvirato. Este acuerdo no sólo era un revés político para Cicerón, sino que también lo amenazaba personalmente. En efecto, los triunviros confeccionaron una amplia lista de senadores y caballeros a los que se condenó a muerte y a la confiscación de sus bienes. La sed de venganza hizo que en esa lista no se respetaran siquiera los lazos familiares: Lépido sacrificó a su propio hermano Paulo, y Antonio, a su tío Lucio César. En el caso de Cicerón, fue Octavio quien finalmente cedió ante el vengativo Antonio. Así lo cuenta Plutarco: «La proscripción de Cicerón fue la que produjo entre ellos las mayores discusiones por cuanto Antonio no aceptaba ninguna propuesta si no era Cicerón el primero en morir […]. Se cuenta que Octaviano, después de haberse mantenido firme en la defensa de Cicerón durante dos días, cedió por fin al tercero abandonándole a traición».

Cicerón se encontraba en su villa de Túsculo acompañado de su hermano Quinto cuando supo que ambos estaban en la primera lista de proscritos. Angustiados, partieron de inmediato hacia la villa de Astura para desde allí navegar a Macedonia y reunirse con Marco Bruto, pero en un momento dado Quinto volvió sobre sus pasos para recoger algunas provisiones para el viaje. Delatado por sus esclavos, fue asesinado pocos días después junto con su hijo. Cicerón, ya en Astura, presa de la angustia y de las dudas, consiguió un barco, pero, después de navegar veinte millas, desembarcó y para sorpresa de todos caminó unos treinta kilómetros en dirección a Roma para volver de nuevo a su villa de Astura y desde allí ser conducido, por mar, a su villa de Formias, donde repuso fuerzas antes de emprender la travesía final a Grecia.

El asesinato

Demasiadas dudas. Demasiado tarde. Al enterarse de que los soldados de Antonio estaban a punto de llegar, Cicerón se hizo llevar a toda prisa, a través del bosque, hacia el puerto de Gaeta para embarcar de nuevo. Los soldados hallaron la villa vacía, pero un esclavo llamado Filólogo les mostró el camino tomado por Cicerón. Era el 7 de diciembre de 43 a.C. Plutarco describió así el momento: «Entretanto llegaron los verdugos, el centurión Herenio y el tribuno militar Popilio, a quien en cierta ocasión Cicerón había defendido en un proceso de parricidio […]. Cicerón, al darse cuenta de que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, ordenó a sus esclavos que detuvieran allí mismo la litera. Entonces, llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba; y lo hizo después de alargar el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas». Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre los Rostra, la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había sido aclamado por la multitud.

Stefan Zweig, que no sin razón dedica a Cicerón el primero de sus Momentos estelares de la humanidad, concluye su relato de este modo: «Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su República crucificada».

Para saber más

Cicerón. Anthony Everitt. Edhasa, Barcelona, 2007.

Discursos contra Marco Antonio. Marco Tulio Cicerón. Cátedra, Madrid, 2001.

Dictator. Robert Harris. Grijalbo, Barcelona, 2015.

 

El foro romano
Cicerón pronunció algunos de sus discursos más famosos en este lugar, centro político de la ciudad. En primer término, las tres columnas del templo de Cástor y Pólux, y al fondo, el arco de Septimio Severo.

FOTO: Massimo Ripani / Fototeca 9×12

 

Regreso a Roma
Esta pintura de Francesco di Cristofano, que decora la Villa Medicea en Poggio a Caiano, ilustra la vuelta de Cicerón a Roma en 57 a.C., tras el exilio impuesto por Clodio, tribuno de la plebe aliado de César.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

Las armas del escritor
Tablilla de cera, punzón y tintero de bronce del siglo I a.C. procedentes de Pompeya. Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

FOTO: Oronoz / Album

 

La ira de Fulvia
Según Dion Casio, la enfurecida esposa de Marco Antonio cogió la cabeza de Cicerón y «escupiéndole enfurecida, le arrancó la lengua y la atravesó con los pasadores que utilizaba para el pelo».

FOTO: BPK / Scala, Firenze

 

Julio César, el tirano
Cicerón creía que Julio César era un tirano que había traicionado los valores republicanos que el orador defendía. Busto del dictador del siglo I a.C.

