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Las mujeres de Julio César: de Cornelia a Cleopatra

Julio César realizó numerosas conquistas amorosas y utilizó en su propio beneficio, político o económico, a todas las mujeres que conoció

César y la reina de Egipto. El general romano conoció a Cleopatra cuando, persiguiendo a su rival Pompeyo, llegó a Egipto. En el siglo XVIII, Tiépolo recreó el episodio en esta pintura. Museo Arkhangelskoye, Moscú. Foto: Heritage / Scala, Firenze

Fuente: JUAN LUIS POSADAS  |  NATIONAL GEOGRAPHIC
13 de marzo de 2017

Cayo Julio César fue más conocido por sus amantes –mujeres y hombres– que por sus esposas, y eso que estuvo prometido en una ocasión y casado en otras tres. Su vida sexual estuvo marcada por multitud de relaciones amorosas y conyugales, que no siempre es lo mismo; el historiador Suetonio contaba que sus conquistas de las Galias suscitaban menos entusiasmo durante su desfile triunfal en Roma, al término de la guerra, que sus conquistas «de las galas». Cuando leemos a Suetonio y otros autores podemos interpretar que la vida sexual de César estuvo marcada por su relación juvenil con el rey Nicomedes de Bitinia, mucho mayor que él. Todas sus historias posteriores con mujeres parecen querer borrar dicho episodio. Según otro historiador antiguo, Dión Casio, la sola mención de este hecho era lo único que le sacaba de quicio, incluso muchos años después de aquel suceso.

César cultivó una doble imagen en lo sexual: moralismo en público y liberalismo en privado. Llegó a ser Pontífice Máximo, el cargo religioso más importante de Roma, por lo que su imagen pública debía ser de la mayor santidad. Esa santidad la subrayó promulgando leyes conservadoras contra la ostentación en el vestir y en el adorno femenino; a la vez, recalcó esa imagen de tradicionalismo moral mediante algunas actuaciones contra el adulterio o contra las relaciones entre mujeres de clase alta y libertos. Pero de forma paralela cultivó una imagen muy liberal en su sexualidad, acorde con su liderazgo del bando de los populares, enfrentados al cerrado moralismo de la otra facción que dominaba la vida política en Roma al final de la República, los aristocráticos optimates.

Adiós, Cosucia

Según era costumbre en Roma, a los catorce años Julio César estuvo comprometido con una tal Cosucia, «de familia ecuestre, pero muy rica», dice Suetonio, y dos años después fue designado flamen dialis, sacerdote de Júpiter. Esto lo obligaba a casarse con una patricia, algo que no era Cosucia, y Julio César rompió su compromiso para contraer matrimonio en el año 84 a.C. con Cornelia, «hija de Cinna, cuatro veces cónsul», en palabras del mismo historiador. Lucio Cornelio Cinna era el líder de los populares después de la muerte de su aliado Cayo Mario, tío de César. En ese momento, los populares controlaban el Senado, por lo que esta unión abría a César grandes perspectivas en su carrera política. Pero la inestabilidad de la República desembocó en una guerra civil entre los seguidores de Cinna y los optimates, liderados por Sila.

En un acto de respeto por su esposa y de rebeldía hacia la autoridad, Julio César rehusó y tuvo que esconderse para escapar de la muerte

Tras esta guerra en la que resultaron vencedores los optimates, y durante la cual murió el suegro de César, comenzaron las proscripciones de Sila, en las que murieron miles de ciudadanos. Como miembro del partido derrotado, César fue despojado de su sacerdocio y su herencia familiar. Sila quería que repudiara a Cornelia, hija del líder del bando perdedor, pero en un acto de respeto por su esposa y de rebeldía hacia la autoridad, Julio César rehusó y tuvo que esconderse para escapar de la muerte. Al cabo de un tiempo, Sila cedió a las presiones de las vírgenes vestales y de dos parientes de César y le retiró la pena de muerte, pero advirtió que aquel joven sería la ruina del partido optimate pues «en él había muchos Marios», según Sila.

Tras el perdón, César dejó a su mujer y a su hija en Roma y comenzó su servicio en el exterior. Fue enviado como embajador a la corte del rey Nicomedes IV de Bitinia, en Asia Menor, donde habría mantenido relaciones sexuales con el monarca. El hecho de que Nicomedes fuera mucho mayor que él sólo podía significar que César había desempeñado un papel pasivo. Los romanos denigraban a los homosexuales pasivos y se mofaban de ellos, y es probable que César publicitara una desmedida vida amorosa heterosexual para apagar la infamia de haberse deshonrado por una relación homosexual pasiva con un hombre mayor y extranjero. Él siempre negó la veracidad de la historia, que sirvió de argumento a sus detractores incluso mucho después de su muerte.

La muerte de Cornelia

Julio César mantuvo durante quince años un exitoso y feliz matrimonio con Cornelia, hasta que en 69 a.C. su esposa murió durante el parto de su segundo hijo, que tampoco sobrevivió. César presidió los funerales por su mujer y por su tía Julia, esposa de Cayo Mario, y pronunció un elogio fúnebre por Cornelia. No había precedentes de elogios para mujeres tan jóvenes y esta novedad le granjeó simpatías entre los oyentes, ya que no era frecuente demostrar públicamente el amor conyugal.

Se puede pensar que el verdadero amor de Julio César fue Cornelia, a la que no repudió ni bajo peligro de muerte. Pero a César le interesaba volver a casarse pronto para obtener riquezas y alianzas políticas y la elegida fue Pompeya, nieta de Sila, el viejo rival del padre de Cornelia. Es probable que, en aquellos años difíciles, César quisiera nadar y guardar la ropa, mientras se declaraba popular por sus acciones, intentaba dotarse de un seguro de vida con la facción contraria en esos tiempos convulsos. Sin embargo, el amor y el afecto que sintió por Cornelia desaparecieron del matrimonio con Pompeya, aunque este desinterés parece haber sido compartido por su esposa.

En el año 64 a.C. se hizo pública su relación con Servilia, la amante «a la que amó como a ninguna otra», según Suetonio. Servilia era hermanastra del gran enemigo de César, Catón el Joven, y ayudó a su amante cuando Catón le acusó de ser cómplice en la conspiración del senador Catilina contra la República. César y Servilia mantuvieron su relación hasta la muerte del primero. Algunos autores de la Antigüedad sostenían que ya habían mantenido un idilio en su juventud, del que pudo haber nacido Bruto, primogénito de Servilia y uno de los asesinos de César. Su relación volvió a salir a la luz en 63 a.C., durante la sesión del Senado en la que se debatía si aplicar la pena de muerte al proscrito Catilina, cuando César se vio obligado a mostrar una lujuriosa nota que le había mandado Servilia.

Y mientras César seguía viéndose en secreto con Servilia, se produjo un incidente que puso de manifiesto la doble vara de medir de César (y de la sociedad romana) para él y para sus esposas. Sucedió durante una festividad religiosa, cuando Pompeya protagonizó el mayor escándalo sexual y religioso de la Roma republicana.

Sacrilegio y divorcio

Aurelia, madre de Julio César, no se fiaba de su nueva nuera, y la vigilaba de cerca porque sospechaba que no era fiel a su hijo. Una noche del año 62 a.C. en la que se celebraba la fiesta de la Bona Dea –reservada a mujeres– en casa de César, entonces pretor y Pontífice Máximo, el joven aristócrata Clodio se coló en la casa disfrazado de mujer y fue descubierto por una criada; ésta llamó a Aurelia, que mandó detener al intruso. El escándalo fue mayúsculo, y, según Plutarco, «al día siguiente corrió por toda la ciudad la noticia de que Clodio había cometido un sacrilegio, por el que debía pagar no solo ante los ofendidos, sino también ante la ciudad y los dioses».