FOTO: DEA / Album

 

De Octaviano a Augusto
El heredero de César se valió de Cicerón para afianzar su posición en la lucha de poder en Roma. Este camafeo incrustado en la llamada Cruz de Lotario muestra la efigie de Octaviano, convertido ya en el emperador Augusto.

FOTO: Erich Lessing / Album

 

La muerte del dictador
Este óleo de George Edward Robertson recrea las exequias de César, que Marco Antonio capitalizó para volver al pueblo contra los conspiradores y presentarse como el nuevo hombre fuerte de Roma.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Residencia estival
Situado a 25 kilómetros de Roma, el municipio de Túsculo acogía las villas rústicas de ciudadanos romanos ricos, entre ellas la de Cicerón. En la imagen, el pequeño teatro de la localidad.

FOTO: M. Scataglini / AGE Fotostock

 

Pacto entre Marco Antonio y Octaviano
Este cistóforo de plata fue acuñado en Éfeso para conmemorar la boda entre Marco Antonio y Octavia, la hermana de Octaviano. Museo Británico, Londres.

FOTO: Scala, Firenze

 

Contra Marco Antonio
Cicerón lanzó contra Marco Antonio una serie de duros discursos, las Filípicas. Portada de una de las copias de la obra, siglo XV.

FOTO: Bridgeman / ACI

 

Marco Junio Bruto
El joven protegido de Julio César fue uno de los conspiradores que lo apuñaló durante los idus de marzo. Busto del siglo II. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

FOTO: Scala, Firenze

 

El gran escenario
La tribuna de los Rostra, en el foro romano, era el lugar desde donde los oradores se dirigían al pueblo. Aquí expuso Antonio la cabeza y las manos de Cicerón tras su muerte.

FOTO: Scala, Firenze

 

El asesinato
Este óleo de François Perrier recrea el momento en que, tras interceptar con sus hombres la litera de Cicerón, Herenio se dispone a decapitarlo. Siglo XVII. Museo Estatal, Bad Homburg.

FOTO: AKG / Album

 

12 junio 2018 at 7:24 pm Deja un comentario

Pompeyo Magno, historia de un fracaso

Miembro de una rica familia de provincias, Pompeyo se ganó muy pronto el apodo de «el Grande» por sus triunfos militares. Pero su enfrentamiento con César, su antiguo aliado, acabó causando su perdición

El rostro de Pompeyo Magno.
Cneo Pompeyo nació en 106 a. C., hijo de Cneo Pompeyo Estrabón, un rico terrateniente y senador de la región del Piceno, en el norte de Italia. Los retratos del general romano –de clara influencia helenística– lo muestran con aspecto afable y digno. Busto del Museo Arqueológico de Venecia.

Foto: Bpk / Scala, Firenze

Fuente: Carles Buenacasa  |  NATIONAL GEOGRAPHIC
6 de marzo de 2018

En el año 61 a.C., se celebró en Roma una de las procesiones triunfales más fastuosas de su historia. Su protagonista era un general que entonces tenía 47 años, de atractiva presencia, porte majestuoso y –según parecía entonces– tocado por la fortuna. Aquél era ya su tercer triunfo, con el que parecía coronarse una carrera que justificaba el apodo de Magno, el Grande, que el pueblo le había otorgado años antes. El historiador Plutarco escribiría más tarde: «Otros antes que él habían triunfado ya tres veces. Sin embargo, él había obtenido su primer triunfo por su victoria en África, el segundo por su éxito en Europa y el último por dominar Asia, y todo ello hacía parecer que sus triunfos eran señal de que el mundo entero se había rendido a su poder».

La historia de Pompeyo el Grande fue la del ascenso de un hombre nuevo hasta la cúspide del poder en Roma. Su familia no figuraba entre los linajes más antiguos y aristocráticos de la Urbe, sino que constituía un ejemplo de linaje recientemente promocionado al orden senatorial en premio a sus servicios militares. Los Pompeyo eran originarios de la región del Piceno, en la Italia adriática. De hecho, los romanos de pura cepa les reprochaban sus ancestros galos, y su cabello rubio, una rareza en la Roma de aquellos tiempos, era visto con desconfianza.

Guerra en Hispania

Cuando Cneo Pompeyo Magno hizo su entrada en la arena política romana, la ciudad acababa de salir de uno de los mayores conflictos de su historia: la guerra civil librada entre 88 y 81 a.C. entre los partidarios de Cayo Mario, los «populares», de tendencias políticas populistas, y los de Lucio Cornelio Sila, los «optimates», conservadores y partidarios del poder del Senado. Estos últimos salieron vencedores y gobernaban Roma desde la muerte de su líder en 78 a.C.