Julio César repudió a Pompeya y Clodio fue acusado de sacrilegio e, implícitamente, de adulterio contra César, que negó los cargos contra su aliado político durante el juicio. Entonces, preguntado por qué había repudiado a su esposa si no creía que hubiera cometido adulterio, respondió con su famosa frase: «Considero que los míos deben estar tan libres de sospecha como de culpa».

Tras el divorcio, César estuvo soltero algún tiempo, que no sin pareja, ya que conservó su pasión por Servilia a la que, se decía, regaló una enorme perla valorada en seis millones de sestercios, el equivalente al salario anual de una legión. También buscó placer sexual con amantes de toda condición, incluso reinas. Fuentes y rumores de la época aluden a una larga lista de conquistas y adulterios de César. Dice Suetonio que «corrompió un considerable número de mujeres de familias distinguidas», entre las que destacan Mucia y Tértula, esposas de los futuros compañeros de César en el triunvirato, Pompeyo y Craso. Más adelante, también seduciría a la reina Eunoe de Mauritania, mujer de su aliado el rey Bogud. Su importancia radicaba en que eran esposas de sus enemigos, con lo que las usaba de informantes, o de sus amigos, y le servían como refuerzo de sus alianzas. No era extraño que un acuerdo entre dos políticos quedara sellado acostándose uno con la mujer del otro.

Boda doble y triunvirato

La carrera política de Julio César continuó, y a los cuarenta años ocupó la dignidad de cónsul por primera vez. Al final del consulado, en el año 59 a.C., volvió a tejer alianzas políticas a través del matrimonio. Concedió la mano de su hija Julia a su compañero de triunvirato Pompeyo, en ese momento líder de los optimates, y él mismo se casó con Calpurnia, hija de un aliado del triunviro conservador. Su gran rival, el estricto Catón, calificó este arreglo entre los dos políticos como «la prostitución de la República con los casamientos».

Esta boda entre un cuarentón y una joven adolescente fue un intento de engendrar un varón. Desgraciadamente, el matrimonio no tuvo hijos, a pesar de lo cual César siempre manifestó un tierno amor por su mujer, afecto que fue correspondido. La pareja vivió separada casi desde el principio, ya que el «regalo de boda» de Pompeyo fue el nombramiento de César para la conquista de las Galias. En el tiempo que estuvo en campaña parece que su apetito sexual no disminuyó. Cuando celebró el triunfo en Roma, sus soldados cantaban estos versos: «Romanos, vigilad a vuestras mujeres. Os traemos al adúltero calvo; en la Galia te gastaste en putas el oro que aquí tomaste prestado».

La alianza entre César y Pompeyo se fue debilitando, y la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, terminó de romper los vínculos entre ambos. Los dos hombres se enfrentaron por el poder en una guerra civil que acabó con la victoria de César y propició su conquista amorosa más célebre, la de Cleopatra VII, reina de Egipto. Se conocieron cuando, en el año 48 a.C., César marchó a Alejandría, la capital egipcia, para acabar con la resistencia de las tropas de Pompeyo, refugiado en aquella ciudad.

En sus crónicas no perdió la oportunidad de criticar a sus enemigos por la vida disipada que llevaban allí; según él, «se habían olvidado del nombre y disciplina del pueblo romano» por casarse con alejandrinas y tener hijos con ellas. Pero en el mismo momento en que escribía esto, él vivía con una alejandrina, Cleopatra. Según Plutarco, César quedó «cautivado por su conversación y su gracia», es decir, por su inteligencia y talento (y no por su supuesta belleza). El romance con la soberana de Egipto, que constituía una relación casi de concubinato, se prolongó hasta la muerte de César. La unión con la reina más influyente del Mediterráneo hacía de César casi un rey, lo cual venía a sostener su pretensión monárquica en Roma. Además, Cleopatra le proporcionaba un apoyo económico decisivo para obtener la supremacía política en la República. Pero por encima de todo, Cleopatra dio a César el hijo varón que tanto deseaba, Cesarión. La reina, por su parte, obtuvo el trono de Egipto, que disputaba a su hermano Ptolomeo XIII.

El dictador ‘polígamo’

Julio César fue nombrado dictador perpetuo en el año 45 a.C. y acumuló más poder que cualquier otro hombre en la historia de Roma hasta el momento. Paralelamente, mantenía tres relaciones estables a la vez. Calpurnia, su esposa, fue la primera «emperatriz», ya que fue cónyuge de quien se proclamó imperator, dictador perpetuo y señor absoluto del Estado romano. Fue una mujer discreta y, a pesar de las infidelidades, siempre quiso a su marido, como demuestra el famoso episodio de su pesadilla la noche anterior al asesinato de César, cuando soñó que lo asesinaban e intentó impedir que acudiera al Senado.

Por su parte, tras la guerra civil, Servilia continuó sacando provecho de su larga relación con César. Compró a buen precio muchas propiedades confiscadas a los pompeyanos y obtuvo el perdón para su hijo Bruto, que había sido aliado de Pompeyo. La patricia llegó a ofrecer a César a su hija Junia como esposa, dada la esterilidad de Calpurnia. En cuanto a Cleopatra, César la había invitado a viajar a Roma en otoño del año 46 a.C., y volvió a la ciudad al año siguiente, en una estancia que se prolongó hasta el asesinato del dictador. Ambos revivieron su amor y discutieron de varios asuntos de Estado. Según Dión Casio, se declaró a la reina «aliada y amiga del pueblo romano» y se erigió una estatua de oro de la propia Cleopatra en el templo de Venus Genitrix, construido por César.

Después de los idus de marzo del año 44 a.C. Julio César dejó tres «viudas». La primera, Calpurnia, representó muy bien el papel que César exigía a las mujeres de su familia; fue discreta en el luto y la administración del testamento político de César. Jamás volvió a casarse. La segunda, Servilia, se convirtió durante unos meses en el árbitro de la política romana, mediando entre los partidarios de César y sus asesinos, entre los que, como hemos dicho, figuraba su hijo Bruto. La tercera, Cleopatra, regresó a Egipto y terminó sus días de manera trágica años más tarde, al lado de su nuevo amante y antiguo colaborador de Julio César, Marco Antonio.

 

13 marzo 2017 at 9:32 pm Deja un comentario

Calígula, el césar al que todo estaba permitido

Sus acciones despóticas y sanguinarias, exageradas tal vez por los historiadores de la Antigüedad, han dado lugar a múltiples interpretaciones, incluida la de que era un psicópata. Embriagado por su poder, Calígula se situó siempre por encima de las leyes

caligula

En 40 d.C., Calígula planeó la invasión de Britania para adquirir prestigio militar, pero el proyecto fracasó. Escultura del emperador. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.

Por Juan Luis Posadas. Universidad Antonio de Nebrija (Madrid), Historia NG nº 137

Un siglo después de su muerte, cuando los historiadores romanos volvían su mirada sobre el breve reinado de Calígula (37-41 d.C.), no veían más que extravagancias, megalomanía y un sinnúmero de crímenes. El paso del tiempo no había hecho más que ensombrecer el recuerdo de aquel emperador de la dinastía Julio-Claudia, que a los 25 años había sucedido a su tío abuelo Tiberio y que murió desastradamente en un pasillo de palacio, apuñalado por los oficiales del ejército sublevados contra su tiranía. Para Suetonio y Dión Casio, Calígula fue, en efecto, un déspota; más que eso, un «monstruo» del que tan sólo cabía enumerar adulterios, confiscaciones y actos de crueldad.