Casi todos los miembros de la familia Pompeyo fueron partidarios y colaboradores de Sila, especialmente su padre, Cneo Pompeyo Estrabón, un militar que se había ganado fama de carnicero y malversador durante la guerra social (una revuelta de los aliados itálicos de Roma, que querían recuperar su independencia). El futuro Pompeyo Magno siguió su ejemplo e hizo sus primeras armas combatiendo a los populares, liderados por Mario. La campaña más importante se desarrolló en la península ibérica, donde se enfrentó al rebelde Quinto Sertorio. La guerra sertoriana, que empezó en 80 a.C., retuvo a Pompeyo en Hispania hasta 71 a.C., un año después de que Sertorio fuera asesinado por sus propios generales. Como recuerdo de su paso por la Península, Pompeyo fundó una ciudad en su propio honor –Pompaelo, la actual Pamplona– y, además, elevó un monumento conmemorativo en el Coll de Panissars, en los Pirineos orientales, que se conserva en parte. En la dedicatoria, hoy perdida, el joven general dejó constancia del grado de destrucción que dejaba atrás: 876 comunidades sometidas por su espada.

Tan aplastante victoria fue recompensada en Roma con el consulado del año 70 a.C., a pesar de que Pompeyo no había ocupado ninguna de las magistraturas que se desempeñaban antes de recibir el nombramiento de cónsul. Su colega en el cargo fue el acaudalado Marco Licinio Craso, el líder de los populares, aunque no hubo demasiada colaboración entre ellos y su relación fue bastante tensa.

Al acabar su consulado, Pompeyo acrecentó su fama como general con dos nuevas campañas. La primera, en 67 a.C., consistió en acabar con la piratería en el Mediterráneo, especialmente activa en regiones como Sicilia, la costa adriática, Cilicia o Creta. Pompeyo dividió el Mediterráneo en trece sectores y los asignó a otros tantos generales, cada uno de los cuales erradicó sistemáticamente los piratas de su cuadrante. Así, mucho antes de concluir el año, se habían capturado 846 barcos, se conquistaron 120 poblados y se hicieron unos 20.000 prisioneros que fueron vendidos como esclavos. Las bajas entre los piratas ascendieron a unas 10.000.

Entre 66 y 63 a.C. tuvo lugar la segunda campaña de Pompeyo. Se desarrolló en Oriente y tuvo como objetivo acabar con el expansionismo de dos reyes hostiles a Roma: Mitrídates VI del Ponto y Tigranes II de la Gran Armenia. Las aplastantes victorias conseguidas por Pompeyo no sólo provocaron el suicidio de Mitrídates y la rendición del monarca armenio, sino que le permitieron anexionar nuevos territorios como Siria, Cilicia, Ponto y Bitinia, y reducir a los reinos vasallos de la zona a la condición de protectorados.

Conjurados por Roma

Aquellas dos campañas aumentaron el prestigio de Pompeyo como conquistador y, sobre todo, permitieron la reactivación comercial tanto por mar como en el frente oriental. Fue gracias a ellas como Pompeyo se ganó su fama de «hombre de suerte contrastada».

Mientras Pompeyo cimentaba en Oriente su fama como militar, Julio César daba sus primeros pasos políticos en Roma al conseguir en el año 63 a.C. el cargo de pontífice máximo, la magistratura religiosa suprema, que, además, era vitalicia. A su regreso a la capital, Pompeyo fue agasajado en una ceremonia triunfal en la que se mostraron inmensas riquezas y se repartieron 75 millones de dracmas en monedas de plata.

Sin embargo, Pompeyo topó con gran oposición en el Senado para proceder al reparto de tierras que había prometido a sus veteranos. Por eso no tuvo más remedio que acercarse a los líderes del partido popular, Craso y César, y constituir con ellos la alianza secreta que conocemos como primer triunvirato (60 a.C.). Gracias a esta asociación, Julio César fue elegido uno de los dos cónsules del año 59 a.C. y materializó las asignaciones de tierra que Pompeyo había prometido a sus legionarios.

Al término de su consulado, César se marchó a las Galias para conseguir los laureles militares que necesitaba para consolidar su carrera política. Él y Pompeyo se separaron como amigos y aliados, unidos además por el matrimonio de Julia, la hija de César, con Pompeyo. Diez años más tarde, cuando volvieron a encontrarse, se habían convertido en acérrimos rivales.