Sin duda no era ésta una imagen imparcial, sino que respondía a una intencionalidad política y moral precisa: la de advertir sobre los riesgos del poder personal y la necesidad de respetar la integridad de la nobleza y el Senado de Roma, los que más sufrieron la persecución de Calígula. Con este fin, los autores posteriores mezclaron los hechos ciertos con rumores, exageraciones y elementos puramente fabulosos, lo que hoy hace difícil tener una visión objetiva del personaje y las circunstancias en que se movió. Además, en su execración de Calígula los autores antiguos introdujeron una hipótesis explicativa que ha pervivido hasta la actualidad: la de la «locura» del emperador. Ya el filósofo Séneca veía señales de desequilibrio mental en el mismo aspecto físico del emperador, en sus «ojos torvos y emboscados bajo una arrugada frente…». Sólo así podrían explicarse los desmanes de aquel joven que, por lo demás, como reconocen hasta los cronistas más hostiles, poseía notables dotes intelectuales.

Torturado por el insomnio

No hay duda de que Calígula sufrió varias afecciones que pudieron afectar a su equilibrio psíquico. Suetonio menciona que durante su infancia sufrió ataques de epilepsia, pero al parecer éstos desaparecieron en la edad adulta, aunque consta que a veces tenía desfallecimientos de los que le costaba recobrarse. Se sabe asimismo que sufría insomnio. Según Suetonio, nunca conseguía dormir más de tres horas, e incluso en ese tiempo lo asaltaban extrañas pesadillas. El mismo historiador afirma que el emperador se levantaba de la cama, se sentaba a la mesa o se paseaba por las galerías del palacio, «esperando e invocando la luz». Ésa pudo ser una de las causas de la irascibilidad y crueldad del emperador, aunque otros autores, como Séneca, dan la explicación inversa: las noches en vela le servían para mantenerse alerta, vigilar y planear actos criminales.

Los autores antiguos también coinciden en señalar que a los pocos meses de acceder al trono, en el otoño del año 37 d.C., Calígula sufrió una grave enfermedad. No está clara la naturaleza de esta afección: se ha sugerido que pudo tratarse de una crisis nerviosa, de una encefalitis –una inflamación del cerebro causada por algún tipo de infección–, de hipertiroidismo o de la ya mencionada epilepsia. Filón de Alejandría, en cambio, da una explicación de tipo moral: la causa de la crisis habría sido el cambio en los hábitos de vida de Calígula al ser proclamado emperador, pasando de una existencia tranquila y saludable a toda clase de excesos, «vicios propios para destruir el alma, el cuerpo y su mutua cohesión», sentenciaba. Otra hipótesis apuntaría a alguna enfermedad venérea, que puede provocar problemas mentales o al menos desórdenes de conducta.

«Todo me está permitido»

Los estudiosos actuales han desistido de encontrar una causa física determinada para la supuesta locura de Calígula, y ni siquiera creen que ésta se hubiera originado en un momento preciso. Régis F. Martin, un médico especializado en el estudio de las enfermedades romanas antiguas, piensa que la personalidad perturbada del emperador se corresponde con el perfil de un psicópata. Técnicamente, la psicopatía es un trastorno antisocial de la personalidad. En términos de psicología clínica, un psicópata tipo sería una persona con un encanto superficial, autoestima exagerada, mentiroso patológico, carente de remordimientos o empatía, emocionalmente superficial, sin control sobre la propia conducta, de sexualidad promiscua, problemático desde la niñez, impulsivo, irresponsable y proclive a una conducta criminal, así como con un historial de muchos matrimonios de corta duración. Hay que admitir que estos rasgos se ajustan muy bien al retrato que Suetonio y otros autores hacen de Calígula.

Un pasaje de la biografía de Suetonio ofrece una clave para interpretar la conducta de Calígula mediante las categorías de los propios romanos. El emperador habría dicho en una ocasión: «No hay nada en mi naturaleza que exalte o apruebe más que mi adriatepsia», un término griego que podría traducirse como desfachatez, falta de pudor o de vergüenza, pero también como indiferencia respecto a las consecuencias de sus actos sobre los demás. En el mismo pasaje Suetonio recuerda una ocasión en la que Calígula fue reprendido por su abuela Antonia y, en vez de inclinarse ante su autoridad, le espetó: «Recuerda que todo me está permitido, y con todas las personas». El orgullo desmedido de quien se sabe destinado a reinar se dio la mano con una total falta de escrúpulos morales para producir el «monstruo» del que hablaba Suetonio.

Palacios y puentes de barcas

La adriatepsia de la que hacía gala Calígula se tradujo de entrada en el fastuoso tren de vida que llevó. En apenas un año, Calígula dilapidó la fortuna de tres mil millones de sestercios heredada de Tiberio. Según Dión Casio, «empezó a gastar en caballos, gladiadores y en otras cosas semejantes sin ningún freno, y vació en poquísimo tiempo el dinero atesorado, que era mucho». De sus banquetes se contaban asombrosas historias sobre panes y manjares cubiertos con láminas de oro o sobre perlas costosísimas disueltas en vinagre (se le atribuía, pues, la célebre anécdota del festín ofrecido por Cleopatra a Marco Antonio). Con ello, además, forzaba la emulación por parte de los nobles que querían agasajarle invitándole a sus comidas; Séneca cuenta que uno de ellos gastó en una velada la exorbitante suma de diez millones de sestercios.

No menos afamadas eran las residencias personales que se hizo construir, tanto en Roma –su nueva mansión en el Palatino tenía como vestíbulo el templo de Cástor y Pólux– como en sus lugares preferidos de retiro: Nemi –donde hizo construir sus dos célebres navíos gigantes, auténticos palacios flotantes– y la Campania. En la bahía de Bayas, cerca de Nápoles, ordenó construir un puente de barcos para jactarse de cruzar el golfo en su carro portando la coraza de Alejandro Magno, que mandó traer desde Alejandría para la ocasión.

Su vida amorosa también estuvo marcada por la falta de reglas. En sus cuatro años de reinado tuvo cuatro esposas: tras divorciarse de Junia Claudila, estuvo dos meses casado con Livia Orestila, luego contrajo nupcias con la riquísima Lolia Paulina –a la que prohibió tener relaciones con otros hombres tras divorciarse de ella– y finalmente se casó con Milonia Cesonia, un mes antes de que diera a luz a su hija. Sus amantes fueron incontables y de todas las clases sociales, y sus métodos para procurárselas eran brutales. A Livia Orestila, por ejemplo, la violó en su propia ceremonia de esponsales y se casó con ella para repudiarla al cabo de unos días.

Sin duda, hay una porción de infundio póstumo en estas acusaciones, como también en la de haber cometido incesto con sus hermanas, especialmente con Julia Drusila, su preferida. De hecho, frente a lo que dicen Suetonio y Dión, los contemporáneos Séneca y Filón nada mencionan al respecto, pese a que en otros aspectos cargaron las tintas contra el emperador.

A Calígula también se le atribuyen diversas relaciones homosexuales, por ejemplo con el actor Mnéster o con Emilio Lépido, su primo carnal y esposo de su hermana Julia Drusila. Antes de ser ejecutado, Lépido gritó que había tenido relaciones sexuales con el emperador y que tenía el vientre dolorido de la pasión que en ellas había puesto.