La inesperada muerte de Julia durante un alumbramiento, en 54 a.C., y la de Craso en su campaña contra Partia al año siguiente fueron hábilmente usadas por los optimates para atraer a Pompeyo a su bando. Éste se negó a concertar una nueva alianza matrimonial con César y, en abril de 52 a.C., aceptó el nombramiento de cónsul «sin colega», una designación peculiar ya que el consulado era una magistratura colegiada. Sin duda, era un modo hábil de evitar cualquier alusión al título de dictador. Al acabar su mandato se le concedió el título de procónsul, cargo que ejerció hasta su muerte en 48 a.C.

Pompeyo contra César

Los optimates ahondaron aún más el abismo entre Pompeyo y César anunciando que al término del mando de César en las Galias éste sería procesado por las malversaciones cometidas durante su consulado y exiliado fuera de Italia. Ante esta compleja coyuntura política, la única salida digna para César consistía en desafiar la autoridad del Senado, motivo por el cual en 49 a.C. cruzó la frontera entre las Galias e Italia, situada en el río Rubicón. Con ello se inició un nuevo episodio de guerra civil que se alargó hasta 44 a.C.

Pompeyo intervino en la primera fase de esta contienda como comandante del ejército de la República. Pero aunque sus efectivos eran muy superiores a los de su rival, no se atrevió a plantarle cara y retrocedió hacia el sur a medida que César avanzaba. Al llegar a Bríndisi embarcó todas sus tropas y cruzó el Adriático hasta la ciudad de Dirraquio (la actual Durrës, en Albania). Por su parte, César, convertido en dictador de Roma, se presentó allí y persiguió a su rival hasta la región griega de Tesalia, donde la fortuna militar de Pompeyo se truncó: el 9 de agosto de 48 a.C. fue derrotado en Farsalia por el superior genio militar de César.

Pompeyo se embarcó con unos treinta leales y huyó a Oriente, sin saber a quién pedir asilo. Sus íntimos le aconsejaron que no aceptara el perdón de César, pues les parecía indigno que su supervivencia dependiera de una gracia de su rival. Además, le sugirieron que se refugiara en Egipto, un consejo que los acontecimientos posteriores revelaron francamente funesto.

Asesinato en Egipto

Al llegar a Egipto, Pompeyo envió un mensajero al rey, el joven Ptolomeo XIII, que se hallaba en Pelusio guerreando contra su hermana y esposa, Cleopatra VII. El eunuco Potino, verdadero gobernante en la sombra, reunió a los consejeros reales y éstos decidieron que había que dar muerte a Pompeyo a fin de evitar que su estancia en Egipto sirviera a Roma de pretexto para inmiscuirse en los asuntos internos del país. Siglos después, Plutarco reprochó a los egipcios que quienes decidieron la muerte del general romano fueran un eunuco, un general egipcio (es decir, un extranjero) y un maestro de retórica que había convencido al auditorio con el argumento de que «un muerto no muerde».

Pompeyo, confiado, se dejó engañar por los enviados de Ptolomeo, quienes le ofrecieron un bote para llevarle a tierra firme. Una vez en la playa, cayó víctima de los puñales de sus atacantes, antiguos legionarios romanos. Según Plutarco, Pompeyo murió «sin decir ni hacer nada indigno, sino que, exhalando únicamente un suspiro, soportó con firmeza los golpes y expiró». Sus familiares y amigos contemplaron atónitos la ejecución desde sus navíos; amedrentados, levaron anclas y huyeron dejando la ofensa sin vengar. En última instancia, esta tarea fue asumida por Julio César, quien consideró odiosa la muerte y decapitación de su rival y castigó a los instigadores con la pena máxima.

De esta forma, Pompeyo acabó como el gran derrotado de la guerra civil romana del siglo I a.C. Para muchos de sus contemporáneos, Pompeyo constituyó la última esperanza para restablecer en el poder al sector más conservador del Senado, representado por los optimates. Su derrota en Farsalia significó el ocaso de la República y presentó al vencedor, Julio César, como un estadista dotado de mayor talento militar y político. Sin embargo, aun reconociendo la superioridad de César, sus contemporáneos vieron en Pompeyo una decencia moral de la que su rival carecía y construyeron en torno a su recuerdo una aureola de virtud sin tacha. Así se observa, por ejemplo, en la idealizada descripción de Plutarco, quien ensalza su modo de vida mesurado, sus triunfos militares, su persuasiva elocuencia, su afabilidad en el trato con la gente, su extrema generosidad a la hora de dar y la modestia al recibir lo devuelto.