Rey de las estratagemas

Nada parece confirmar mejor la psicopatía que se ha atribuido a Calígula que sus actos de crueldad, a menudo puramente gratuita. El propio emperador se regodeaba en su fama de sádico, hasta el punto de que se decía que estaba totalmente seguro de ser el padre de la hija de su última esposa por los reflejos de crueldad infantil de la niña, que intentaba meter el dedo en el ojo a cuantos se le acercaban. Aunque sin duda también aquí resulta difícil discriminar entre los hechos ciertos y las reelaboraciones o invenciones pergeñadas para denigrar la memoria del emperador.

Un ejemplo del modo en que Calígula podía ensañarse con aquellos que perdían su favor por los motivos más fútiles lo ofrece el caso de Nevio Sutorio Macrón. Prefecto del pretorio bajo Tiberio y aliado clave de Calígula en su acceso al poder, Macrón cometió el error de querer mantener su ascendiente sobre el nuevo césar, dispensándole consejos y advertencias no solicitados. Calígula se hastió de aquella actitud, y según el historiador Filón decía al ver aproximarse a su antiguo amigo: «Ahí llega el maestro de quien ya no necesita lección alguna… ¿Cómo se atreve alguien a enseñarme a mí, que antes aun de ser engendrado fui modelado emperador, cómo se atreve un ignorante a enseñar a quien sabe?». Para deshacerse de él, Calígula ideó una estratagema característica. Tras ofrecerle un cargo en  Egipto, hizo que lo acusaran de lenocinio, esto es, de inducir a su esposa a prostituirse, algo de lo que el propio Calígula podía dar fe porque había sido amante de Enia, la mujer de Macrón. Para transmitir los bienes a sus descendientes, el matrimonio se suicidó.

Suetonio destacaba todavía otro rasgo de la personalidad obsesiva de Calígula: su violencia verbal. «La ferocidad de sus palabras hacía todavía más odiosa la crueldad de sus acciones», decía el cronista. Al final, sin embargo, esa costumbre le costó cara. El tribuno de una de las cohortes pretorianas, Casio Querea, era un hombre ya mayor y de complexión robusta, pero que tenía una voz atiplada, debido quizás a una herida en los genitales. Calígula se burlaba despiadadamente de su afeminamiento, llamándolo Príapo o Venus o dándole la mano para que la besara con actitud y movimientos obscenos, según Suetonio. Harto de aquellas ofensas, Querea se puso al frente de la conspiración que en enero del año 41 dio muerte a Calígula, a su mujer y a su hija.

Para saber más

Calígula, el autócrata inmaduro. J. M. Roldán. La Esfera de los Libros, Madrid, 2012.
Vida de Calígula. Suetonio. Gredos, Madrid, 2011.
Yo, Claudio. Robert Graves. Alianza, Madrid, 2014.

8 junio 2015 at 7:36 am Deja un comentario

Agripina la Mayor, la orgullosa nieta de Augusto

La sospechosa muerte de su esposo Germánico llevó a Agripina a enfrentarse al emperador Tiberio. Desterrada de Roma y maltratada por los sicarios de Tiberio, se dejó morir de hambre

Por Juan Luis Posadas. Universidad Nebrija (Madrid), Historia NG nº 130

Agripina

Tiberio, al fondo, y Agripina, en primer plano, en un óleo de Pedro Pablo Rubens. Galería Nacional, Washington.

En el año 15 d.C., el pánico se adueñó de repente de las guarniciones romanas en la frontera del Rin. Se había difundido el rumor de que una expedición en territorio bárbaro había sido derrotada por los germanos y que éstos se disponían a invadir la Galia. La noticia de la derrota era falsa, pero los legionarios estaban dispuestos a cortar el puente que unía ambas orillas del río para ponerse a salvo. Fue entonces cuando intervino una mujer, Agripina, esposa del comandante romano Germánico, que en ese momento estaba ausente. Demostrando «un ánimo gigante», según el historiador Tácito, impidió resueltamente que se cortara el puente y, «tomando sobre sí las responsabilidades de un general», recibió a los soldados que regresaban «a pie firme a la entrada del puente y les dirigió alabanzas y palabras».

Pero no todos mostraron igual admiración. Como seguía escribiendo Tácito, al emperador Tiberio «no le parecían naturales aquellos cuidados, ni que buscara ganarse los ánimos de los soldados contra los extranjeros. Nada les quedaba a los generales –decía– una vez que una mujer revistaba a las tropas, se acercaba a las enseñas, intentaba liberalidades». Por una vez, la opinión del emperador Tiberio coincidía con la del historiador Tácito: que una mujer tomara en sus manos el mando de las legiones no sólo era antinatural, sino que también iba en contra del carácter masculino de la política romana.

Querellas de familia

Vipsania Agripina fue una de las hijas de Julia, única hija de Augusto, y de Agripa, el mejor general del emperador. El suyo fue un matrimonio de conveniencia que se vio favorecido por una inusitada descendencia: cinco hijos. Agripina fue educada en la convicción de haber nacido para el poder. Durante su infancia y adolescencia vivió en una corte dividida entre los bandos que se disputaban la sucesión de Augusto, que carecía de descendencia masculina directa. Por un lado estaba Julia, que favorecía a sus propios hijos, entre ellos Agripina. Por el otro, Livia, la esposa de Augusto, que buscaba colocar al hijo que tuvo de un matrimonio anterior, Tiberio.

Fue Livia quien finalmente ganó la partida, cuando Augusto adoptó a su hijo Tiberio haciendo que éste, a su vez, adoptara a su sobrino Germánico como hijo y heredero. Pero un año después de esta doble adopción, Augusto buscó la reconciliación entre ambos bandos uniendo a Germánico con su nieta Agripina. Otra vez fue un matrimonio de conveniencia que se reveló feliz y excepcionalmente fecundo, pues Agripina dio nueve hijos a su marido, de los que sobrevivieron seis, entre ellos el futuro emperador Calígula.

Mientras Germánico cumplía misiones en nombre de Augusto, Agripina no se limitó a quedarse en casa. Con el permiso del emperador, acompañó a su marido en las campañas que éste comandó en Germania, y fue así como justo después de la muerte de Augusto se produjo su intervención providencial que salvó a las legiones de una humillante retirada frente a los germanos.

La muerte de Germánico

Tras el acceso de Tiberio al trono, Germánico y Agripina se convirtieron en los ídolos del pueblo romano, que detestaba en cambio al nuevo emperador. Pese a ello, ambos demostraron su plena lealtad a Tiberio y evitaron comprometerse en cualquier insurrección, a cambio de que Germánico se mantuviera como heredero del Imperio. Las expectativas de la pareja eran, pues, de lo más halagüeño. Pero todo se torció rápidamente.

En el año 18 d.C., Tiberio envió a Germánico a una misión en Siria, en la que le acompañaron Agripina y sus hijos. Con el propósito de moderar los anhelos bélicos de su sobrino, el emperador envió con él a su amigo Pisón. Livia, por su parte, dio instrucciones secretas a la esposa de Pisón, Plancina, para que se enfrentara a Agripina y le parara los pies en el caso de que ésta fuera demasiado lejos. Enseguida estalló el enfrentamiento entre ambas, y de ellas se trasladó a los maridos. Cuando Pisón criticó a Germánico públicamente por la presencia de Agripina en las paradas militares, el comandante lo expulsó de Siria junto a su mujer. Al año siguiente, Germánico hizo un viaje a Egipto y durante el regreso falleció repentinamente en Antioquía. Existe la posibilidad de que muriera de disentería, pero el propio Germánico, en su lecho de muerte, señaló a Pisón y su esposa como culpables de su envenenamiento.

Agripina y sus hijos volvieron a Roma por mar, llevando consigo las cenizas de Germánico. A su llegada a Roma, el pueblo tomó partido inmediatamente por Agripina, clamando venganza contra Pisón. El hecho de que ni Tiberio ni Livia asistieran a las honras fúnebres del heredero al trono imperial no hizo sino confirmar las sospechas en torno al envenenamiento. Hubo incluso un conato de revolución en Roma que sólo pudo ser frenado por la actitud resuelta de Livia y por la intervención de la guardia pretoriana.

Caída en desgracia

Decidida a vengarse, y como no podía probar que su esposo había sido asesinado, Agripina y sus amigos influyentes acusaron a Pisón y a Plancina de traición por regresar a Siria y provocar una pequeña guerra civil entre sus partidarios y los de Germánico. Tiberio no tuvo más remedio que presidir el juicio y aceptar la condena de su amigo, quien se suicidó para evitar la confiscación de sus bienes. Plancina, en cambio, fue juzgada aparte y Livia intervino ante Tiberio para que fuera exonerada. Esto fue la confirmación, para Agripina y el pueblo romano, de que había sido la propia Livia la que había ordenado el envenenamiento de su marido.

A partir de este momento la relación entre Agripina y Tiberio quedó muy maltrecha. En una ocasión, cuando Agripina se quejó abiertamente por las circunstancias de la muerte de su marido, Tiberio le replicó con un verso griego: «Si no eres la que mandas, te parece que te ofenden». En lo sucesivo dejó de dirigirle la palabra. La razón de la disputa residía de nuevo en la sucesión del Imperio. Agripina deseaba que su hijo Nerón César fuera nombrado heredero de Tiberio, pero Sejano, el valido del emperador, se oponía y la octogenaria Livia sostenía al nieto directo de Tiberio, el aún niño Druso Gemelo. Sejano, en particular, urdió toda clase de intrigas contra su rival. Habiéndola convencido de que el emperador la quería envenenar, en una ocasión ella rechazó comer una manzana que aquel le ofrecía desde su mesa, por lo que Tiberio se quejó de que lo considerase un envenenador. Según Suetonio, todo era un plan concertado entre el emperador y su ministro para que Agripina cometiera un error y justificar su eliminación.

Destierro y muerte

Finalmente, en el año 29 Tiberio acusó a Agripina de orgullo impropio ante el Senado y a su hijo Nerón, de homosexualidad. El Senado, dominado por la facción de Agripina, rechazó las acusaciones como invenciones de Sejano, pero Tiberio reaccionó reclamando el juicio para sí y condenó a ambos reos al destierro en la isla Pandataria, la misma a la que fue desterrada Julia, la madre de Agripina. Pero la ira imperial no acabó ahí, al menos según el relato de Suetonio. Cuando Agripina le escribió una carta con reproches e insultos, Tiberio hizo que la azotara un centurión, quien le sacó un ojo. La desterrada decidió entonces dejarse morir de hambre, pero el emperador le hizo tragar comida a la fuerza. Ella, sin embargo, persistió hasta lograr su propósito. Sus dos hijos, Nerón y Druso, murieron de la misma forma, por hambre; el primero en su destierro, y al parecer por propia voluntad; al segundo, encerrado en una cueva del monte Palatino, «lo privaron de alimentos con tanta crueldad –sigue diciendo Suetonio– que intentó comerse el relleno de su colchón».

Para saber más

Emperatrices y princesas de Roma. J. L. Posadas. Raíces, Madrid, 2008.
Anales (Libros I-VI). Tácito. Gredos, Madrid, 1991.

17 noviembre 2014 at 3:12 pm Deja un comentario

Mecenas, el amigo de Augusto y de los poetas

Gracias a su amistad con Augusto, Cayo Mecenas se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Roma y amasó una gran fortuna con la que patrocinó a los literatos de la época

Por Juan Luis Posadas. Universidad Nebrija (Madrid), Historia NG nº 126

Mecenas-Jalabert

Mecenas en el jardín de su mansión del Esquilino. Detalle de un óleo por C.-F. Jalabert. Siglo XIX. Museo de Bellas Artes, Nimes. BRIDGEMAN / INDEX

Persona que patrocina las artes y las letras»: así define el Diccionario de la Real Academia Española el término «mecenas», en referencia a los individuos que dedican parte de sus riquezas a financiar obras culturales diversas, sea un museo, una ópera o un premio artístico o literario. El término procede, como también indica el Diccionario de la Academia, de un personaje de la historia romana que patrocinó con sus riquezas y su influencia a los grandes literatos de la Roma de aquellos años, como Horacio, Virgilio o Propercio. Sin su ayuda, es posible que alguno de los versos más bellos de la literatura universal no hubieran visto la luz. Pero el primer Mecenas de la historia no fue sólo un protector de las artes. Amigo y consejero de Augusto, fue uno de los hombres más poderosos del reinado del primer emperador de Roma.

Al servicio de Octavio

Cayo Mecenas nació probablemente en Arretium (Arezzo), una localidad etrusca del centro de Italia. Se decía que tenía sangre real, como descendiente de los monarcas etruscos de la ciudad a través de la familia de su madre, los Cilnios. Horacio, por ello, lo llamaba «Mecenas, nacido de reyes antiguos, mi dulce baluarte y honor». Sin embargo, Mecenas perteneció siempre al orden de los caballeros, inferior al de los senadores, y nunca quiso incorporarse al Senado, algo que habría estado a su alcance en cualquier momento gracias a su estrecha relación con Octavio.

Aunque era unos años mayor, Mecenas fue un amigo de primera hora de Octavio, sobrino de Julio César. A la muerte de éste, en 44 a.C., se le unió de inmediato en su lucha por hacerse con el poder. A lo largo del triunvirato que Octavio formó con Marco Antonio y Marco Emilio Lépido (43-33 a. C.), Mecenas realizó importantes gestiones diplomáticas al servicio de su amigo. En 40 a.C. arregló su matrimonio con Escribonia, pariente de Sexto Pompeyo (hijo de Pompeyo el Grande), con la intención de cimentar una alianza entre Octavio y el almirante republicano que evitara una guerra civil con éste y le diera ventaja sobre los otros triunviros. El matrimonio, desde luego, no fue feliz, pero sí dio a Octavio su única descendencia, Julia, cuyos nietos y bisnietos gobernarían el Imperio durante el siguiente siglo. Tres años más tarde marchó a Tarento como enviado personal de Octavio, y allí suscribió un tratado en el que se acordaba un nuevo reparto de las áreas de influencia entre éste y Marco Antonio que dejó a Lépido prácticamente fuera de juego.

En 36 a.C., la paz con Sexto Pompeyo fracasó y Octavio marchó a Sicilia a combatirlo. Mecenas permaneció en Roma investido del máximo poder en la ciudad y en Italia. También participó, como mano derecha de Octavio, en la campaña militar que culminaría en la batalla de Actium, que representó la victoria definitiva de aquel sobre Marco Antonio. Tras la contienda, Mecenas persiguió de forma implacable a los opositores del nuevo hombre fuerte de Roma. En el año 30 a.C., por ejemplo, sofocó rápidamente una conspiración para asesinar a Augusto haciendo que se suicidaran su cabecilla, Lépido el Joven (hijo del antiguo triunviro), y su esposa.