Sin lugar a dudas, el principal servicio a la causa de los optimates lo prestó Pompeyo como general y se concretó en sus victorias. Su fama como militar invicto le granjeó el favor de los grandes personajes de la política de su tiempo, como Cicerón, quien depositó en él grandes esperanzas. Sin embargo, en el terreno de lo político, Pompeyo no estuvo a la altura de las expectativas que el Senado había depositado en él. Para empezar, su fidelidad a los optimates dependió de los beneficios que ello le reportara y no dudó en apoyarse en los populares cuando le convino.

¿Falta de visión política?

A diferencia de César, Pompeyo carecía de instinto político y no supo sacar provecho del sistema político romano. Al final, su respeto por el orden establecido resultó ser su talón de Aquiles, tal como acertadamente expuso su contemporáneo Veleyo Patérculo: «Excelente por su honradez, egregio en su integridad, de moderada aptitud para la elocuencia, muy ambicioso de la autoridad que le conferían las magistraturas, pero no por la fuerza […] Jamás, o casi nunca, hizo uso de su poder para imponerse».

Pompeyo tampoco supo reaccionar ante la crisis del sistema republicano y optó por defenderlo, mientras que Julio César buscó los medios para dinamitarlo. Los optimates se aprovecharon de su carácter inseguro y dubitativo en todo lo que no tuviera que ver con la guerra para obligarlo a seguir sus instrucciones y convertirlo en el brazo armado de su partido. Y así, tras la marcha de César a las Galias, Pompeyo se dejó llevar por los acontecimientos y por quienes le aconsejaban –a diferencia de César, que siempre fue el protagonista de su propia biografía–.

Por último, tras el desastre de Farsalia, Pompeyo emprendió una precipitada huida. Si hubiera recapacitado un poco antes de dejarse llevar por el pánico, tal vez se habría dado cuenta de que no todo estaba perdido, y quizás el futuro de Roma habría seguido por otros derroteros.

 

El corazón de Roma.
Pompeyo acabó con los piratas que infestaban el Mediterráneo, cuyos ataques afectaron el comercio y el precio del grano en Roma. Cneo Pompeyo se convirtió desde muy joven en un general victorioso, sofocando revueltas y conquistando territorios para la República desde Hispania hasta Asia Menor, pasando por el norte de África, Sicilia y la propia península itálica. En el mapa superior están indicadas las exitosas campañas de Pompeyo hasta el estallido de la guerra civil contra César y su derrota final en Farsalia. En la imagen, en primer término, el templo de Saturno, sede del erario público, en el Foro romano.

Foto: N. Wongchum / Alamy / Aci

 

Craso el triunviro.
A pesar de sus desavenencias, Pompeyo y el rico Marco Licinio Craso (abajo) se unieron con César para formar un triunvirato. Al término de su consulado, César se marchó a las Galias para conseguir los laureles militares que necesitaba para consolidar su carrera política. (Museo del Louvre).

Foto: Bridgeman / Aci

 

Relieve con dos legionarios. Museo Arqueológico, Sevilla.
El primer triunvirato: un pacto secreto

En el año 60 a.C., los políticos más respetados de Roma eran Pompeyo, vencedor de los piratas y los orientales; Craso, triunfador sobre Espartaco y su ejército de esclavos, y César, un joven prometedor perteneciente a la prestigiosa familia de los Julios. Los tres se reunieron en secreto fuera de Roma y acordaron una alianza de cinco años, carente de cualquier base legal o respaldo institucional. Era un compromiso entre tres personas privadas para poner sus influencias al servicio de unos objetivos políticos comunes, el primero de los cuales fue el ascenso de César al consulado (59 a.C.).

Para sellar el pacto, César casó a Pompeyo con Julia, su única hija. Éste acababa de divorciarse de su tercera esposa: Mucia Tercia, de la influyente familia de los Mucios Escévola, madre de una niña, Pompeya, y de dos niños: Cneo y Sexto, futuros rivales de Julio César y Augusto. Tras la muerte de Julia (54 a.C.), Pompeyo concertó el que sería su último matrimonio con Cornelia, hija de Metelo Escipión, con la cual no tuvo descendencia.
El triunvirato se renovó en Lucca, en  56 a.C. Craso y Pompeyo fueron elegidos cónsules para el año siguiente y prorrogaron por cinco años más el mando proconsular de César en las Galias.