El perfecto sibarita

Las ocupaciones políticas, sin embargo, nunca absorbieron totalmente a Mecenas. Muy al contrario, el influyente ministro de Augusto era conocido entre sus contemporáneos por su tren de vida derrochador y su afición ilimitada por los placeres y los refinamientos. De hecho, muchos consideraban estos gustos como un signo de molicie y afeminamiento, diciendo que podía «superar a una mujer en su dedicación a la indolencia y el lujo». Llamaba la atención su modo de vestir, su manera de ceñirse la túnica sobre las rodillas dejando que pendiera suelta hasta los talones como las enaguas de una mujer; o el modo que tenía de mantener la cabeza cubierta con su manto o pallium cuando presidía un tribunal. Ese supuesto amaneramiento se traslucía en el estilo recargado de los poemas que compuso, de los que se conservan algunos fragmentos. Por esta razón, el propio Octavio se burló de él en una carta transmitida por Macrobio, en la que lo llamaba «ébano de Medulia, marfil de Etruria, hinojo de Arretium, diamante del Adriático, perla del Tíber, esmeralda de Cilnia, jaspe de Iguvium, berilo de Persenna, granate de Italia», haciendo alusión asimismo al gusto de Mecenas por las piedras preciosas.

Inmensamente rico, Mecenas se hizo construir una gran residencia en el monte Esquilino, rodeada por los célebres Jardines de Mecenas de los que hoy se conservan aún algunos restos, aunque en absoluto dan una idea del esplendor de esa propiedad, que después pasaría a ser la residencia de Tiberio, el sucesor de Augusto, tras la vuelta de su exilio en Rodas. Allí celebraba espléndidos banquetes con manjares exquisitos que puso de moda en Roma, como la carne de monos jóvenes. Se decía que le gustaba conciliar el sueño al son de música lejana tocada por músicos escondidos entre los setos. Era, en suma, un auténtico sibarita, en marcado contraste con el carácter del otro consejero principal de Augusto, su yerno Marco Agripa, hombre de carácter más bien sencillo y con vocación militar, aunque también fue un notable coleccionista de arte.

Aficionado a la música, el teatro –en particular los mimos– y también a la poesía, Mecenas se rodeó de los principales escritores de Roma, como Virgilio, Horacio y Propercio. Sin duda, ello se debía a su propia sensibilidad literaria, pero había también otras razones. Mecenas se había dado cuenta de que un simple poeta como Catulo había perjudicado seriamente la imagen de Julio César con acusaciones maliciosas como la de ser amante de un tal Mamurra, uno de sus oficiales de intendencia. Para impedir que Octavio sufriera los mismos ataques, Mecenas decidió atraerse a los poetas más destacados de su generación y convencerlos de que cantaran las alabanzas del fundador del Imperio.

Un patrón poco exigente

Algunos a veces se resistían a desempeñar el papel de poeta oficial, como Horacio, que en una oda se quejaba de que lo suyo era la poesía amatoria, no adular a Octavio: «La Musa quiere que yo celebre los dulces cantos de mi ama Licimnia…». Virgilio, en cambio, se mostró más dispuesto a jugar ese papel; su Eneida se planteó como un poema laudatorio de los antepasados de Augusto, a modo de «premonición» de la obra de éste como fundador y pacificador del Imperio. Para atraer a todos estos poetas, Mecenas organizaba irresistibles banquetes y orgías, y les ofrecía influencia, dinero y favores. Esto no significa que los literatos se dejaron comprar sin más; Horacio, por ejemplo, aceptó una modesta hacienda en la región de Sabina, pero en sus poemas declara que no aceptó prebendas o cargos públicos ni encargos de cantar las glorias de Augusto. En cuanto a Virgilio y Propercio, no puede decirse que alabaran en exceso al nuevo emperador.

Tras la proclamación de Octavio como emperador, con el nombre de Augusto, en el año 27 a.C., Mecenas siguió desempeñando un papel prominente en la corte, pero en un segundo plano frente a Agripa, quien llegó a ser considerado como el sucesor de Augusto. Con el tiempo, las relaciones con el emperador se enfriaron por causas difíciles de determinar; quizá fue el affaire de Augusto con la esposa de Mecenas, Terencia, o bien la intercesión del consejero para librar a su cuñado Terencio Varrón Murena de una acusación por traición. Al final, Mecenas se retiró a su palacio del Esquilino, donde se dedicó a sus libros y a sus artistas. Como no tenía descendencia, en su testamento legó toda su fortuna a Augusto, su protector y el hombre por quien tanto había hecho en vida y ante la posteridad.

Para saber más

Horacio. J. L. Moralejo. Gredos, Madrid, 2012.
Historia de Roma. Libros L-LX. Dión Casio. Gredos, Madrid, 2011.

15 julio 2014 at 8:58 am Deja un comentario

Coriolano, de héroe de guerra a traidor a la patria

Después de cubrirse de gloria en las guerras contra los vecinos de Roma, Coriolano no dudó en enfrentarse a sus compatriotas plebeyos y tomar las armas contra su propia ciudad

Artículo de Juan Luis Posadas. Universidad Nebrija (Madrid), Historia National Geographic nº 121

Coriolano

Coriolano lidera a los volscos en su lucha contra Roma. Óleo por Raphael Lamar West. 1792. Museo de Arte Mead, Amherst College.

De ninguna guerra regresó sin corona ni premio […] iba ligando premios con premios y añadía despojos a despojos». Tal fue la fama que se granjeó Cayo Marcio desde su juventud, en una Roma que acababa de expulsar al último de sus reyes, Tarquinio el Soberbio, y que estaba enzarzada en constantes luchas con los pueblos vecinos. Perteneciente a un ilustre linaje, que entroncaba precisamente con uno de aquellos reyes, Cayo destacó desde su infancia por sus inclinaciones guerreras y gracias a un intenso entrenamiento adquirió una «robustez invencible», al decir de Plutarco. A la cabeza de sus clientes, los individuos de menor rango con quienes los patricios establecían una relación de patrocinio, combatió primero en las guerras contra el último rey de Roma, Tarquinio, que intentaba reconquistar el trono, y luego frente a los volscos, auruncos y sabinos, que disputaban a Roma el dominio sobre el centro de Italia.

De estas campañas, la que le dio máxima celebridad fue la conquista de Coríolos, o Corioli, la ciudad más importante del pueblo volsco, al sur de Roma. El cónsul Cominio había puesto sitio a la ciudad, pero la llegada de refuerzos volscos lo obligó a marchar él mismo a su encuentro, dejando al frente del cerco sólo a una parte de sus tropas. Envalentonados, los coriolanos hicieron una salida para provocar a los romanos a luchar y avanzaron hasta llegar al campamento romano. Pero cuando mayor era el desconcierto de sus compatriotas, Cayo Marcio reaccionó con furia.

La hazaña de Corioli

En palabras de Tito Livio, Marcio «no sólo rechazó el ataque de los que salieron bruscamente, sino que tuvo la osadía de penetrar por la puerta abierta en la zona cercana de la ciudad y, después de sembrar la muerte, encontró fuego casualmente y lo lanzó sobre los edificios que dominaban las murallas». Los volscos vieron el fuego y pensaron que los romanos habían tomado la ciudad. Dejaron de luchar momentáneamente, lo que dio tiempo a los compañeros de Marcio a organizar un ataque y tomarla de verdad. Esta hazaña le valió a Cayo Marcio su apodo: Coriolano.