Foto: Oronoz / Album

 

César, el enemigo.
Mientras César luchaba en las Galias, su relación con Pompeyo derivó en abierta hostilidad. La inesperada muerte de Julia durante un alumbramiento, en 54 a.C., y la de Craso en su campaña contra Partia al año siguiente fueron hábilmente usadas por los optimates para atraer a Pompeyo a su bando. Abajo, busto de César. Museo Regional Agostino Pepoli, Trapani.

Foto: Akg / Album

 

Pompeyo Magno, el «Alejandro romano»
Cuando era un joven general aceptó gustoso el epíteto de Magno con que algunos de sus soldados empezaron a adularlo tras sus primeras victorias, poniéndolo al mismo nivel que Alejandro Magno, el gran conquistador macedonio. Así lo pone de manifiesto Plinio el Viejo, cuando describe a su admirado general como aquel «que ha igualado el esplendor de las hazañas no sólo de Alejandro, sino incluso de Hércules y, por así decirlo, de Dioniso mismo».

De hecho, en los tres triunfos que celebró en Roma, Pompeyo quiso mostrar su identificación con Alejandro. En su primer triunfo, a los 24 años, quiso entrar en Roma en un carro tirado por cuatro elefantes –suceso que se liga con Hércules y Dioniso, antepasados míticos de Alejandro–, pero por la estrechez de la puerta tuvo que conformarse con entrar en una cuadriga normal. En su segundo triunfo levantó un trofeo en los Pirineos recordando sus conquistas en Hispania, al igual que Alejandro hizo en la India. Y en el tercero, tras su victoria contra Mitrídates, Pompeyo llevaba una clámide que se decía que perteneció a Alejandro. Al final, Pompeyo se había convertido en el «Alejandro romano».

Foto: Mma / Rmn-grand Palais

 

La sumisión de Petra
Tras someter Judea, en 63 a.C., Pompeyo se dirigió a Petra, la ciudad rosa del desierto jordano y próspero enclave caravanero, para anexionarla a Roma en 62 a.C. La ciudad conservó su autonomía a cambio de una buena suma de dinero.

Foto: Ethan Welty / Getty images

 

Áureo con la efigie de Pompeyo y de su hijo Sexto. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.
Tras su derrota en Farsalia, el 9 de agosto del 48 a.C., Pompeyo huyó de César y recala en Alejandría, donde fue asesinado por orden del rey Ptolomeo XIII.

Foto: Bridgeman / Aci

 

Pompeyó llegó a Egipto en pleno conflicto entre Ptolomeo XIII y Cleopatra (en la imagen), su hermana y esposa
Al llegar a Egipto, Pompeyo envió un mensajero al rey, el joven Ptolomeo XIII, que se hallaba en Pelusio guerreando contra su hermana y esposa, Cleopatra VII. El eunuco Potino, verdadero gobernante en la sombra, reunió a los consejeros reales y éstos decidieron que había que dar muerte a Pompeyo.

Foto: Scala, Firenze

 

La decapitación de Pompeyo
Cuando Pompeyo murió asesinado en Egipto, su cadáver  fue decapitado y su cabeza se conservó para entregarla como presente a Julio César. Óleo por Gaetano Gandolfi. Siglo XVIII. Museo Magnin, Dijon.

Foto: Thierry le Mage / Rmn-grand Palais

 

La columna de Pompeyo
Donde antaño se alzó el Serapeo de Alejandría, el monumental templo dedicado al dios Serapis, hoy sobrevive una columna de granito rosa de 20,46 metros, que, según la tradición, señala el lugar donde fue enterrado Pompeyo.

Foto: Ibrahim Hisham / Getty images

 

Teatro romano de Mérida
Capital de la provincia romana de la Lusitania, Augusta Emérita, fundada en el año 25 a.C., disfruta de un magnífico teatro que se construyó a imitación del de Pompeyo en Roma, con un doble pórtico a espaldas de la escena.

Foto: Francisco de casa / Alamy / Aci

 

6 marzo 2018 at 6:02 pm Deja un comentario

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