Marcio retornó a Roma como triunfador, entre los aplausos de los senadores y de los patricios de la ciudad, y aún más de las dos mujeres con las que convivía diariamente: su madre, Veturia, por la que sentía auténtica veneración, y su esposa Velumnia. Pero no todos los romanos veían sus gestas con buenos ojos. De hecho, en esos años Roma vivía una grave crisis social, un conflicto entre los patricios, las grandes familias que dominaban la ciudad desde el Senado, y los plebeyos, la masa de la población, en su mayoría formada por campesinos. Los privilegios políticos y económicos de los primeros resultaban cada vez más gravosos para los plebeyos, quienes eran conscientes de que su fuerza era tan imprescindible para la supervivencia de Roma como la de los aristócratas, pues eran ellos quienes formaban el grueso de las tropas de infantería que dirigían los generales patricios en las numerosas  guerras que jalonaron la historia de la República romana.

El gran desafío

En 494 a.C., poco antes de la campaña de Marcio contra Corioli, estalló la crisis. Los plebeyos se amotinaron y al año siguiente decidieron abandonar el ejército y retirarse con sus familias al monte Aventino, con el propósito de fundar allí una nueva ciudad plebeya. La «secesión», como se llamó a este boicot, hizo que los patricios, alarmados, accedieran a las demandas de los plebeyos y les dieron derecho a elegir a sus propios magistrados, los llamados «tribunos de la plebe», encargados de defender los derechos de los plebeyos ante el gobierno. En este conflicto, Coriolano abogó en todo momento por seguir una línea dura e instó a los patricios a rechazar todas las demandas de los plebeyos. Cuando volvió de Corioli mantuvo la misma actitud, y los plebeyos se lo hicieron pagar. Según Plutarco, en 491 a.C. se presentó a las elecciones a cónsul, pero fue derrotado por culpa de la oposición de los tribunos y de una votación bastante dudosa. Coriolano nunca olvidó la humillación que se le había infligido.
Hacia 490 a.C. se produjo una grave crisis alimentaria en Roma, con una gran carestía de grano. Cuando, ante las revueltas de los plebeyos, la República consiguió una partida de grano y se dispuso a repartirla a un precio por debajo del de mercado, Coriolano pronunció un discurso muy duro contra esta medida, según recoge Tito Livio: «Si quieren el antiguo precio del grano, que devuelvan al Senado sus antiguos derechos. ¿Por qué tengo yo que ver a unos plebeyos de magistrados?». Las palabras de Coriolano, aunque no fueron compartidas por la mayoría en el Senado, más dado a contemporizar con los plebeyos, exaltaron más los ánimos contra él. Poco después, Coriolano fue acusado por los tribunos de traición y malversación de fondos. Haciendo gala de todo su orgullo de patricio, el general renunció a defenderse y marchó voluntariamente al exilio.

El antiguo héroe eligió como destino el país de los volscos, sus enemigos, y se presentó en casa de su más acérrimo rival, Ato Tulo Anfidio, para pedirle refugio. Éste se lo concedió con gusto y lo presentó a su pueblo como líder militar. No tardó en surgir un pretexto para la guerra entre romanos y volscos. Habiendo acudido a Roma con sus compatriotas con motivo de unas fiestas, Tulo Aufidio difundió el rumor de que los volscos iban a atacar las puertas para conquistar la ciudad. Los romanos, alarmados, los expulsaron de Roma, una afrenta que Anfidio decidió vengar. El jefe volsco y el propio Coriolano fueron nombrados generales en jefe, y en pocas semanas conquistaron todas las poblaciones situadas al sur de Roma, incluida Corioli. Al final, los volscos acamparon a escasa distancia de Roma. Coriolano dio orden de arrasar las tierras propiedad de los plebeyos y de que no se tocaran las de los patricios, con el propósito tanto de beneficiar a sus iguales  como de azuzar las disensiones civiles en la ciudad.

Inexorable contra su patria

En Roma, los plebeyos se negaron a continuar la guerra, por lo que el Senado romano decidió enviar una embajada para pedir un tratado de paz justo y solicitar particularmente a Coriolano que mediara en favor de su patria. A la primera embajada de los senadores, Coriolano les exigió que Roma devolviese todos los territorios conquistados a los volscos. Cuando el Senado envió otra embajada, esta vez constituida por sacerdotes, Coriolano se negó a recibirla. Todo indicaba que el destino de Roma sería el de ser conquistada y arrasada por los volscos, pero entonces las mujeres casadas de Roma intentaron un último acto desesperado y convencieron a la madre y a la esposa de Coriolano para que todas acudieran al campamento volsco a suplicar a Coriolano por la ciudad, acompañadas por los dos hijos pequeños del exiliado.

Según cuenta Tito Livio, esta vez Coriolano accedió a saludar a su madre, pero ésta le negó el abrazo filial y le dijo: «Antes de recibir tu abrazo, deja que me entere de si me acerco a un enemigo o a un hijo, si soy una prisionera o una madre en tu campamento». Según la versión recogida por los historiadores antiguos, la reprimenda de su madre y la lastimosa visión de su mujer y sus hijos, avergonzados de su marido y padre, hicieron que Coriolano decidiese levantar el campamento. Los romanos, agradecidos, erigieron fuera de la muralla de la ciudad un templo a la «Fortuna femenina», Fortuna Muliebris.

Hay disparidad en las fuentes sobre lo que fue luego de Coriolano. Plutarco y Dionisio de Halicarnaso dicen que fue asesinado por los volscos, indignados porque se les había escamoteado la conquista de Roma, cuando parecía ya en sus manos. Tito Livio, en cambio, recoge la versión de un historiador del siglo III a.C., Fabio Píctor, quien afirmaba que Coriolano había muerto de viejo en el exilio. Dada la antigüedad de la fuente, su versión es la más probable.

Para saber más

Vidas paralelas. Vol. III. Plutarco. Gredos, Madrid, 2006.
Roma: la novela de la antigua Roma. Steven Saylor. La Esfera de los Libros, Madrid, 2009.

31 enero 2014 at 7:16 pm 1 comentario

Marco Bruto, el patriota que asesinó a Julio César

Pese a los favores que recibió de César, Bruto encabezó la conjura que terminaría con la vida del dictador, pero fracasaría luego en su lucha para restablecer la libertad de la República

Artículo de Juan Luis Posadas. Universidad Nebrija (Madrid), Historia NG nº 112

Bruto

Adorado por sus amigos, admirado por los buenos, y no odiado por nadie, ni siquiera por sus enemigos, pues era un hombre de carácter benigno, magnánimo, ajeno a la ira, a la lujuria y a la ambición, y de ánimo firme e inflexible en lo honesto y en lo justo». Tal era la imagen de Marco Bruto ante sus contemporáneos, según recoge Plutarco en su biografía; un ejemplo del romano íntegro y patriota. Pero este mismo hombre fue el instigador, y uno de los ejecutores, de uno de los asesinatos políticos más célebres de la historia: el de Julio César.

Marco Junio Bruto nació hacia el año 85 a.C., en el seno de una ilustre familia romana. Todos los romanos recordaban a uno de sus antepasados, Lucio Junio Bruto, que en torno al año 509 a.C. acabó con el último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio, dando así paso a la República. Su padre participó de lleno en las luchas civiles de la fase final de la República romana y pagó un alto precio por ello, pues en el año 77 a.C., cuando el joven Marco tenía apenas ocho años, fue ejecutado por Pompeyo tras ser capturado en Módena. Su madre fue Servilia Cepiona, mujer dominante a la vez que inteligente y rica, una de esas audaces romanas que participaron activamente en la vida política y social de finales de la República. Servilia era hermana de Servilio Cepión, de quien Bruto se convertiría en hijo adoptivo, y medio hermana de otro personaje insigne, Catón el joven, que le serviría de mentor. Pero el parentesco más discutido de Bruto fue el que se le atribuyó con el mismo Julio César. En efecto, su madre Servilia contrajo un segundo matrimonio con Junio Silano, durante el cual mantuvo una relación adúltera con Julio César. Los historiadores antiguos supusieron que César fue el verdadero padre de Bruto y que por ello el dictador mostró siempre una especial consideración a quien creía su hijo. Sin embargo, esto resulta prácticamente imposible, pues cuando Bruto nació César tenía tan sólo catorce o quince años y su relación con Servilia fue bastante posterior.

Un filósofo en campaña

Desde su adolescencia, Bruto emprendió la carrera de honores habitual de los aristócratas romanos. Tras ingresar muy pronto en el Senado, sirvió en el ejército, primero en Chipre, bajo el mando de su tío Catón, y luego en Cilicia. Su matrimonio con una joven de la familia Claudia, Claudia Pulcra, lo alineó con la facción más conservadora del Senado, opuesta a los ambiciosos políticos que trataban de conquistar el poder, como Pompeyo y César. En esta época, Bruto se había convertido ya en un hombre muy rico debido no sólo a su patrimonio familiar y al de su padre adoptivo, sino también a sus negocios privados, incluido el de prestamista a alto interés, y a lo que pudo requisar del patrimonio público durante su estancia en Chipre. Eso no le impidió cultivar sus intereses intelectuales, en particular la filosofía y la historia. Durante las campañas militares empleaba las horas libres en leer y escribir. Plutarco cuenta que en vísperas de una batalla, un día de gran calor, sin esperar a que llegaran los soldados con la tienda, comió un bocado «y mientras los demás dormían o pensaban en lo que ocurriría al día siguiente, él pasó toda la tarde escribiendo, ocupado en elaborar un compendio del historiador Polibio».

En el año 50 a.C., los senadores se enfrentaron a un dilema dramático: debían optar entre defender la causa de la República bajo un líder desacreditado, Pompeyo, o sumarse al golpe de Estado del mejor general romano del momento, Julio César. Bruto odiaba a Pompeyo por haber ordenado la muerte de su padre y su abuelo, que habían prestado su apoyo a la revuelta del ex cónsul Lépido tras la muerte del dictador Sila; Plutarco recuerda que Bruto, «cuando se encontraba con Pompeyo ni siquiera le saludaba». Pero también tenía motivos para odiar a César, por la relación de éste con su madre (y, según algunos, también con su hermanastra Junia). Finalmente, como republicano de corazón que era, optó por Pompeyo por considerar que su causa era más justa que la de César y marchó a alistarse en su ejército.

El perdón de César

La participación de Bruto en la guerra civil entre Pompeyo y César no fue muy destacada. Tras pasar algún tiempo acantonado en Sicilia, viendo que allí había poco que hacer, viajó por sus propios medios a Macedonia justo a tiempo para participar en la batalla final entre Pompeyo y César, en Farsalia, en el año 48 a.C. Según Plutarco, Pompeyo se maravilló de verle llegar a su tienda, y venciendo el desdén que sentía por su antiguo adversario «se levantó de su asiento y le abrazó como a persona muy distinguida y aventajada». En cuanto a César, ordenó a sus oficiales que respetaran la vida de Bruto; en caso de que se resistiera a ser capturado deberían dejarlo marchar. Sin duda pensaba en complacer así a su amante Servilia.

Tras su victoria en Farsalia, César perdonó la vida a Bruto, no se sabe si porque éste le escribió pidiéndole perdón o a ruegos de Servilia. En todo caso, Bruto se pasó decididamente al bando del vencedor. No tuvo reparo en descubrir que Pompeyo se había fugado a Egipto, donde el líder derrotado encontraría la muerte. En una de sus típicas muestras de clemencia calculada, César recompensó sus servicios concediéndole el cargo de gobernador de la Galia Cisalpina. Al año siguiente, cuando llegó el momento de decidir quién sería el próximo pretor urbano (la máxima autoridad judicial en Roma), César descartó al candidato que parecía más adecuado, Casio, y se inclinó por Bruto; otra muestra de favoritismo que alentó las sospechas sobre la paternidad secreta del dictador.

El salvador de la República

Bruto, sin embargo, no se sentía cómodo en su nueva situación, y fue así como en el año 45 a.C. decidió divorciarse de su mujer –en contra de la voluntad de su madre y provocando un gran escándalo en Roma– para casarse con Porcia, la hija de Catón el joven, el archienemigo de César, que acababa de suicidarse en Útica cuando se hallaba acorralado por las fuerzas del dictador. Sin duda, su nuevo matrimonio significaba una clara toma de partido por parte de Bruto. Algunos advirtieron a César de que su favorito se estaba volviendo en su contra, pero el dictador desechó las acusaciones y, tocándose el cuerpo con una mano, les decía: «Pues qué, ¿os parece que Bruto no ha de esperar el fin de esta carne?». Con esta frase quería decir que Bruto tenía en su mano convertirse en su sucesor natural en la más alta magistratura romana.

Pero Bruto empezó a escuchar los argumentos de Casio, que lo instaba a sublevarse contra el hombre que había acaparado todo el poder y actuaba como un tirano, pisoteando la libertad y dignidad de los auténticos romanos. Otros amigos le mostraban las estatuas de su antepasado Bruto, el que derrocó a Tarquinio, y le dejaban mensajes al pie de su tribunal de pretor que decían: «Bruto, ¿duermes?» y «En verdad que tú no eres Bruto». Finalmente, Bruto se implicó en la conspiración para matar a Julio César. Durante los preparativos de la acción, por la noche no podía ocultar a su esposa la agitación que lo embargaba, hasta que ésta le arrancó el secreto después de hacerse un profundo corte en el muslo para demostrarle su determinación. Fijado el día para el atentado, Bruto no faltó a la cita y fue uno más de los que clavaron su daga en el cuerpo de César hasta acabar con su vida.

Muerte en Filipos

Tras el magnicidio, Bruto y sus compañeros marcharon al Capitolio «con las manos ensangrentadas y, mostrando los puñales desnudos, llamaban a los ciudadanos a la libertad». Pero el pueblo romano, hábilmente manejado por Marco Antonio, reprobó la acción. Bruto marchó a Asia con una misión oficial, y de allí pasó a Creta y luego a Grecia.

A diferencia de Cicerón rechazó llegar a un acuerdo con Marco Antonio y Octavio, el futuro Augusto, pues «tenía firmemente resuelto no ser esclavo y miraba con horror una paz ignominiosa e indigna». De modo que en 43 a.C. organizó en Oriente, junto a Casio, un ejército para defender la causa de la República frente a Antonio y Octavio.

El choque definitivo tuvo lugar en las llanuras de Filipos, en el año 42 a.C. En realidad se libraron dos batallas. En la primera, Bruto derrotó a las fuerzas de Octavio, pero Casio fue vencido por Antonio y se quitó la vida. Tres semanas después, fue Bruto el derrotado. En un paraje retirado, desesperado ya de la vida y entre confusas parrafadas filosóficas, Bruto se suicidó arrojándose contra una espada sostenida con firmeza por su buen amigo y compañero en sus estudios de retórica, el griego Estratón.

Para saber más

Vidas paralelas. Vol. VII. Plutarco. Gredos, Madrid, 2009.

César, la biografía definitiva. Adrian Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.

7 May 2013 at 7:22 am Deja un comentario


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